miércoles, 21 de febrero de 2007

El efecto dominó (cuento)




—¡Y mis piernas! Dios mío, ¿dónde diablos están mis piernas?—. El Garfio Matías se despertó esa mañana sobresaltado, en la penumbra de la habitación, tras descubrir, bajo la luz mortecina que despedía la sábana blanca, que, en efecto, ese vacío percibido después de las rodillas era la falta de sus piernas. Por lo agrio del paladar y el olor turbio y alucinante de los somníferos, dedujo que la noche en que lo acostaron en esa cama, que por cierto no era la suya, no había sido la anterior, sino una más lejana, y el intentar recordarla le produjo un mareo, como si en su memoria se apiñaran las sombras.

Haciendo un esfuerzo después de volver en sí, se reclinó en el espaldar de la cama y, despacio, haló el extremo inferior de la sábana, quedándose un rato como seco, contemplando el horroroso paisaje de los desnudos muñones, aún sangrantes, sin notar el alambre con que uno de ellos estaba atado más arriba de la rodilla.

Una luz lo encegueció de repente al abrirse una puerta que hasta entonces había estado perdida en la oscuridad. Una pareja entró. El Garfio Matías intentó hacerse notar con un grito y solo alcanzó a murmurar, en un tono suplicante, como pidiendo un perdón que él concebía inalcanzable, el nombre de quien él creía y siguió creyendo hasta morir que era su agresor: Simón Suárez. Luego se quedó dormido con los ojos abiertos, como dos escollos en el agua oscura de su mirada muerta.

 

El caso de Simón Suárez ocurrió la noche antes de que el Garfio persiguiera a la enfermera. Esa noche dormía en casa de Amarilis, su hermanita, cuando Paco, su compañero de fechorías, lo llamó por la ventana para decirle que le tenía un regalito. Paco lo trasladó en un carro hasta el sótano de su bodega. En el lugar, sumido en las tinieblas, se escuchaban ratas entre cajas amontonadas sin orden. Las ratas callaron cuando encendieron una bombilla de luz pobre que colgaba de un techo manchado de humedad. Justo detrás del montón de cajas, clavado en la pared como un Cristo, estaba el regalito: el hombre que los había delatado a la policía varios años atrás, cuando entre los tres asaltaron una joyería en el Alto Manhattan y por el cual el Garfio tuvo que esconderse durante largo tiempo hasta que se enfriara el caso. El chota, el hijo de puta de Simón Suárez. Después de batearlo hasta dejarlo inconsciente, lo picaron vivo con una sierra eléctrica y lo enfundaron en varios shopping bags. Esa misma noche lo distribuyeron a todo lo largo del expressway del río Hudson.

Al otro día, el Garfio Matías se levantó con bríos renovados. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, pensó al abrir la ventana y dejar pasar la luz del sol que dibujaba otra ventana sobre la cama, pero vacía, sin edificios detrás de su cuadrado amarillo. Mandó a su hermanita por una comida china, y se pasó la mañana oyendo La Mega y jugando con fichas de dominó: las colocaba en fila una detrás de la otra, derribaba la primera y gozaba al verlas caer, una por una, dejando en el aire el sonido del tableteo.

A eso de las dos de la tarde, después de perfumarse con aceites árabes, se dirigió a la esquina a esperar a la enfermera Teresa, a la cual venía vigilando desde hacía varios días después de que Amarilis le confesara que el marido era una mierda.

—¿Qué dijo?

—Simón, quizás. Debe de estar delirando —dijo la mujer.

—¿Ya le amarraste el alambre?

—Unjú.

—¿Y cuándo vamos a cortarle el otro pedazo?

—Todavía no está de cortar —aseguró la mujer mientras le hundía los dedos en el muñón gangrenado por el alambre, como si fuera un aguacate.

Cubierto por la tiniebla desconocida que se apartaba al soplo de la luz, quietecito sobre la cama hedionda de su propia peste, el Garfio Matías sabía que estaba solo y perdido en aquella habitación. Lo supo al recordar la tarde en que, al salir de la casa de su hermanita, donde se escondía, persiguió a la enfermera Teresa por toda la cuadra, hasta detenerse, por precaución, en la esquina siguiente, y se quedó un momento mirándola con lujuria, comiéndole con los ojos las caderas deliciosas. A la sazón, la enfermera estaba casada con un camionero fortachón e impotente, según le había confiado su hermanita, pues ella lo había intentado con él un día que estaba corta de dinero para pagar el alquiler de la casa, y el camionero se volvió un sebo cuando el cuerpecito de Amarilis lo envolvió como una culebrita, pasándole la lengua hasta por abajo. “Y ni de gallo lo echa, Garfio; el tipo es una mierda”.

Aturdido por la atmósfera enrarecida de la habitación, el Garfio Matías rememoró el momento en que esperó a que la enfermera abriera la puerta del edificio donde ella vivía en la quinta planta; antes de que se cerrara, logró colarse hacia el interior y correr hasta alcanzar la cabina del ascensor. Al verse solo con la mujer que tanto había idealizado, cegado por el deseo, de súbito la redujo con varios manotazos, le bajó los pantalones, y no le sorprendió que ella se quedara tranquila, como en espera de algo anhelado desde siempre. La besó, y ella hasta le removió la lengua en la boca con un resoplido de yegua en calor, susurrándole al oído, con voz trémula pero decidida: “Hazlo”.

 

La tarde en que el camionero Salas halló a su esposa chillando de placer por las embestidas brutales del Garfio Matías, fue una sin importancia, salvo por un fallo en el mecanismo del camión que lo obligó a suspender el viaje previsto de entrega de mercancías, por lo regular flores y materiales ornamentales, que lo haría ausentarse por una semana. El calor era extenuante. Salió del taller con la franela empapada de sudor, perseguido por el ruido ensordecedor e irritante de los golpes metálicos que producían los mecánicos. Tomó un taxi en la avenida Amsterdam y, al cruzar el puente de la 207 rumbo a su apartamento en El Bronx, recordó a su prima Manuela, la única mujer que realmente había amado. Cada vez que se acercaba a su vecindario, le llegaban largos ramalazos de nostalgia que lograba disipar trayéndola a la memoria. Manuela lo había iniciado en las artes amatorias. Fue en la adolescencia. Vedado por su madre, doña Patricia de la Cruz, una fanática religiosa, el muchacho no conocía aún el placer secreto de la masturbación, y cuando este tema salía a colación de la boca de algunas de las amigas que lo pellizcaban en el patio de la iglesia, era duramente criticado por la madre, quien se había encargado de sellar con una lápida de acero todo lo relativo a los asuntos sexuales, llamándolos “obras de Satanás, el diablo”.

Pero al llegar Manuela a la casa —una negrita enferma de lupus que siempre escondía bajo el aroma a polvo de talco ese otro olor fétido de las supuraciones que brotaban junto con virutas de carne muerta de las heridas casi imperceptibles que le ocasionaba su afección—, todo el panorama cambió por completo para el muchacho. A espaldas de la madre, la negrita se encargó de entrenarlo tras las puertas, en el baño del patio y en la oscuridad de los armarios, en todas las formas y números que había aprendido en el campo, en las veredas rumorosas del río y en los altos pastizales. Por esta razón, de manera inconsciente pero firme, ese hedor a carne muerta, característico de la negrita, lo marcó toda su vida, hasta el punto de que le resultaba difícil, por no decir imposible, tener relaciones con una mujer sin contar con ese necrófilo hedor afrodisíaco.

Cuando el taxi lo dejó frente al edificio, se detuvo un instante a contemplar la luz del día que ya derribaba la sombra del lugar sobre la calle, y se sintió extraño y un poco desorientado a esa hora, porque generalmente llegaba de noche y salía de madrugada. Tomó el ascensor. Mientras abría la puerta del apartamento, escuchó unos gemidos que, al principio, parecían salir de algún rincón del pasillo; después, al entrar, se sintió desconcertado: los gemidos provenían de su habitación. Lo primero que se le ocurrió, después de cerrar la puerta, fue ir a buscar un filoso machete que guardaba en la cocina, por si lo que estaba ocurriendo era un asalto sexual, ya que en esos días había escuchado la noticia de que un violador merodeaba por esa área de El Bronx. Machete en mano, tembloroso, con la frente granulada de sudor, parado delante de la puerta de la habitación, empujó la hoja despacio, cuidando de no hacer ruido; al reconocer al Garfio de espaldas sobre su mujer, palideció; todo el cuarto se saturó de un humo terrorífico. El aire sonaba agrietado de gemidos, de susurros, de monosílabos que crecían como árboles insalvables en el desierto de su conciencia. Transcurrió un instante tan breve como el tiempo que tardó una gota de sudor en rodar por su frente hasta estrellarse contra la franela. Luego, dando un salto salvaje, embistió a su rival de un modo tan brutal que le cortó de cuajo los pies que le sobresalían del borde de la cama. El Garfio Matías, el rostro demudado por la sorpresa, pataleó un largo rato hasta que la falta de sangre lo tendió en un rincón, envuelto en el estropicio de su propio cuerpo, mientras la enfermera, lanzando gritos y puñetazos, presa de angustia y pavor, trataba de detener la furia de su marido.

Poco después, exhausto y abrumado, el camionero Salas desistió de su intento de picar como una zanahoria al intruso. Arrojó, ya sin furia, el arma ensangrentada sobre el piso; se dirigió al baño, se quitó la franela chorreante de sudor y, tras lavarse, la cambió por una camisa de trabajo del armario. Salió dejando tras de sí una estela de silencio. En vez del ascensor, tomó las escaleras. Cada peldaño ganado le parecía como saltar hacia un abismo por donde caería para siempre sin posibilidad alguna de regreso. Caminó varias cuadras hasta la cafetería del chino, donde, después de poner en la vellonera de CD la bachata “Que me la pegue, pero que no me deje”, pidió una cerveza Presidente. El primer trago fue largo y amargo, pero logró enfriarle el pecho, donde su corazón aún latía ansioso de arremeter contra todo.

 

La enfermera Teresa, con una mezcla de recelo y compasión, le dio los primeros auxilios a su seductor. Con un torniquete en las piernas taladas, detuvo la hemorragia. Lo acostó como pudo y le inyectó un calmante hasta poder aclarar sus pensamientos y tomar alguna determinación.

Tres días pasaron antes de que llamaran a la puerta. La enfermera, que ya había retomado su rutina diaria asistiendo al hospital para no levantar sospechas, se sobresaltó de pronto creyendo que era la policía. Al mirar por el ojo mágico se calmó: unos hombres sostenían en hombros a su marido. Abrió y les pidió que lo acostaran en el sofá de la sala. El camionero Salas, vomitada la camisa y noqueado por el alcohol, ahora exhibía en el pecho un tatuaje que rezaba: “Te quiero, Teresa”. Esto removió en lo más íntimo del alma de la enfermera esa brizna de sumisión compasiva con que ella lo había amado a pesar de su impotencia. Lo bañó pasándole una toalla con alcohol, le puso bolsas de hielo en su parte y le hizo beber café amargo. Pero lo que realmente lo hizo reaccionar, después de unos días, fue ese hedor vago y silencioso que provenía de algún lugar del apartamento. Se levantó con mucho esfuerzo y, al abrir el armario, descubrió, ya en estado de descomposición, los pies del Garfio Matías. Su mujer llegaba en ese momento del trabajo cuando el camionero, babeante, la desnudó de un zarpazo y, lanzándola sobre el sofá, la poseyó como nunca lo había hecho. Al terminar, el camionero le confesó su horripilante obsesión por el hedor de los cadáveres, contándole lo de la negrita de su adolescencia. La enfermera halló en esto una salida macabra para la solución del problema, pues el Garfio Matías seguía con vida en la habitación. Acordó con su marido ir destazando el cuerpo de su efímero amante, y después de usar el hedor en las noches amatorias, ella se encargaría de dejar los pedazos, con discreción, en una bóveda vacía de la morgue del hospital.

Así lo hicieron.

Los primeros pedazos del pobre Garfio fueron a parar precisamente al lado de la bóveda donde la policía mantenía helado, en procura de ser reclamado por sus familiares, el cadáver desmembrado de Simón Suárez, encontrado en varios shopping bags en la ribera del río Hudson.


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6 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial y magistral. Así te vislumbro en tu quehacer literario. Felicidades en Cristo Jesús. Orly

Rubén Sánchez Féliz dijo...

Excelente blog, José.

marisa negri dijo...

José:
tu blog llegó luego de una noche tapizada de ladridos y el primer poema caló hondísimo en mí. Seguiré leyendo pero gracias ante todo, por llegar sin querer en el momento justo
un abrazo

Maclovio reloading... dijo...

Don Chepe:

Este cuento ya se lo había leído, pero al reelerlo hoy me puedo enterar que me había perdido de algunos detalles. Creo que cuando uno vuelve a leer un buen cuento, cosa que sucede también con los libros, uno le siente un sabor diferente, como si el cuento al leerlo se volviera a reescribir él mismo.

Bien, gracias por compartir.

Salud!

OBC.

p.d. Si ama la fauna silvestre y respeta la vida animal como son los piojos rasquese con esponja :) ya tú sabe pue como es la vaina

fermant dijo...

Este es uno de tus frutos literarios que es gratificante leer.
Magnífico trabajo.
Felicitaciones.

Antonio Fermín

yaina melissa dijo...

hola jose. cuando vas a subir "tratado de enfermeria" es mi cuento tuyo favorito.