
El tigre
Cuento
Mamá, esta es la tercera carta
que te escribo desde el lugar donde me tiene escondido el FBI, para jurarte que
no es verdad lo que andan diciendo de mí en el barrio. No sabes la tristeza que
me causó enterarme, a través de Altagracia, que los muchachos del bloque te han
estado llenando la cabeza de basura. Solo espero que esta carta sí llegue a tus
manos para que puedas entender mi súbita desaparición.
SE
DECLARA INOCENTE HOMBRE LIBERÓ TIGRE DE BENGALA
AP
NUEVA
YORK —El hombre que en junio pasado dejó abierta la puerta de seguridad del
territorio del zoológico de El Bronx, donde mantienen en cautiverio a un tigre
de Bengala, se declaró ayer inocente de los cargos que pesan en su contra.
El
zoólogo Carl Jefferson, de 64 años, fue acusado de varios cargos de negligencia
en segundo grado, tras admitir haber dejado en libertad al felino, asegurando
haber obrado a pedido del animal.
Jefferson
declinó la defensa de sus abogados basada en locura temporal, y volvió a
sostener ayer delante del jurado, compuesto por nueve hombres y tres mujeres,
que el tigre de Bengala le pidió “que lo dejara en libertad porque quería
regresar a la India”.
CORTE
SUPREMA DE JUSTICIA
Un
agente de camisa blanca impecable, sin inflexión en la voz pero con cierta
solemnidad, anunció la entrada a la sala del honorable juez Michael Kais. Los
asientos vacíos del courtroom, los rostros largos y somnolientos de los
doce miembros del jurado, junto con el constante tecleo de la flaca y encorvada
escribiente, envolvían la atmósfera en un velo pesado y aburrido.
Ya
llevaban dos semanas discutiendo tecnicismos. Dos semanas que habían logrado
borrar de los asientos a los reporteros que, en principio, se hicieron eco del
extraño caso, y amenazaban, además, con lograr languidecer al juez Kais, el
cual, como una columna, más bien del edificio de la corte que del sistema
judicial, y a fuerza de la costumbre, había adquirido la destreza de dormir con
los ojos abiertos, con una expresión un tanto improbable de atención o de
interés en su rostro afeitado y como pulido a navajazos.
Fue
quizás a causa de ese estado, que se podría calificar de despierta somnolencia,
que el magistrado aceptó —y así lo comprobó la semana siguiente en el reporte
de la taquígrafa— la petición absurda de la barra de la defensa, que ya había
agotado todos sus recursos a favor de su cliente, de traer a la sala del
tribunal al tigre de Bengala para que el jurado tuviera ocasión de confirmar
por sí mismo las declaraciones de su defendido.
Al
honorable juez Kais se le cayó la acicalada mandíbula al escuchar a uno de los
abogados defensores pedir la presencia en la sala del animal. Golpeando
nerviosamente el estrado con el martillo, y pidiendo orden en la sala pese a
que esta observaba un silencio sepulcral, el magistrado exigió una explicación
acerca de la presencia del felino y, tras obtenerla, pidió leer sus propias
palabras en la cinta de la lánguida reportera de la corte. No tuvo más remedio
que aceptar al cuadrúpedo testigo que, luego de entrar con su elástico cuerpo
cubierto de rayas negras sobre un fondo pardo herrumbroso, realizó varias
cabriolas dentro de la jaula, defecó abundantemente como para marcar su nuevo
territorio en tanto miraba al jurado que de repente parecía zafarse de un sueño
profundo, como si en ese instante descubriera que se hallaba en una sala de la
corte, en un proceso judicial y ante un juez.
Todo
ocurrió el verano pasado, mamá, en un juicio que se le seguía a un viejo que
dejó escapar del zoológico de El Bronx a un tigre de Bengala y en el cual serví
de jurado. Fue un acontecimiento que pasó un tanto desapercibido por los medios
de comunicación, pero ya le pedí a Altagracia que te lleve como prueba los
artículos que se publicaron a raíz de la liberación del animal, que por suerte
fue atrapado enseguida en los muelles del sur del condado, tratando, al
parecer, de colarse en uno de los barcos mercantes.
Pasamos
muchas horas aburridos, escuchando las declaraciones del acusado. El tipo, en
principio, me pareció un caso psiquiátrico, pues nunca cejó en afirmar que el
tigre le había hablado. Porque de eso se trata, mamá, de un tipo que juraba que
un animal de la selva, de esos que salen en la televisión, había conversado con
él con palabras humanas y le había pedido que lo dejara regresar a su tierra, a
la India.
Yo
sé que esto te suena a historieta barata, a una especie de doctor Doolittle,
pero recuerda que yo nunca te mentiría, mamá, y menos conociendo de sobra tu
estado de salud.
—Señor
Carl Jefferson, ¿podría usted darnos sus generales para ilustración del jurado?
—Con
gusto: mi nombre es Carl Louis Jefferson; nací en California el 17 de abril de
1936. Casado, tres hijos; una maestría en Veterinaria por la Universidad de
Columbia de la ciudad de Nueva York y un doctorado en Zootecnia por la
Complutense de Madrid.
—¿Cuántos
años ha trabajado en el Zoológico de El Bronx?
—Siete.
—¿Podría
usted explicarnos qué sucedió el pasado 14 de junio?
—Eran las doce del mediodía
cuando escuché aquella voz mezclada con cortos gruñidos. Yo me encontraba cerca
del área del zoológico seccionada con altas vallas, especialmente construida
para el tigre de la India, que el parque había adquirido dos años atrás. Al
principio pensé que el felino tenía atrapado a algún visitante, y que, además,
por los gruñidos, lo estaba devorando. Debo reconocer, empero, que aquella voz
no era, ni expresaba, pedido alguno de auxilio. Luego, al observar a través de
los visillos de la valla, me encontré con tamaña sorpresa: el tigre de Bengala
era el que hablaba, y me hablaba a mí.
—¿Hablaba
como una cotorra, como un papagayo?
—No;
esas clases de aves no hablan: imitan sonidos humanos. El tigre de Bengala me
habló como yo le estoy hablando a usted en este momento.
—No
más preguntas, su señoría.
El
abogado de la defensa utilizó todos los medios a su alcance para intentar
convencernos de que el doctor había cometido un acto de amor por los animales.
Muchos de los compañeros del jurado, desde la primera reunión que sostuvimos en
privado, ya habían decidido su veredicto: culpable. Y era que todas las
pruebas, además del sentido común, así lo señalaban. Pero, mamá, el día que
trajeron a la bestia a la sala, todo cambió. Aunque no lo creas, madrecita del
alma, te lo juro por la Virgen de la Altagracia, el tigre de Bengala, después
de quedarse mirando al acusado largamente, como dominado por una tristeza
infinita, habló. El felino se expresó coherentemente, con la serenidad y la
sutil inflexión admonitoria con que suelen hablar los clérigos durante la
homilía. El juez sufrió un colapso; cayó patas arriba, distrayendo por un
instante el monólogo del animal que, apoyando las garras en los barrotes, solo
le dirigió una mirada amarilla e indiferente, como si viera en la acción del
juez a un conejo escabullirse dentro de una madriguera.
La
taquígrafa enderezó su joroba, miró hacia todos lados como tratando de
descifrar el origen de aquella voz subyugante y pausada, pegó el grito en el
cielo y quiso salir huyendo de la sala sacudiendo los brazos hacia el techo y
gritando incoherencias. Un policía de la corte, indeciso entre cumplir con su
deber o escapar también de aquello, a todas luces inefable, la detuvo un
instante hasta que los dos, tomados de la mano como dos novios que corren por
los pasillos de un barco que se hunde, se dieron a la fuga sembrando el terror
en todo el edificio. No fue sino hasta que un grupo de uniformados entró
abruptamente en la sala, que el animal guardó un silencio casi humano y luego,
cuando la atmósfera se distendió, empezó a emitir los gruñidos propios de su
naturaleza.
Al
otro día me fueron a buscar a mi apartamento, mamá. Era el FBI. Por razones de
seguridad, las personas que presenciaron el inusual acontecimiento tenían que
ser sometidas a tratamiento psiquiátrico. Después de un mes en una clínica, nos
obligaron a escondernos de la sociedad, bajo el programa de protección de
testigos del Buró Federal de Investigaciones. Ya llevo dos años viviendo en un
sitio de donde solo se ve, desde mi ventana, un inmenso campo de algodón,
varios terraplenes y el hilo resplandeciente de un río lejano. Tenemos salidas
restringidas y todos los meses aceptan que nos visite una persona. Altagracia
ya ha venido dos veces. Es con ella con quien te envío esta carta, mamá, para
que no creas lo que dicen los muchachos del bloque, que dizque a mí me
sentenciaron a cadena perpetua por traficante de droga. Yo sé que tú no les vas
a creer esas mentiras a esos desgraciados, porque sabes que nunca te mentiría,
y menos en el estado en que te encuentras.
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derecho del blog.
3 comentarios:
Estimado José: Van mis felicitaciones por tu blog.
Un abrazo desde Santiago de Chile,
Lilian Elphick.
Gracias Lilian
J. A.
Hola jose,
sobre tu cuento "El Tigre" quiero decirte que me gustó mucho y que ademas deja una buena moraleja.
muchas Felicidades desde santiago, Republica Dominicana Wilton Curiel (Diego)
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