domingo, 20 de febrero de 2022

La tormenta está fuera (primer capítulo)

 


Esta novela quedó entre las diez finalistas del Premio Fernando Lara de Novela 2010, de la Editorial Planeta, en España.

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«No me moveré de aquí hasta que sepa», murmuré, sin desafío alguno, pero con firmeza, evocando un pasaje del libro que antes de salir de casa había dejado encima de la cama. Era de noche y un aguacero de fines de otoño plantaba fugaces lirios en la calle desierta. Envuelto en el aura de los recuerdos, durante unos segundos me vi en un amplio salón bien iluminado, invadido por ancianos que se desplazaban como soldados heridos en medio de un campo de batalla, ante una mano seca y esclerótica que me señalaba con un índice tembloroso. «¡Usted aún se acuerda de su primer amor! —proclamaba la dueña de la mano, una anciana decrépita—. ¡Usted tampoco lo ha podido olvidar!».

Y era cierto que lo recordaba, allá, lejano en la memoria, tan difuso como la brasa de un cigarrillo en el fondo de un pozo. Era la imagen de una niña, compañera de primaria, una carita enfurruñada que siempre parecía reclamarme algo. Pero ¿podía llamársele primer amor a aquello tan impreciso, a aquello que, inexplicablemente, nunca me había abandonado? Para aquel recuerdo encarnaba más bien una especie de miedo, la sospecha que tienen los niños de la existencia de ese mundo escabroso y complicado que se va armando un poco más allá de la infancia, un territorio oculto en las sombras que la sola presencia de la niña hacía agradable, cálido, misteriosamente acogedor.

Sosteniendo el paraguas con aire apesadumbrado, me parecía estar en otra parte, fuera del alcance de la tormenta. «Qué extraño —me dije—, aún recuerdo su nombre». Y lo pronuncié como si con ello pudiera abrir un baúl cuyo contenido, olvidado ya, ansiara recuperar, en tanto, presa de una incipiente melancolía, vislumbraba a lo lejos el ventanuco del ático de mi casa, cuyo cuadrado de luz parecía por momentos disolverse en la lluvia como una pastilla efervescente.

Ahí estaba yo, detrás del cristal del ventanuco, unos minutos antes, recostado en la cama, buscando el sueño entre las páginas de un libro que más que leer contemplaba, a la luz lechosa de la veladora, cuando escuché los gritos de mi mujer que ascendían del primer piso, mezclados con las regurgitaciones del aguacero en las cañerías de desagüe. Poco después llamaron a la puerta. Me levanté, calcé las pantuflas y con pasos cansados fui a abrir. La luz del ático depositó el rectángulo de la puerta en la escalera en penumbra, delineando la silueta de un hombre alto, de cabellera rojiza, con la corpulencia de un jugador de rugby, recostado de lado en la balaustrada con la cabeza baja. Era Joshua, mi hijastro, quien preguntaba por unos analgésicos para el dolor de cabeza.

Rebusqué en el botiquín, abrí unas cajas, agité un frasco y fui a darle la mala noticia al muchacho.

—Pierde cuidado —lo consolé—, yo se los consigo. De todos modos, tenía que salir a comprar algo para mí —mentí.

Evalué el caudal de agua que corría por el ventanuco, abrí el pesado armario de caoba empotrado en la pared frente a mi cama, al lado de unas estanterías atiborradas de libros que constituían mi biblioteca, y busqué ropa apropiada para luchar contra el temporal. Mientras me ponía el abrigo me sentí observado por un niño de nueve años, que me miraba con particular atención, desde una foto en blanco y negro de recuerdo escolar, cuya inscripción al pie solía leer con la apatía con que se leen los anuncios comerciales: «Max Otero. Escuela Eugenio Deschamps. 1965-1966». El niño era yo. Tomé el paraguas y antes de salir me miré en la luna del armario con aire distraído, desdeñando con un mohín las tres arrugas casi invisibles que ya amenazaban con quebrantar mi frente. Tenía cuarenta y cuatro años y la pérdida de visión característica de esa edad, unida al asalto inesperado en algunos escalones de leves punzadas artríticas en la rodilla derecha, anunciaban la cercanía de una vejez opaca y dolorosa. Bajé las escaleras, la alfombra ahogaba mis pasos, atravesé la sala en penumbra sorteando el mobiliario y, al fondo del pasillo que conducía a las habitaciones del primer piso, reconocí la silueta de Kathleen, mi esposa, parada con la quietud de quien no quiere ser visto. «No tenías que molestarte», le escuché decir.

—Me hará bien salir del arca a buscar tierra firme —bromeé. La sombra de mi mujer no se movió. Al salir al porche, adornado con grandes maceteros de flores ya maltratadas por la estación, la brisa helada me golpeó las mejillas, me ajusté la bufanda y casi enseguida escuché el mecanismo del picaporte de la puerta maniobrado desde dentro de la casa. Aunque la bodega quedaba a solo tres cuadras de la vivienda, los gruesos chorros que barrían con furia la avenida, elevando una leve nube de vapor a la luz de las farolas del alumbrado público, me impulsaron a llevarme la mano al bolsillo con la intención de cerciorarme de que llevaba conmigo las llaves del todoterreno, estacionado en el traspatio. Encontré las llaves y al volverme hacia la puerta para ir en busca del vehículo,  experimenté la sensación que desde la muerte de mi padre me atormentaba cada vez que regresaba de la oficina; la sensación de que estaba delante de la puerta equivocada y no residía en el ático de esa mole de dos plantas, ubicada en aquel vecindario de clase media del norte de El Bronx; la sensación de que antes de salir de allí yo había sido una pieza suelta de un rompecabezas, colocada por error en un hueco del conjunto donde por casualidad encajaba, pero descubierto el error, alguien la acababa de arrojar a la papelera.

El mundo que me rodeaba se desintegraba de un modo tan tenue que no me daba cuenta. Pasar de cabeza de familia a una especie de tío desahuciado a quien le conceden un lugar donde morir, era una idea que a veces me cruzaba por la cabeza, un pájaro tenebroso que no alcanzaba a encontrar una roca donde posarse. Las señales estaban a la vista, pero algo dentro de mí se negaba a leerlas.

El paraguas se desplegó encima de mi cabeza con un aleteo de pajarraco viejo. Como las ráfagas de viento me asaltaban por la espalda, inclinado ligeramente hacia atrás, escudándome con el paraguas, caminaba por la acera como si alguien me fuera empujando. Las casas que iba dejando a mi paso, adornadas con luces intermitentes que al encenderse garabateaban el ambiente con profusos arabescos multicolores, mostraban la llegada de la Navidad. En una cancha de baloncesto, a la luz de un farol, alcancé a ver una muleta incrustada en las grietas del pavimento, parada de tal forma que parecía servirle de apoyo a un ser invisible.

Rodeado de bombillas que titilaban bajo la lluvia, el letrero de la bodega Family Grocery recordaba en esa atmósfera las últimas luces de un buque que se hunde en el océano. Una música estridente brotaba del negocio como el resplandor de una hoguera. Cerré el paraguas, lo sacudí y entré.

—Vaya, vecino —bromeó el dependiente, un hombre bajito y calvo cuyo espeso bigote le daba a su rostro escuálido un extraño aire de persona saludable—, con esa cara que trae y en esas fachas, parece que acabara de escapar de prisión.

—Tal vez venga de ahí, López —le dije. La gravedad de mi semblante, reflejado vagamente en el cristal del mostrador, dejaba traslucir la febril turbación que invadía mi mente. Desde que me alejé de casa, una frase pensada, pero no aceptada del todo, clavaba su bandera cada vez menos borrosa en una tierra nueva y desconocida para mí, la tierra de la soledad: «Estoy solo en el mundo», me repetía. «Desde que murió mi padre, estoy solo en el mundo». Mi inquietud, sin embargo, no guardaba relación alguna con el sentimiento de orfandad o de desamparo, sino con el hecho de que por alguna razón algo me decía que ahora tenía que ver la realidad que me circundaba con otros ojos, unos ojos que aún no estaba seguro de poseer. Todo me resultaba familiar y a la vez extraño; me sentía como un animal doméstico extraviado en el bosque.

        Entré el frasco de analgésicos en un sobre en el que había escrito: «Estaré bien», y pedí al comerciante que lo enviara a mi casa con uno de los trabajadores.

—Como siga lloviendo así —se rio el hombre—, tendré que mandar al muchacho en un bote.

Sonreí por cortesía y me marché. «Estaré bien», murmuré ya fuera del establecimiento, un poco atontado por un ruidoso merengue que me arañaba los oídos, consciente de haber emulado el «estaré bien» con que mi padre se despidió de el día en que, por insistencia suya, lo ingresé en aquel asilo de ancianos que olía a orines rancios, a medicamentos, a cadáver. «¿Estás seguro, papá, de que deseas quedarte aquí?», le había preguntado, y él, con una forzada expresión de complacencia, palmeándome la espalda con cariño, me había dicho ese «estaré bien» del cual el hijo ahora se sujetaba como de una cuerda podrida.

En una ocasión, siendo todavía un niño, le pregunté por el nacimiento, de dónde uno venía, y el viejo, estupefacto, solo atinó a comparar el nacimiento con el abordaje de un tren, «un tren que se hunde en el tiempo». A partir de ese día imaginé que iba en un tren, en el mismo vagón que mi padre, sentados uno junto al otro, contento con ver pasar las ráfagas de luz y sombra por las ventanillas, que atestiguaban que el vehículo seguía su marcha imparable futuro adentro. Pero un día el viejo tiró de la cuerda de emergencia, detuvo el tren y en el vagón entraron Kathleen y su hijo. El tren reanudó su rumbo, hasta que la muerte echó a mi padre del vehículo y los otros pasajeros y yo nos quedamos mirándonos a la cara, como si no nos reconociéramos. Desde entonces me empezó a asaltar el presentimiento de que durante toda mi vida había estado representado un papel, y que de un momento a otro me anunciarían que la función había terminado, que debía regresar a la realidad.

«¿Qué está pasando aquí? Si nada me falta, ¿cuál es la razón de esta melancolía?», eran las interrogantes que me asediaban desde hacía tiempo, interrogantes que sorteaba a duras penas sometiéndome con más rigor a la rutina diaria. Los muros que me protegían se derrumbaban y yo me empeñaba en repararlos ladrillo a ladrillo; me negaba a mirar más allá. Y al salir de la bodega aquella noche de tormenta, concebí la idea, un tanto imprecisa, de que en algún momento de mi vida había tomado el tren equivocado, de que el que me tocaba abordar aún esperaba por allá, en la infancia. Vi, de repente, en el rostro de aquella niña, compañera de escuela, unos cabos sueltos que pedían a gritos ser atados. Me invadió de súbito el deseo de buscarla, de descubrir por cuáles derroteros la había llevado la vida.

Aturdido por el peso de mis cavilaciones, me detuve de golpe en medio de la acera, como si una pared me hubiese cerrado el paso. La lluvia arreciaba. El frío y la humedad me producían la impresión de que vadeaba las aguas de un charco. Levanté la vista al cielo y al tropezarme con las ramas de un abeto supe que había cedido a la tentación de retroceder, que iba camino a casa. Presa de nostalgia, me dediqué por un instante a contemplar el ventanuco del ático, como si aquel cuadrado de luz ya formara parte de un sueño: «No me moveré de aquí hasta que sepa», murmuré entonces, como para conjurar mi destino. ¿Qué era aquello que deseaba saber? Ahora lo tenía muy claro: quería saber qué habría sido de si no hubiera tomado el camino que hasta entonces llevaba; quería ver de frente las otras posibilidades que me hubiera ofrecido la vida; quería dejarlo todo, echar a correr, escapar.

Dominado por el impulso de regresar a mi ático a seguir viviendo con la misma resignación y obediencia con que me habían entrenado, di unos pasos, pero quiso el destino que en ese instante apareciera a mi costado un taxi de color negro, cuyo claxon me sacó de mis cavilaciones.

—Lléveme a Hiddentown —pedí con resolución al entrar. No escapaba hacia el futuro, escapaba hacia el pasado sin sospechar que en el pasado ya no me encontraría, que de allí ya me habían borrado.

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