
Cuando toqué el
timbre de la puerta, el corazón se me quería salir de la emoción. Tanto buscar
y buscar y, por fin, había llegado a la casa de mi amada, de la mujer que
siempre había soñado para mí. En la ventana del lado derecho apareció, como un
pan descascarado, el rostro de una anciana. “Vine a hablar con Karen Summer”,
le dije cuando subió el cristal. La vieja desapareció y, segundos después, la
escuché luchar con el picaporte de la puerta. Cuando la tuve frente a mí,
visiblemente perturbado por una extraña excitación, le señalé, nuevamente, el
motivo de mi visita. La mujer, tras retratarme con sus ojitos aguados, sonrió y
me hizo señas de que pasara.
Después
de atravesar un sombrío corredor, llegamos a un saloncito de pinturas baratas
cuyo decorado se parecía al de los cafés. Luego subimos, no con poco trabajo,
por una escalera que se enroscaba en una columna de mármol como una serpiente.
La anciana era alta y torcida, de andar pausado y seguro. Cuando alcanzamos el
ático, en la pared derecha de la sombría estancia, una fotografía donde
aparecía la anciana al lado de mi amada me confirmó que no me hallaba en el
lugar equivocado. Dimos unos pasos y, detrás de una cortina, se abrió una
especie de museo con los más variopintos objetos alusivos a mi hembra:
carteles, encendedores, muñecas de plástico, penes terminados en ese su rostro
que, pese a ser una estrella porno, nunca había perdido la virginidad, la
frescura, la sonrisa sincera que siempre abandonamos al salir de la
adolescencia.
Debo explicar que cuando
digo "la posee", no me refiero al coito común al que nos tiene
acostumbrados el sexo. No, en las actuaciones de Karen Summer, el sexo no
pasaba de ser una pura y simple representación. Y, quizás, esa manera suya de
fingir las relaciones sexuales, esa maravillosa forma de conservar la
virginidad de su himen, de salvaguardarlo de esa podredumbre con la intención
quién sabe de llevarlo puro al amor verdadero, a la verdadera entrega, fue lo
que provocó que me enamorara de ella. Yo, un adolescente, enamorado como un
loco de una mujer de celuloide; comprando, a escondidas de mis padres, una a
una todas sus películas. Y tanto más las veía cuanto mayor era el llamado de mi
corazón a hacerla mía, solo mía.
"Siéntese
allí", me señaló la deteriorada señora cuando la luz del balconcillo nos
mojaba la cara, y luego desapareció lentamente tras la cortina del salón.
Mientras escuchaba sus pasos que se ahogaban escaleras abajo, no pude dejar de
apretar con fuerza los puños para manifestar mi emoción. Por fin, después de
tantos años, había dado con la mujer de mi vida: Karen Summer.
Y la búsqueda no había
sido nada fácil. Era como tratar de descubrir un fantasma en el mundo real.
Pero ese fantasma sí valía la pena. ¿Acaso no se afana uno en procurarse la
mejor mujer para compartir este pedazo de eternidad que llamamos vida? Y Karen
Summer ¿no me había dado muestras más que suficientes de su pureza, ella que
vivía en el lodo sin ensuciarse? Su búsqueda fue difícil. Su nombre, para
empezar, era falso, un simple nombre artístico. Por esa vía no llegaría muy
lejos. Mis primeros intentos de localizarla desembocaron en el fracaso. Nadie,
en el continente americano, se llamaba de esa manera tan exótica, tan hija de
alguna mentalidad trasnochada y sin talento como suele ser la de los
productores de filmes pornográficos. Pero existía un medio: las productoras de
esta clase de películas. Las llamé incansablemente sin que ninguna me diera
pista alguna de su paradero. En muchas ocasiones, vía telefónica, me hice pasar
por un inversionista interesado en su talento. Los tipos se reían y me
colgaban. Envié correspondencia a las más prestigiosas agencias de este género
sin que jamás me respondieran. Al final, cansado, abandoné la búsqueda y dejé
que el tiempo cruzara sobre mí. Con los años me di a la bebida, me convertí en
un hombre solitario y escuché la música de los soundtracks contenidos en
su filmografía, acompañado de una botella de whisky y los recuerdos de mi
hembra. Yo era Onán y ella Afrodita. Sí, Afrodita, capaz de ser a la vez
luminosa y oscura; de reinar en el espacio donde coinciden el placer y la
muerte, el amor y el odio, la voluptuosidad y la traición. Seductora de dioses
y de hombres; patrocinadora de los afeites y la prostitución, pero, en último
término, como si el bien y el mal se perpetuaran en equilibrio, diosa, doblemente
diosa, pura y manchada, eternamente virgen.
Una madrugada, a la hora
en que la nostalgia nos desvela y los recuerdos se concretizan, una llamada
anónima, después de confirmar mi nombre, me dijo: "Si quieres conocer a
Karen Summer, ve a esta dirección". Era increíble. Después de tanto buscar,
al fin, de la manera más simple, había conseguido mi objetivo.
La anciana, como una
sombra que de repente adquiere color, apareció en la puerta del balconcillo. Se
sentó a mi lado y, con manos temblorosas, se dispuso a mostrarme las fotos del
pesado álbum que había traído consigo. Su jadeante respiración denunciaba lo
difícil que había sido para ella subir las escaleras con aquel pesado motete. Y
es que el álbum era de una dimensión ridícula, inmanejable. Cuando abrió la
mano derecha para alisar una de las micas, le vi un tatuaje en la palma que me
paralizó el corazón: la "K" de Karen, invertida como una mariposa.
¿Era también, esta mujer, fanática de mi amada? Por un instante tuve una
terrible sospecha, pero no, yo sabía que aquello no tenía sentido. Le seguí el
juego a mi anfitriona, aburrido, con el único propósito de que el tiempo
pasara.
Aquel álbum era como una
fotonovela: la vida de mi amada, en sus diferentes etapas, se iba mostrando en
aquellos cuadros gastados por el roce del tiempo. Mientras avanzaban las fotos,
todas aburridas, donde se retrataban sonrisas, paisajes y reuniones sociales,
quise con cierta desesperación que aquella película muda terminara. Algo,
quizás la reticencia de la anciana, la oscuridad de la noche que empezaba a
robarse la forma de los objetos o mi ansiedad de ver en persona a mi hembra, me
hacía presentir una extraña sensación de vacío, de vaguedad, como si ese
universo que construí con mi actriz porno estuviera en el borde de un
precipicio a punto de caer o de levantarse.
Cuando aparecieron las
últimas fotos, las afirmaciones cariñosas de la anciana me vaciaron el futuro.
Según sus palabras, Karen Summer había muerto. Y las fotos de su deceso así lo
confirmaban. No sé por qué, como un gesto de comprensión, extendí mis manos y
le acaricié la mejilla. Yo era, y así ella también lo entendía, el último
vestigio de su vida, su último y verdadero fan, la única huella que había
sobrevivido de su efímera fama en el celuloide. Al final el álbum mostraba
algunas cartas amarillentas que yo le había enviado y que jamás pensé que ella había
recibido. Bajé las escaleras y escuché, no sé si llanto o risa, ruidos en el
ático. Karen Summer, mi bella actriz, mi virgen amada, había muerto. Pero yo
sabía que esas fotos habían sido tomadas de su última película, que ella estaba
viva, dentro de un cuerpo demolido, gastado, horrorosamente viejo.
Abrí
la puerta y salí. De entre los rosales del jardín, saqué el bastón que, antes
de tocar el timbre, escondí para tratar de impresionar mejor a mi amada. Luego
caminé, con el alma cansada, por las calles siempre luminosas de Hollywood.
1 comentario:
Un buen texto, no sé por qué me recuerda a Aura, la breve novela de Carlos Fuentes, pero sin el énfasis en el manejo del silencio. De todas maneras, un gran trabajo, como es costumbre de usted.
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