Del libro El enigma del anticuario.
Desconfiando de su traje barato, visible el forro
de satén a través del desgaste en los codos, el ojal de la solapa deshebrado,
los dos mozos vestidos como príncipes encantados lo detuvieron por unos
minutos, lo interrogaron con abierta sorna, y cuando comprobaron con el general
Escarramán la validez de su invitación, lo dejaron pasar al Gran Salón del
Hotel Embajador, donde se celebraba la victoria del Partido Reformista tras
ocho años sin la batuta del poder. Hungría, en cuanto le indicaron la entrada
con el gesto de desprecio con que se espanta a los perros de los banquetes,
pensó: «Tanta mojiganga con la ropa, como si no supieran que el presidente está
ciego».
Al
divisar al fondo la fogata de comensales que le calentaban los oídos a
Balaguer, sonrió y empezó a pasearse por entre los grupos que, como grumos de
leche cortada, manchaban el salón. En uno de ellos encontró a quien andaba
buscando, le hinchó el bolsillo con un racimo de pesos arrugados y sucios y le
dijo: «Ya sabe, coronel Toribio, cuando le toque saludar al presidente, solo
dígale: ¡Acaba de llegar Hungría!; pero dígaselo con mucha admiración, usted
comprende, como si hubiese llegado el presidente de los Estados Unidos». El
coronel se rio, pensando que cuando se llega al poder, cualquier bobería
produce dinero.
Hungría
era de mediana estatura, rostro voluminoso y colgantes papadas. Sus enormes
manos agarrotadas denunciaban los años que llevaba tras el volante de un carro
de transporte urbano, empleo en que había caído después de fracasar en su
intento de terminar una carrera universitaria —cualquiera que fuese—, no por
falta de habilidad e inteligencia, sino porque las necesidades se habían dado a
la tarea de cercarlo hasta el ahogo. Vivía en un barrio de la ciudad de
Santiago, en la misma casa donde había nacido. Bajo la protesta de su mujer y
sus cinco hijos, había vendido el vehículo con el que se sustentaba, para
costear el viaje a la capital, con fe ciega en conseguir un empleo en el nuevo
gobierno.
—Acuérdate
de que yo se lo voy a pedir directamente al Doctor —le bramó a su mujer,
buscando su respaldo.
—Los
políticos, cuando llegan al poder, se olvidan hasta de sus hijos —replicó ella,
enojada—. El esposo de mi hermana se secó durante veinte años en el Partido y
no fue sino tras muchos trajines que consiguió un puestito de mensajero en el
Banco de Reservas. Por ahí anda el pobre en una bicicleta. ¡Despierta, Hungría!
—lo regañó—. ¡Tú nunca has calentado una silla en la organización balaguerista!
Desde que te vean preguntarán qué gallina puso ese huevo.
Hungría
sonrió.
—No
te apures, mujer. Yo sabré sacarle provecho a mi anonimato.
Antes
de entrar al vehículo, fletado para el viaje a la capital, se detuvo a
conversar con un hombre que desyerbaba el jardín de la casa de al lado, para
cuadrar la limpieza del suyo, cubierto de maleza.
—¿Cómo
se llama, amigo? —inquirió Hungría, tras hacer el trato, mientras miraba con
visible estupor el rostro bañado en sudor del hombre.
—Gumersindo
Ramos, para servirle.
—¡Gumersindo! —exclamó Hungría—. ¿Y dónde carajo bautizan a
los niños de ese modo?
—Bueno, el lugar de donde yo soy se volvió agua —dijo el
trabajador, secándose el sudor con el dorso de la mano—. Se llamaba Guanajuma,
quedaba por la sierra. Para hacer la presa de Tavera tuvieron que inundarlo.
Toditos nosotros tuvimos que desgaritarnos para acá, atrás del majarete, usted
sabe.
Cuando
el conductor, de semblante consumido y ojitos vivos y parpadeantes, encendió el
motor y se puso en marcha, Hungría se sumió en una angustiante reflexión que le
hacía mirar de vez en cuando el techo de forro descascarado del auto,
acariciándose la barbilla. Desde que compró la invitación a través de unos
amarres de alguien cercano al general Escarramán, concluyó que su oportunidad
de hablar cara a cara con Balaguer, para pedirle —porque él francamente iba a
pedir—, había llegado. «Yo voy a hablar con el tronco, no con las ramas», se
decía constantemente, tratando de tranquilizar la marea de desconcierto e
incertidumbre que le impedía organizar sus pensamientos.
Como
chofer de transporte urbano, oídos alertas, se la pasaba escuchando a los
pasajeros, o conversando con ellos. Por ello, cuando el conductor le miró con
sus ojitos encendidos a través del retrovisor, como buscándole la boca, Hungría
empezó a regresar de su ensimismamiento, dejándose llevar por el diálogo como
una forma de ahuyentar sus demonios.
—¿Es
la primera vez que va a ver a Balaguer personalmente? —preguntó el conductor.
Hungría,
la mirada fija en los ojillos de fuego, afirmó con la cabeza.
—Quién lo iba a decir —prosiguió el conductor—, Balaguer de
nuevo en el poder. Yo recuerdo que en el setenta y ocho don Antonio barrió el
piso con él en su discurso de toma de posesión. Yo supongo que el dieciséis de
agosto el Gallo Colorao se desquitará.
Hicieron
una parada en Bonao y mientras comían, llamó poderosamente la atención de
Hungría un logo que un hombre de sombrero raído llevaba en una camiseta
amarilla, sucia y rotosa: "Asociación de Campesinos de los Llanos. Unidos
venceremos".
Hungría
era una mariposa maltratada saltando de rama en rama en medio del salón
florecido del hotel Embajador, escuchando en silencio, evaluando rostros,
grabando palabras y gestos, como solía hacer en su trabajo cuando hallaba un
pasajero importante. En sus años de oficio tras el volante había desarrollado
la habilidad de detectar, con un simple vistazo al retrovisor, los rostros
necesitados y los prósperos, los cargados de angustia o rebosantes de
felicidad. Valiéndose de sus capacidades, pudo extirpar de la dentadura de
comensales las muelas cariadas, y curarlas al menos por el momento a cambio de
favores extraños y risibles a los ojos de los escogidos.
Gracias
a esta distribución de dádivas los oídos de Balaguer se fueron llenando de
frases como "Ahora déjeme saludar a Hungría, señor presidente, antes que
el embajador de Francia se lo robe"; "Ese Hungría si se las trae, con
tantas relaciones"; "Todo el mundo está loco con Hungría".
Hungría,
que observaba de lejos, sonreía seguro de que en cualquier momento el vaso se
iba a rebosar; Balaguer no iba a poder resistir más y lo llamaría. Pero el
anciano, encajado plácidamente en un sillón enorme para su figura escuálida,
parecía escuchar sin oír a las sombras que desfilaban ante él, dejando a su
alrededor un halo de lamentaciones. Pasada una hora, Hungría se sentía
inquieto, nervioso. Una noticia que empezó a gatear por los corrillos de
invitados le alargó más el semblante, sacudiéndole el corazón: Balaguer había
ordenado que nadie le pidiera, que estaba cansado de tanto lloro y crujir de
dientes.
Hungría
sintió como si lo hubiesen apuñalado por la espalda. Como un alma en pena, se
dedicó por unos quince minutos a llevarse en el estómago lo que no podía
llevarse en los bolsillos. Probó todas las marcas de vino, leyendo con aire
derrotado las etiquetas que hablaban de cosechas de uvas de lejanos países, y
luego, decidido, se metió en la fila dispuesto a jugarse su última carta. Al
llegar ante el recién electo presidente de la República, Hungría se creció
interiormente, inclinó el cuerpo y se acercó de tal modo a la cara de Balaguer
que el cuerpo de seguridad del mandatario tembló, produciendo un taconeo
nervioso en el salón.
—Ya
sé que usted no quiere que nadie le pida —disparó Hungría, con voz segura—.
Pero yo he venido a pedirle. —Balaguer se encogió en el sillón como un ave de
rapiña bajo una tormenta—. Usted debe de acordarse de que yo le pedí en el
setenta y ocho que le respondiera al discurso ofensivo de Antonio Guzmán. —La
voz de Hungría se coloreó—. Pues yo he venido a pedirle que me dé una tarjeta
para estar al lado suyo cuando usted tome posesión del gobierno, para que me dé
la oportunidad de no morirme sin antes escuchar esa respuesta.
Balaguer
se puso de pie, desconcertando a los presentes, y fue y se abalanzó sobre el
cuerpo macizo de la silueta que apenas divisaba ante él. Al abrazarlo con
visible entusiasmo, le susurró al oído:
—Si
todos tuvieran su nobleza, este país sería un paraíso terrenal.
Hungría
sonrió, mientras notaba los gestos de perplejidad de los comensales.
—¿Cuál es su nombre, compatriota? —se interesó Balaguer.
Los guardias, tras el sillón, se calmaron.
—Hungría
Hernández, presidente de la Asociación de Campesinos Reformistas de Guanajuma,
en la Cordillera Central, con más de cinco mil afiliados.
Balaguer
le palmeó la espalda con un gesto de satisfacción y lo despachó con un breve
discurso sobre la importancia del campesino dominicano. Hungría se alejó, serio
el semblante pero gozoso interiormente. Ahora le faltaba dar el golpe final,
previamente contratado. Por eso, cuando vio al coronel Toribio acercarse al
Doctor para decirle «Tan buen dirigente que es Hungría y aún no lo han colocado
en el gobierno», no se extrañó de que lo vinieran a buscar.
—¿Qué
estaba usted pensando, Hungría? —le dijo Balaguer—. ¡Dejarnos desamparados en
el poder! —Y luego, volviendo el rostro hacia su cuerpo de ayudantes,
sentenció—: Llamen a Rodriguito, para que este compatriota no salga de aquí sin
su nombramiento.
Hungría salió del salón con aire triunfal, abriéndose paso
por entre los rostros turbados, acompañado por dos hombres bien vestidos.
Atravesó el lobby del hotel y sus acompañantes lo guiaron hasta el ascensor.
«Piso 12, suite 12-45; enséñele la tarjeta del Doctor al licenciado Rodríguez»,
le dijeron antes de abandonarlo. Hungría llegó a la puerta señalada. Dentro se
oían voces altas de personas conversando. Tocó y un joven acicalado lo dejó
entrar. La antesala de la suite estaba en penumbra y más adelante, bañada por
una luz suave, semejante a la de los cafés, se abrió ante Hungría el paisaje
que él estaba esperando. Sobre una mesa dispuesta en el centro de la
habitación, nadaban decenas de hojas de nombramiento que a Hungría casi le
sacan las lágrimas. Sentado a la mesa, con el nudo de la corbata suelto y la
camisa desahogada, se afanaba firmando documentos el licenciado Rodríguez,
dueño de un rostro digno de ser canonizado, blanco y pulcro.
—Me
acaban de llamar, don Hungría —dijo sin inflexión en la voz—. Lo hemos nombrado
en el Archivo General de la Nación.
Hungría
enrojeció de furor.
—¡Y
de quién es la ofensa! —gritó—. ¿Acaso me ve la cara de pordiosero? Cuando
llegue a la provincia de Santiago y vean la miseria que me ha dado el Partido,
¿qué cree usted que pensarán los diez mil afiliados del sindicato?
El
rostro de Rodriguito adquirió la palidez de los muertos.
—¡Cálmese,
hombre! —se puso de pie y le pidió que tomara asiento.
—¡No,
licenciado! —se subió Hungría—. Ahora mismo voy a hablar con mi amigo Balaguer.
Esta es una ofensa imperdonable. ¡Imagínese! El licenciado Hungría Hernández
archivando papeles en el cascarón de un edificio.
Hungría
se volvió, decidido a salir, pero el licenciado Rodríguez, en un tono casi
lloroso, le pidió que se quedara, que le perdonara la indelicadeza y que le
diera una idea del puesto en el cual deseaba servirle al país.
Hungría
arrastró con gran ruido una de las sillas y se acomodó, con la expresión
placentera con que solía sentarse en la galería de su casa los días de asueto.
En una mesita cercana reconoció una botella de vino, de las que había degustado
durante la reunión. Preguntó, con aire grandilocuente, si era un Merlot de la
cosecha de 1978, de Bordeaux, una cepa exquisita oriunda del sudoeste de
Francia. El jovencito, al revisar la botella con ojos desencajados, afirmó con
un movimiento nervioso de la cabeza. Hungría se hizo servir una copa, lo olió
con ternura, lo cató con concentrada delicadeza. Poco después, comenzó a
hablar.
*****
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