Esta novela quedó
entre las diez finalistas del Premio Fernando Lara de Novela 2010, de la
Editorial Planeta, en España.
«No me moveré de aquí hasta que sepa», murmuré, sin desafío alguno,
pero con firmeza, evocando un pasaje del libro que antes de salir de casa había dejado encima de la cama. Era de noche y un aguacero
de fines de otoño plantaba
fugaces lirios en la calle desierta. Envuelto en el aura de los recuerdos, durante unos segundos
me vi en un amplio salón bien iluminado, invadido por ancianos que se desplazaban como soldados heridos
en medio de un campo
de batalla, ante una mano seca y esclerótica que me señalaba
con un índice tembloroso. «¡Usted aún se acuerda de su primer amor!
—proclamaba la dueña de la mano, una anciana
decrépita—. ¡Usted tampoco lo ha podido olvidar!».
Y era cierto que lo recordaba, allá, lejano en la memoria,
tan difuso como la brasa de un cigarrillo en el fondo de un pozo. Era la imagen de una niña, compañera
de primaria, una carita enfurruñada que siempre
parecía reclamarme algo. Pero ¿podía llamársele primer
amor a aquello tan impreciso, a aquello que, inexplicablemente, nunca
me había abandonado? Para mí aquel recuerdo encarnaba más bien una especie de miedo, la sospecha que tienen los niños
de la existencia de ese mundo escabroso y complicado que se va armando
un poco más allá de la infancia,
un territorio oculto en
las sombras que la sola presencia
de la niña hacía agradable,
cálido, misteriosamente acogedor.
Sosteniendo el paraguas con aire apesadumbrado, me parecía estar en otra parte, fuera del alcance de la tormenta. «Qué extraño —me dije—, aún recuerdo su nombre». Y lo pronuncié
como si con ello pudiera abrir un baúl cuyo contenido, olvidado ya, ansiara recuperar, en tanto, presa de una incipiente melancolía, vislumbraba a lo lejos el ventanuco
del ático de mi casa, cuyo cuadrado de luz parecía por momentos
disolverse en la lluvia como una pastilla efervescente.
Ahí estaba yo, detrás del cristal
del ventanuco, unos minutos
antes, recostado en la cama, buscando
el sueño entre las páginas de un libro que más que leer contemplaba, a la luz lechosa de la veladora, cuando escuché los gritos de mi mujer que ascendían
del primer piso, mezclados con las regurgitaciones del aguacero
en las cañerías de desagüe. Poco después llamaron a la puerta. Me
levanté, calcé las pantuflas y con pasos cansados fui a abrir. La luz del ático depositó
el rectángulo de la puerta en la escalera
en penumbra, delineando la silueta de un hombre alto, de cabellera
rojiza, con la corpulencia de un jugador
de rugby, recostado
de lado en la balaustrada con la cabeza baja. Era Joshua, mi hijastro,
quien preguntaba por unos analgésicos
para el dolor de cabeza.
Rebusqué en el botiquín,
abrí unas cajas, agité un frasco y fui a darle
la mala noticia al muchacho.
—Pierde cuidado —lo consolé—,
yo se los consigo. De todos modos,
tenía que salir a comprar algo para mí —mentí.
Evalué el caudal de agua que corría por el ventanuco, abrí el pesado armario de caoba empotrado
en la pared frente a mi cama, al lado de unas estanterías atiborradas de libros que constituían mi biblioteca, y busqué ropa apropiada para luchar contra el temporal.
Mientras me ponía el abrigo me sentí observado por un niño de nueve años, que me miraba con particular atención,
desde una foto en blanco y negro de recuerdo
escolar, cuya inscripción al pie solía leer con la apatía
con que se leen los anuncios comerciales: «Max Otero. Escuela
Eugenio Deschamps. 1965-1966». El niño era yo. Tomé el paraguas y antes de salir me miré en la luna del armario con aire distraído, desdeñando con un mohín las tres arrugas casi invisibles que ya amenazaban
con quebrantar mi frente.
Tenía cuarenta y cuatro años y la pérdida de visión característica de esa edad,
unida al asalto
inesperado en algunos
escalones de leves punzadas
artríticas en la rodilla derecha, anunciaban la cercanía
de una vejez opaca y dolorosa. Bajé las escaleras, la alfombra ahogaba mis pasos, atravesé
la sala en penumbra sorteando
el mobiliario y, al fondo del pasillo que conducía a las habitaciones del primer piso, reconocí
la silueta de Kathleen, mi esposa, parada con la quietud de quien no quiere ser visto.
«No tenías que molestarte», le
escuché decir.
—Me hará bien salir
del arca a buscar
tierra firme —bromeé. La sombra de mi mujer no se movió. Al salir al porche, adornado con grandes maceteros
de flores ya maltratadas por la estación,
la brisa helada me golpeó las mejillas,
me ajusté la bufanda y casi enseguida escuché el mecanismo del picaporte de la puerta maniobrado desde dentro de la casa. Aunque la bodega quedaba
a solo tres cuadras
de la vivienda, los gruesos
chorros que barrían con furia la avenida,
elevando una leve nube de vapor a la luz de las farolas del alumbrado público,
me impulsaron a llevarme la mano al bolsillo con la intención
de cerciorarme de que llevaba
conmigo las llaves del todoterreno, estacionado en el traspatio. Encontré las llaves y al volverme
hacia la puerta para ir en busca del vehículo, experimenté la sensación que desde la muerte de mi padre me atormentaba cada vez que regresaba de la oficina;
la sensación de que estaba delante de la puerta
equivocada y no residía en el ático
de esa mole de dos plantas, ubicada
en aquel vecindario de clase media del norte de El Bronx; la sensación de que antes de salir de allí yo había sido una pieza suelta de un rompecabezas, colocada
por error en un hueco del conjunto donde por casualidad encajaba, pero descubierto el error, alguien la acababa
de arrojar a la papelera.
El mundo que me rodeaba
se desintegraba de un modo tan tenue que no me daba cuenta. Pasar de cabeza de familia a una especie
de tío desahuciado a quien le conceden
un lugar donde morir, era una idea que a veces me cruzaba por la cabeza,
un pájaro tenebroso
que no alcanzaba a encontrar una roca donde posarse. Las señales estaban a la vista, pero algo dentro de
mí se negaba a leerlas.
El paraguas se desplegó
encima de mi cabeza con un aleteo de pajarraco viejo. Como las ráfagas
de viento me asaltaban por la espalda,
inclinado ligeramente hacia
atrás, escudándome con el paraguas, caminaba por la acera como si alguien me fuera empujando. Las casas que iba dejando a mi paso, adornadas
con luces intermitentes que al encenderse garabateaban el ambiente con profusos
arabescos multicolores, mostraban la llegada
de la Navidad. En una cancha de baloncesto, a la luz de un farol, alcancé a ver una muleta incrustada en las grietas
del pavimento, parada de tal forma que parecía
servirle de apoyo a un ser invisible.
Rodeado de bombillas que titilaban bajo la lluvia,
el letrero de la bodega Family Grocery recordaba en esa atmósfera las últimas luces de un buque que se hunde en el océano.
Una música estridente brotaba del negocio como el resplandor de una hoguera.
Cerré el paraguas, lo
sacudí y entré.
—Vaya, vecino —bromeó el dependiente, un hombre bajito y calvo cuyo espeso bigote le daba a su rostro escuálido un extraño aire de persona saludable—, con esa cara que trae y en esas fachas,
parece que acabara de escapar de prisión.
—Tal vez venga de ahí, López —le dije. La gravedad de mi semblante, reflejado vagamente en el cristal
del mostrador, dejaba traslucir la febril turbación
que invadía mi mente. Desde que me alejé de casa, una frase pensada,
pero no aceptada del todo, clavaba su bandera cada vez menos borrosa en una tierra nueva y desconocida para mí, la tierra de la soledad:
«Estoy solo en el mundo», me repetía. «Desde que murió mi padre,
estoy solo en el mundo». Mi inquietud, sin embargo, no guardaba
relación alguna con el sentimiento de orfandad o de desamparo, sino con el hecho de que por alguna razón algo me decía que ahora tenía que ver la realidad que me circundaba con otros ojos, unos ojos que aún no estaba seguro de poseer. Todo me
resultaba familiar
y a la vez extraño; me sentía como un animal
doméstico extraviado en el bosque.
Entré el frasco de analgésicos en un sobre en el que había escrito: «Estaré bien», y pedí al comerciante que lo enviara
a mi casa con uno de
los trabajadores.
—Como siga lloviendo así —se rio el hombre—, tendré que mandar
al muchacho en un bote.
Sonreí por cortesía y me marché. «Estaré bien»,
murmuré ya fuera del establecimiento, un poco atontado
por un ruidoso merengue que me arañaba los oídos, consciente de haber emulado
el «estaré bien» con que mi padre se despidió de mí el día en que, por insistencia suya, lo ingresé en aquel asilo de ancianos
que olía a orines rancios,
a medicamentos, a cadáver.
«¿Estás seguro,
papá, de que deseas quedarte aquí?», le había preguntado, y él, con una forzada expresión
de complacencia, palmeándome la espalda con cariño, me había dicho ese «estaré bien» del cual el hijo ahora se sujetaba como de
una cuerda podrida.
En una ocasión, siendo todavía un niño, le pregunté
por el nacimiento, de dónde uno venía, y el viejo, estupefacto, solo atinó a comparar el nacimiento con el abordaje de un tren, «un tren que se hunde en el tiempo». A partir de ese día imaginé que iba en un tren, en el mismo vagón que mi padre, sentados
uno junto al otro, contento con ver pasar las ráfagas de luz y sombra por las ventanillas, que atestiguaban que el vehículo seguía su marcha imparable futuro adentro. Pero un
día el viejo tiró de la cuerda de emergencia, detuvo el tren y en el vagón entraron Kathleen
y su hijo. El tren reanudó su rumbo, hasta que la muerte echó a mi padre del vehículo y los otros pasajeros y yo nos quedamos mirándonos a la cara, como si no nos reconociéramos. Desde entonces
me empezó a asaltar
el presentimiento de que durante toda mi vida había estado representado un papel, y que de un momento a otro me anunciarían que la función había
terminado, que debía regresar a la realidad.
«¿Qué está pasando aquí? Si nada me falta, ¿cuál es la razón de esta melancolía?», eran las interrogantes que me asediaban desde hacía tiempo, interrogantes que sorteaba a duras penas sometiéndome con más rigor a la rutina diaria.
Los muros que me protegían se derrumbaban y yo me empeñaba
en repararlos ladrillo a ladrillo;
me negaba a mirar más allá. Y al salir de la bodega aquella noche de tormenta, concebí la idea, un tanto imprecisa, de que en algún momento de mi vida había tomado el tren equivocado, de que el que me tocaba abordar
aún esperaba
por mí
allá, en la infancia.
Vi, de repente, en el rostro de aquella niña, compañera de escuela, unos cabos sueltos que pedían a gritos ser atados.
Me invadió de súbito el deseo de buscarla, de descubrir por cuáles derroteros la había llevado la vida.
Aturdido por el peso de mis cavilaciones, me detuve
de golpe en medio de la acera, como si una pared me hubiese cerrado
el paso. La lluvia arreciaba. El frío y la humedad me producían
la impresión de que vadeaba las aguas de un charco. Levanté la vista al cielo y al tropezarme con las ramas
de un abeto supe que había cedido
a la tentación de retroceder, que iba camino a casa. Presa de nostalgia, me dediqué por un instante
a contemplar el ventanuco
del ático, como si aquel cuadrado de luz ya formara parte de un sueño: «No me moveré de aquí hasta que sepa», murmuré entonces,
como para conjurar
mi destino. ¿Qué era aquello que deseaba saber? Ahora lo tenía
muy claro: quería saber
qué habría sido de mí si no hubiera tomado el camino que hasta entonces llevaba; quería ver de frente las otras posibilidades que me hubiera
ofrecido la vida; quería dejarlo todo, echar a correr, escapar.
Dominado por el impulso
de regresar a mi ático a seguir viviendo
con la misma resignación y obediencia con que me habían entrenado, di unos pasos, pero quiso el destino que en ese instante apareciera
a mi costado un taxi de color
negro, cuyo claxon me sacó de mis cavilaciones.
—Lléveme a Hiddentown —pedí con resolución al entrar. No escapaba hacia el futuro, escapaba hacia el pasado sin sospechar que en el pasado ya no me encontraría, que de allí ya me habían borrado.
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ResponderEliminarBuenisimo
ResponderEliminarMe contacta por favor Sr Acosta. Vbperiodista16@yahoo.com.ar
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