—¡Y mis piernas! Dios
mío, ¿dónde diablos están mis piernas?—. El Garfio Matías se despertó esa
mañana sobresaltado, en la penumbra de la habitación, tras descubrir, bajo la
luz mortecina que despedía la sábana blanca, que, en efecto, ese vacío
percibido después de las rodillas era la falta de sus piernas. Por lo agrio del
paladar y el olor turbio y alucinante de los somníferos, dedujo que la noche en
que lo acostaron en esa cama, que por cierto no era la suya, no había sido la
anterior, sino una más lejana, y el intentar recordarla le produjo un mareo,
como si en su memoria se apiñaran las sombras.
Haciendo
un esfuerzo después de volver en sí, se reclinó en el espaldar de la cama y,
despacio, haló el extremo inferior de la sábana, quedándose un rato como seco,
contemplando el horroroso paisaje de los desnudos muñones, aún sangrantes, sin
notar el alambre con que uno de ellos estaba atado más arriba de la rodilla.
Una luz lo encegueció de repente al abrirse una puerta
que hasta entonces había estado perdida en la oscuridad. Una pareja entró. El
Garfio Matías intentó hacerse notar con un grito y solo alcanzó a murmurar, en
un tono suplicante, como pidiendo un perdón que él concebía inalcanzable, el
nombre de quien él creía y siguió creyendo hasta morir que era su agresor:
Simón Suárez. Luego se quedó dormido con los ojos abiertos, como dos escollos
en el agua oscura de su mirada muerta.
El
caso de Simón Suárez ocurrió la noche antes de que el Garfio persiguiera a la
enfermera. Esa noche dormía en casa de Amarilis, su hermanita, cuando Paco, su
compañero de fechorías, lo llamó por la ventana para decirle que le tenía un
regalito. Paco lo trasladó en un carro hasta el sótano de su bodega. En el
lugar, sumido en las tinieblas, se escuchaban ratas entre cajas amontonadas sin
orden. Las ratas callaron cuando encendieron una bombilla de luz pobre que
colgaba de un techo manchado de humedad. Justo detrás del montón de cajas,
clavado en la pared como un Cristo, estaba el regalito: el hombre que los había
delatado a la policía varios años atrás, cuando entre los tres asaltaron una
joyería en el Alto Manhattan y por el cual el Garfio tuvo que esconderse
durante largo tiempo hasta que se enfriara el caso. El chota, el hijo de puta
de Simón Suárez. Después de batearlo hasta dejarlo inconsciente, lo picaron
vivo con una sierra eléctrica y lo enfundaron en varios shopping bags.
Esa misma noche lo distribuyeron a todo lo largo del expressway del río
Hudson.
Al otro día, el Garfio Matías se levantó con bríos
renovados. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, pensó al abrir la ventana y
dejar pasar la luz del sol que dibujaba otra ventana sobre la cama, pero vacía,
sin edificios detrás de su cuadrado amarillo. Mandó a su hermanita por una
comida china, y se pasó la mañana oyendo La Mega y jugando con fichas de
dominó: las colocaba en fila una detrás de la otra, derribaba la primera y
gozaba al verlas caer, una por una, dejando en el aire el sonido del tableteo.
A eso de las dos de la tarde, después de perfumarse con
aceites árabes, se dirigió a la esquina a esperar a la enfermera Teresa, a la
cual venía vigilando desde hacía varios días después de que Amarilis le
confesara que el marido era una mierda.
—¿Qué dijo?
—Simón, quizás. Debe de estar delirando —dijo la mujer.
—¿Ya le amarraste el alambre?
—Unjú.
—¿Y cuándo vamos a cortarle el otro pedazo?
—Todavía no está de cortar —aseguró la mujer mientras le
hundía los dedos en el muñón gangrenado por el alambre, como si fuera un
aguacate.
Cubierto por la tiniebla desconocida que se apartaba al
soplo de la luz, quietecito sobre la cama hedionda de su propia peste, el
Garfio Matías sabía que estaba solo y perdido en aquella habitación. Lo supo al
recordar la tarde en que, al salir de la casa de su hermanita, donde se
escondía, persiguió a la enfermera Teresa por toda la cuadra, hasta detenerse,
por precaución, en la esquina siguiente, y se quedó un momento mirándola con
lujuria, comiéndole con los ojos las caderas deliciosas. A la sazón, la enfermera
estaba casada con un camionero fortachón e impotente, según le había confiado
su hermanita, pues ella lo había intentado con él un día que estaba corta de
dinero para pagar el alquiler de la casa, y el camionero se volvió un sebo
cuando el cuerpecito de Amarilis lo envolvió como una culebrita, pasándole la
lengua hasta por abajo. “Y ni de gallo lo echa, Garfio; el tipo es una mierda”.
Aturdido
por la atmósfera enrarecida de la habitación, el Garfio Matías rememoró el
momento en que esperó a que la enfermera abriera la puerta del edificio donde
ella vivía en la quinta planta; antes de que se cerrara, logró colarse hacia el
interior y correr hasta alcanzar la cabina del ascensor. Al verse solo con la
mujer que tanto había idealizado, cegado por el deseo, de súbito la redujo con
varios manotazos, le bajó los pantalones, y no le sorprendió que ella se
quedara tranquila, como en espera de algo anhelado desde siempre. La besó, y
ella hasta le removió la lengua en la boca con un resoplido de yegua en calor,
susurrándole al oído, con voz trémula pero decidida: “Hazlo”.
La
tarde en que el camionero Salas halló a su esposa chillando de placer por las
embestidas brutales del Garfio Matías, fue una sin importancia, salvo por un
fallo en el mecanismo del camión que lo obligó a suspender el viaje previsto de
entrega de mercancías, por lo regular flores y materiales ornamentales, que lo
haría ausentarse por una semana. El calor era extenuante. Salió del taller con
la franela empapada de sudor, perseguido por el ruido ensordecedor e irritante
de los golpes metálicos que producían los mecánicos. Tomó un taxi en la avenida
Amsterdam y, al cruzar el puente de la 207 rumbo a su apartamento en El Bronx,
recordó a su prima Manuela, la única mujer que realmente había amado. Cada vez
que se acercaba a su vecindario, le llegaban largos ramalazos de nostalgia que
lograba disipar trayéndola a la memoria. Manuela lo había iniciado en las artes
amatorias. Fue en la adolescencia. Vedado por su madre, doña Patricia de la
Cruz, una fanática religiosa, el muchacho no conocía aún el placer secreto de
la masturbación, y cuando este tema salía a colación de la boca de algunas de
las amigas que lo pellizcaban en el patio de la iglesia, era duramente
criticado por la madre, quien se había encargado de sellar con una lápida de
acero todo lo relativo a los asuntos sexuales, llamándolos “obras de Satanás,
el diablo”.
Pero
al llegar Manuela a la casa —una negrita enferma de lupus que siempre escondía
bajo el aroma a polvo de talco ese otro olor fétido de las supuraciones que
brotaban junto con virutas de carne muerta de las heridas casi imperceptibles
que le ocasionaba su afección—, todo el panorama cambió por completo para el
muchacho. A espaldas de la madre, la negrita se encargó de entrenarlo tras las
puertas, en el baño del patio y en la oscuridad de los armarios, en todas las
formas y números que había aprendido en el campo, en las veredas rumorosas del
río y en los altos pastizales. Por esta razón, de
manera inconsciente pero firme, ese hedor a carne muerta, característico de la
negrita, lo marcó toda su vida, hasta el punto de que le resultaba difícil, por
no decir imposible, tener relaciones con una mujer sin contar con ese necrófilo
hedor afrodisíaco.
Cuando
el taxi lo dejó frente al edificio, se detuvo un instante a contemplar la luz
del día que ya derribaba la sombra del lugar sobre la calle, y se sintió
extraño y un poco desorientado a esa hora, porque generalmente llegaba de noche
y salía de madrugada. Tomó el ascensor. Mientras abría la puerta del
apartamento, escuchó unos gemidos que, al principio, parecían salir de algún
rincón del pasillo; después, al entrar, se sintió desconcertado: los gemidos
provenían de su habitación. Lo primero que se le ocurrió, después de cerrar la
puerta, fue ir a buscar un filoso machete que guardaba en la cocina, por si lo
que estaba ocurriendo era un asalto sexual, ya que en esos días había escuchado
la noticia de que un violador merodeaba por esa área de El Bronx. Machete en
mano, tembloroso, con la frente granulada de sudor, parado delante de la puerta
de la habitación, empujó la hoja despacio, cuidando de no hacer ruido; al
reconocer al Garfio de espaldas sobre su mujer, palideció; todo el cuarto se
saturó de un humo terrorífico. El aire sonaba agrietado de gemidos, de
susurros, de monosílabos que crecían como árboles insalvables en el desierto de
su conciencia. Transcurrió un instante tan breve como el tiempo que tardó una
gota de sudor en rodar por su frente hasta estrellarse contra la franela.
Luego, dando un salto salvaje, embistió a su rival de un modo tan brutal que le
cortó de cuajo los pies que le sobresalían del borde de la cama. El Garfio
Matías, el rostro demudado por la sorpresa, pataleó un largo rato hasta que la
falta de sangre lo tendió en un rincón, envuelto en el estropicio de su propio
cuerpo, mientras la enfermera, lanzando gritos y puñetazos, presa de angustia y
pavor, trataba de detener la furia de su marido.
Poco
después, exhausto y abrumado, el camionero Salas desistió de su intento de
picar como una zanahoria al intruso. Arrojó, ya sin furia, el arma
ensangrentada sobre el piso; se dirigió al baño, se quitó la franela chorreante
de sudor y, tras lavarse, la cambió por una camisa de trabajo del armario. Salió
dejando tras de sí una estela de silencio. En vez del ascensor, tomó las
escaleras. Cada peldaño ganado le parecía como saltar hacia un abismo por donde
caería para siempre sin posibilidad alguna de regreso. Caminó varias cuadras
hasta la cafetería del chino, donde, después de poner en la vellonera de CD la
bachata “Que me la pegue, pero que no me deje”, pidió una cerveza Presidente.
El primer trago fue largo y amargo, pero logró enfriarle el pecho, donde su
corazón aún latía ansioso de arremeter contra todo.
La
enfermera Teresa, con una mezcla de recelo y compasión, le dio los primeros
auxilios a su seductor. Con un torniquete en las piernas taladas, detuvo la
hemorragia. Lo acostó como pudo y le inyectó un calmante hasta poder aclarar
sus pensamientos y tomar alguna determinación.
Tres
días pasaron antes de que llamaran a la puerta. La enfermera, que ya había
retomado su rutina diaria asistiendo al hospital para no levantar sospechas, se
sobresaltó de pronto creyendo que era la policía. Al mirar por el ojo mágico se
calmó: unos hombres sostenían en hombros a su marido. Abrió y les pidió que lo
acostaran en el sofá de la sala. El camionero Salas, vomitada la camisa y
noqueado por el alcohol, ahora exhibía en el pecho un tatuaje que rezaba: “Te
quiero, Teresa”. Esto removió en lo más íntimo del alma de la enfermera esa
brizna de sumisión compasiva con que ella lo había amado a pesar de su
impotencia. Lo bañó pasándole una toalla con alcohol, le puso bolsas de hielo
en su parte y le hizo beber café amargo. Pero lo que realmente lo hizo
reaccionar, después de unos días, fue ese hedor vago y silencioso que provenía
de algún lugar del apartamento. Se levantó con mucho esfuerzo y, al abrir el
armario, descubrió, ya en estado de descomposición, los pies del Garfio Matías.
Su mujer llegaba en ese momento del trabajo cuando el camionero, babeante, la
desnudó de un zarpazo y, lanzándola sobre el sofá, la poseyó como nunca lo había
hecho. Al terminar, el camionero le confesó su horripilante obsesión por el
hedor de los cadáveres, contándole lo de la negrita de su adolescencia. La
enfermera halló en esto una salida macabra para la solución del problema, pues
el Garfio Matías seguía con vida en la habitación. Acordó con su marido ir
destazando el cuerpo de su efímero amante, y después de usar el hedor en las
noches amatorias, ella se encargaría de dejar los pedazos, con discreción, en
una bóveda vacía de la morgue del hospital.
Así
lo hicieron.
Los
primeros pedazos del pobre Garfio fueron a parar precisamente al lado de la
bóveda donde la policía mantenía helado, en procura de ser reclamado por sus
familiares, el cadáver desmembrado de Simón Suárez, encontrado en varios shopping
bags en la ribera del río Hudson.
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6 comentarios:
Genial y magistral. Así te vislumbro en tu quehacer literario. Felicidades en Cristo Jesús. Orly
Excelente blog, José.
José:
tu blog llegó luego de una noche tapizada de ladridos y el primer poema caló hondísimo en mí. Seguiré leyendo pero gracias ante todo, por llegar sin querer en el momento justo
un abrazo
Don Chepe:
Este cuento ya se lo había leído, pero al reelerlo hoy me puedo enterar que me había perdido de algunos detalles. Creo que cuando uno vuelve a leer un buen cuento, cosa que sucede también con los libros, uno le siente un sabor diferente, como si el cuento al leerlo se volviera a reescribir él mismo.
Bien, gracias por compartir.
Salud!
OBC.
p.d. Si ama la fauna silvestre y respeta la vida animal como son los piojos rasquese con esponja :) ya tú sabe pue como es la vaina
Este es uno de tus frutos literarios que es gratificante leer.
Magnífico trabajo.
Felicitaciones.
Antonio Fermín
hola jose. cuando vas a subir "tratado de enfermeria" es mi cuento tuyo favorito.
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