jueves, 14 de mayo de 2009

El periódico de Rockefeller

(Anciano afligido: Vincent Van Gogh )


Aquel anciano americano que todas las mañanas recibe un ejemplar del New York Times, (...) esta edición de ejemplar único, falsificado de cabo a rabo, sólo con noticias agradables y artículos optimistas, para que el pobre viejo no tenga que sufrir los terrores del mundo.

José Saramago / El año de la muerte de Ricardo Reis


Cuando el secretario Bob Stevens entró a la habitación, la luz del amplio ventanal lo cegó con tal fuerza que tuvo que enmarcar su rostro con sus manos para poder recuperar el equilibrio visual. De espaldas, pegado al vidrio del ventanal, el anciano John Davison Rockefeller observaba los nidos que habían tejido las palomas a ambos lados del alero. Uno de ellos contenía dos pichones que empezaban a emplumar. El anciano no cambió de posición a pesar de haber escuchado la puerta, sabía que su secretario lo miraba desconcertado pues él nunca había descorrido totalmente la cortina del ventanal.
—¡Señor Rockefeller...! —dijo el secretario Bob Stevens.
—Ya sé lo que me vas a preguntar, Bob —dijo el anciano, sin volver el rostro—. Que qué hago aquí parado. Pues bien, te lo diré. Estoy esperando la nevada.
—¡Nevada! —exclamó el secretario—, ¡pero si estamos en pleno verano, señor! Disculpe pero, ¿quién le dijo que iba a nevar hoy?
—Vamos, Bob, no seas estúpido. ¡Quién más iba a ser! El periódico. ¿Es que no recuerdas que tú mismo me lo leíste esta mañana?
—Sí, pero...
—Pero nada, Bob. Si el New York Times dice, en el reporte meteorológico, que va a nevar, va a nevar sin duda.
El secretario enmudeció. Hasta ese instante no había reparado en que el periódico estaba tirado por todo el piso de la habitación. Algo también extraño porque el anciano, después de hojearlo, lo acomodaba celosamente en el largo anaquel donde lo coleccionaba desde la época en que el mundo empezó a mejorar.
Cuando John D. Rockefeller escuchó el sonido del papel y el silencioso rezongueo del secretario, volvió la mirada y ordenó:
—No, Bob, no lo recoja. Déjelo ahí, que si el New York Times fue capaz de equivocarse con algo tan pequeño como el estado del tiempo, ¿cómo creerle las cosas realmente importantes? Además —continuó el anciano, ahora apoyado en su bastón— lea ese anónimo que está sobre la mesita de noche. Lo echaron hace algunos días por debajo de la puerta. Estoy a punto de convencerme de su contenido.
El secretario Bob Stevens se incorporó soltando los papeles del periódico y se dirigió hacia la mesa señalada. Leyó la nota:

Le mienten, señor Rockefeller,
el New York Times le miente.
El mundo sigue siendo una mierda.

El secretario Bob Stevens bajó la cabeza con un gesto de impotencia. Tenía que hacer algo para devolverle la fe a su jefe. Cuando levantó la cabeza ya el anciano estaba de espaldas como si esperara en el andén de una estación el tren prometido a una hora indeterminada. Por la ventana de su décimo piso se podía apreciar una amplia panorámica de la ciudad de Richford. Abajo, escaso tránsito vehicular, una joyería con un enorme rótulo dorado: LIPEN jewelry, y pocos transeúntes. El anciano sólo podía verlos asistiéndose de unos binoculares que colgaban cerca del dintel de la ventana. Cuando escuchó salir al secretario descorrió un poco el vidrio del ventanal y tuvo al alcance de sus manos trémulas el nido que contenía los pichones. Por un momento la antigua sensación de poderío reapareció tensando sus músculos, rejuveneciendo sus facciones. Ahí, dentro de ese nido de paja estaba algo vivo, y eso vivo dependía ahora de él. Se recordó a sí mismo por los pasillos de la central de la Standard Oil impartiendo órdenes, firmando papeles. Escuchó el murmullo suplicante de sus competidores del otro lado de su oficina, la máquina silenciosa de sus monopolios tragándose a las pequeñas empresas. De repente John Davison Rockefeller levantó el bastón y de un solo golpe empujó el nido hacia el abismo dejando sobre el alero una mancha redonda como si la sombra del nido no hubiese saltado. Tomó los binoculares del péndulo cerca del dintel de la ventana y buscó infructuosamente los destrozos del nido sobre la calle. Se imaginaba los pichones aplastados bajo las ruedas de los automóviles, la sangre manando en un solo estallido, los ojitos brotados, la nieve —que no llegaba— cubriendo con su blancura su pecado. John D. Rockefeller se desespera buscando alguna maldad en ese nuevo mundo que, según el New York Times, por fin había entrado en razón y se aprestaba a mejorar cada día que pasaba, ahora, precisamente, que él no podía disfrutarlo.
Un auto se detuvo frente a la joyería. El anciano siguió con los binoculares al que salía del auto. Lo vio mirar hacia todas direcciones. Lo vio sacar un arma de fuego y entrar rápidamente al establecimiento. Su cerebro, acostumbrado ya a las buenas noticias, no estaba preparado para registrar estos terribles acontecimientos que se efectuaban frente a sus narices, por eso sintió un ligero mareo al contener la respiración para que nada de aquello se le saliera de foco. No obstante, por más que se obstinó, no pudo sostener por más tiempo los binoculares con su mano izquierda. Fueron segundos de impaciencia, de una intranquilidad molestosa, tener que descansar el brazo sobre el alféizar, encorvar su anatomía que amenazaba con desplomarse, hasta que el aire tibio de la tarde que entraba por la abertura del ventanal le inyectó un poco de energía y pudo hacer el cambio: bastón hacia la mano izquierda, binoculares a la derecha. Luego apuntó hacia su objetivo: la joyería LIPEN. Nada había cambiado. El auto seguía allí parqueado con la puerta derecha semiabierta, y la mano nerviosa del que esperaba en el volante dando golpecitos sobre la puerta izquierda y acomodando una y otra vez el retrovisor. Eso era solamente lo que el anciano John D. Rockefeller podía ver, aunque se imaginaba todo el terror que estaba ocurriendo en el interior del establecimiento. De repente el hombre salió corriendo de dentro de la joyería cargando un paquete y apuntando su arma hacia ambos lados de la vía. Cuando intentó penetrar hacia el interior del vehículo, un hombrecillo asiático salió disparando. El auto aceleró abandonando al asaltante sobre la calle. John D. Rockefeller vio cómo de aquel hombre salía un charco de sangre. Ya estaba satisfecho pero una sensación de quietud lo empezó a hostigar. Era quizás la desolación del cuarto, su cama destendida, el largo anaquel con los periódicos de los últimos años, ordenados día por día según iba mejorando el mundo, o su pobre cuerpo demolido reflejado borrosamente en el vidrio del ventanal. John Davison Rockefeller volvió a mirar hacia la calle con los binoculares. Abajo reconoció a su secretario Bob Stevens conversando con un policía y señalando hacia su ventana. Corrió la cortina, colgó los binoculares y caminó trabajosamente hacia la cama. El ruido del papel al pisarlo le recordó que el periódico aún estaba tirado sobre el piso. La tarde empezaba a caer y aún no había señal alguna de nevada. John Davison Rockefeller cubrió su rostro con la sábana, cerró sus ojos cansados, y pensó en el mal. Pensó en eso que aunque el New York Times insistía cada mañana en anunciar su pronta extinción de la faz de la tierra, seguía allí, agazapado, en estado latente, esperando el momento preciso de reaparecer, como momentos antes había aparecido en ese movimiento oscuro de su mano al derribar el nido de paloma, y en el asalto a la joyería LIPEN. Y a pesar de que mañana el asalto no aparecería en su periódico New York Times, él ya lo había leído con sus ojos, él sí sabía exactamente los detalles de lo ocurrido.
Cerca de las doce de la noche apareció el secretario Bob Stevens en la alcoba del anciano. Lo despertó con una extraña algarabía.
—¡Señor Rockefeller!, ¡señor Rockefeller!
El anciano despertó sobresaltado.
—¿Qué sucede, Bob?
—Venga, señor, abra la ventana. Es verdad, el New York Times no le mintió. Está nevando, señor Rockefeller, es increíble.
El secretario descorrió la cortina. John D. Rockefeller vio la nieve descender pegándose dócilmente al vidrio del ventanal, parecía estar iluminada dentro de la oscuridad de la noche. Se restregó los ojos con el dorso de las manos y volvió a arropar su cabeza con desgana.
—Pero, señor Rockefeller, ¿usted no...?
—Ande, Bob, vaya usted a disfrutar de su nieve y déjeme dormir.
El secretario se sintió descubierto. Era como si el anciano le restregara en la cara todo el esfuerzo que había hecho para convertir en verdad una de sus tantas mentiras. De nada había servido reclamarle al New York Times donde sólo se limitaron a disculparse por el error de haber diagramado el reporte meteorológico de uno de los días del pasado invierno. Mañana le llegaría el recibo de la 20th Century Fox, que tan amablemente se había molestado en mover sus equipos para crear la nieve sobre la ventana de tan venerable anciano.

4 comentarios:

Josidalgo dijo...

Jose,

Me gusto mucho tu cuento: la claridad y singularidad de los dialogos, los gestos, la escenificacion, el suspenso, el mensaje social y la candencia. El relato atrapa y fluye. Supongo que te tomo mucho tiempo pulirlo. Lo lei de un tiron, cuando tomaba un break de la escritura y me vino muy bien. Gracias por compartir.

Josidalgo

Anónimo dijo...

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Kianny N. Antigua dijo...

Este cuento me recordó "La salud de los enfermos", de Cortázar. La necesidad que tenemos de usar la mentira para proteger a nuestros seres queridos. Gracias, otra vez José por compartir tu incalculable talento.