
Con la tensa quietud de quien
duerme en la rama de un árbol o al borde de un abismo, Torrijos estaba
entregado a un sueño reparador. De súbito, como si sintiera brasas bajo el
cuerpo, dio un giro brusco sobre la cama y tropezó con un objeto extraño que le
hizo despertar con un sobresalto. En la habitación ya se había instalado el
olor cáustico y espeso a incienso y aceites aromáticos que ascendía de la
botánica del piso bajo. Eran las siete, dedujo por el olor; hora de prepararse
para ir a trabajar. Se envolvió en el cobertor y fue a encender la bombilla.
Allí, sobre los pliegues de la cama, a un palmo de la almohada, apareció un
libro. Un libro grande, como una bandeja, de cubierta negra y unas letras tan
pequeñas que Torrijos no se molestó en leer. «Paula lo habrá olvidado allí», se
dijo, y corrió al baño.
A
las siete y cuarenta y cinco, ya Torrijos se había puesto su ropa de primavera:
una camisa de paño crema, pantalón de algodón azul oscuro y corbata floreada.
La chaqueta negra y el pelo revuelto le daban la apariencia de empresario
moderno o de estudiante rebelde. En el espejo de la habitación, aparte de su
rostro pequeño y saludable, se reflejaba el libro, como un hueco oscuro y
siniestro en el lecho sin tender.
Torrijos
abrió un cajón de la cómoda y sacó sus espejuelos, el reloj de pulsera y un
teléfono celular que se ajustó al cinto como un cuchillo de explorador. Por un
instante, mientras se abrochaba el reloj, pensó en llamar a Paula, pero luego
se contuvo. Si Paula necesita el libro, pensó, ella sabe dónde encontrar las
llaves.
Cuando
abrió la puerta de salida, lo asaltó una fragancia penetrante de detergente
para pisos que le empezó a cosquillear en la nariz y le hizo estornudar.
Escuchó unos pasos por la escalera mientras estaba de espaldas, entretenido en
la tarea de cerrar los tres llavines de la puerta. Al volverse, escuchó la
metralla y sintió cómo el plomo, como puñetazos, le atravesaba el pecho.
Torrijos cayó al piso y, al girarse de dolor, sintió un cuerpo extraño sobre la
cama: era el libro. Ya no tenía que encender la bombilla para saberlo y se
alegró en extremo de percibir, ahora sin duda despierto, el olor quemante y
sólido que impregnaba la habitación cuando los dueños de la botánica del primer
piso encendían incienso y empezaban a preparar los baños para la suerte y el
amor.
Después
de un aseo reconfortante que le hizo echar a un lado la aterradora pesadilla,
escogió de nuevo la corbata de flores amarillas y rojas, en honor de los olores
de sus vecinos, y salió con premura sin reparar en el libro, al que solo le
dedicó una mirada exenta de curiosidad mientras bostezaba ante el espejo.
Cuando
estaba ocupado con las cerraduras, ya no le cupo la menor duda de que los pasos
en la escalera eran del conserje que, madrugador, trapeaba los pasillos con
desinfectante barato. Al volverse, su cuerpo fue zarandeado por la descarga,
pero esta vez, al abrir los ojos sobre la cama, tras pegar un grito de
verdadera sorpresa y pánico, le consoló la idea de haber vislumbrado una sombra
azul, con destellos lumínicos, que se perfilaba en el pasillo entre un vapor
nebuloso.
Torrijos,
al contrario de la ocasión anterior, esta vez se despertó —porque ahora estaba
completamente seguro de haberse despertado— por la explosión de espanto de sus
gritos, y no por la incómoda presencia del libro, el cual buscó primero a
tientas, en la penumbra, y luego con la bombilla encendida, sin dar con él.
La
no aparición del libro le infundió a Torrijos cierta tranquilidad, pero no
tanta como para no tomar precauciones contra el asesino de la pesadilla, ya que
experimentar la muerte era lo bastante aterrador como para volver a entregarse
a ella. «¿Y si el sueño era una señal? —pensó, con un repentino estremecimiento
de horror—. ¿Si en la vida real, alguien, quizás un cliente inconforme de la
agencia, me estuviera esperando para matarme?». Torrijos caviló unos instantes
y luego se levantó, descorrió la cortina de la ventana hacia la calle, la de la
escalera de incendios, y miró a través de los protectores metálicos. Eran las
siete y quince minutos de la mañana y el vecindario recobraba la vida. Mujeres
empujando coches de bebés, automóviles circulando por la calle, trabajadores
con pasos apremiantes. Torrijos hasta quitó el seguro de la reja, la plegó un
poco y a continuación levantó un par de pulgadas el cristal de la ventana. El
ruido de la calle, el aroma más intenso de la botánica, el aire primaveral que
invadió la habitación como un payaso invisible cargado de artilugios festivos
le arrancaron un suspiro de satisfacción. No obstante, después del rito diurno
mediante el cual se preparaba para salir al trabajo, no dudó en usar la
escalera de incendios para alcanzar la calle como medida de prevención.
No
bien llegó a la agencia, llamó a Paula y le preguntó por el libro. «No,
Gabriel, ni siquiera tengo un libro que responda a esa descripción». Paula era
una estudiante mexicana que le hacía la limpieza, de vez en cuando le preparaba
cena, y los fines de semana se acostaba con él. Era una mujer pequeña y ágil,
de rasgos indígenas y sonrisa triste, que había cruzado el río Bravo con el
anhelo de ser enfermera. Torrijos la conoció en la agencia, en estado
lamentable, y la ayudó a establecerse en el país, procesando su solicitud de
residencia sin cobrarle un centavo, en la cual se puso como empleador.
Andrea,
su asistente en el negocio, una joven esbelta, de semblante infantil y porte
arrogante, se espantó con la pesadilla que le relató Torrijos con lujo de
detalles y le juró que nadie, ninguno de los clientes, se había quejado de su
trabajo. Pero Torrijos no se confió. A las seis de la tarde salió de la agencia
por un callejón paralelo al local, sorteando botes de basura, y en la primera
tienda que encontró en su camino compró una boina gris, una chaqueta azul del
equipo de pelota de los Yankees de Nueva York y un bastón. Antes de entrar en
el edificio, esperó que la acera se despejara y en el vestíbulo, que se veía
desde afuera, no hubiera un alma. Entró con la rapidez y el sigilo de una rata
que atraviesa un salón de baile en plena actividad, sin detenerse a revisar el
buzón de correo, y subió a grandes zancadas por la escalera. Abrió la puerta
casi a ciegas, con el rostro vuelto hacia el punto en donde había surgido el
asesino, y al entrar se llevó el susto de su vida al encontrar a una persona en
el apartamento. Era Paula, quien a su vez pegó un grito de pavor al no
reconocerlo con el atuendo que llevaba puesto.
—Pareces
un ladrón —le dijo ella.
—Peor
es que parezca un muerto —dijo Torrijos, y mientras se quitaba la ropa le contó
el sueño.
Esa
noche Paula tenía que asistir a la universidad, por lo que Torrijos, que
hubiera preferido que se quedara con él hasta el día siguiente, no le
exteriorizó su deseo y la dejó que se marchara después de cenar, en el momento
en que se escuchaban, a través de las ventanas de la sala, el chirrido de las
puertas corredizas de los establecimientos comerciales cercanos, que apagaban
con ello la vida del vecindario. Torrijos esperó hasta muy tarde, ante la
televisión encendida y con la mirada ausente, para entrar en el dormitorio. Sin
un plan preconcebido ni razones sustanciales, se había propuesto demorar lo más
posible el momento de irse a dormir. Cuando lo venció el cansancio, se dio un
baño tibio, se secó y revisó luego, palmo a palmo, la cama, aun bajo las
almohadas. Más confiado, se acostó, vestido solo con un calzoncillo.
Giró
bajo la sábana y, al tropezarse con —ya era obvio— el libro, sufrió un
estremecimiento. Saltó como enloquecido, partiendo a manotazos la fragancia
espesa de la botánica, y encendió la luz. Allí, sobre la cama, entre los
pliegues, como un agujero, se apreciaba el libro, y Torrijos, con ahogos de
turbación, huyó hacia la sala como si en su dormitorio se hubiese desatado un
incendio. Estaba despierto dentro de un sueño, analizó más calmado mientras
veía la mañana encender los ventanales, y lo peor era lo que seguía a
continuación: el asesino de la escalera, su asesino.
Paseándose
de un lado a otro con la cabeza inclinada, Torrijos, con cuyo pragmatismo en el
mundo real se había hecho propietario de un negocio sorteando con ingenio de
prestidigitador el asedio de sus acreedores, ahora, mirando la situación desde
otro ángulo, no podía despreciar el caudal de beneficios que ese estado de
lucidez le podría brindar. «Estar despierto en un día que de seguro se repetirá
mañana es sumamente ventajoso», se le ocurrió de repente. «¿Y si descubro los
números de la lotería antes de que se realice el sorteo? Si me adelanto a las
carreras de caballos, a los partidos de béisbol, ¿no me haría rico con las
apuestas?». Por un momento, su mente le dio un vuelco y, aunque tenía sus
reservas sobre la veracidad de su teoría, sonrió rebosante de felicidad.
Regresó a la habitación y, tomando el libro, lo besó, pues este representaba la
señal inequívoca de que se hallaba en un sueño. Fue tanto su entusiasmo que
Torrijos, por primera vez, reparó en él, lo tomó y leyó el título de la
cubierta: Tratado de Enfermería. Pero en ese instante, al analizar el
título, lo fulminó la duda. ¿Y si ese tratado de enfermería fuera de Paula y
no, como él suponía, el libro de su sueño? Torrijos estaba seguro de haber
inspeccionado la cama antes de acostarse, pero ¿lo había hecho dormido o
despierto? Solo había una manera de saberlo: salir a la calle; ir a la agencia.
De todos modos, se hacía tarde: eran casi las ocho. Descorrió la cortina y vio
el bullir de la primavera en la vía pública. Se vistió y, precavido, volvió a
salir por la escalera de incendios.
Después de bajar a la calle,
caminó hacia la estación de autobuses, pero movido por la curiosidad, volvió
sobre sus pasos y se detuvo frente al edificio donde se hallaba su residencia.
Por un momento se sintió ridículo, esperando a alguien que, si en ese momento
saliera, él jamás podría reconocer. Como llevaba puesto el disfraz del día
anterior, se armó de valor y franqueó la entrada. Un escalofrío le invadió el
cuerpo cuando vio, de espaldas, pistola en manos, apuntando hacia su puerta, a
un agente de policía. Ya no existía forma de haberse equivocado: estaba
durmiendo o, dicho de otro modo, estaba despierto y en su sueño un hombre lo
estaba esperando para matarlo. El resplandor del detergente barato, una mezcla
de extracto de pino y trementina, le provocó un estornudo que apenas pudo
ahogar con las manos. El policía se volvió y le hizo señas de que guardara
silencio y se alejara del lugar. Después de una larga espera que a Torrijos se
le antojó absurda y desesperante, el agente guardó el arma, bajó las escaleras
y salió. Torrijos lo siguió.
Por
espacio de unos diez minutos, el uniformado caminó pensativo por la acera de la
avenida y luego se detuvo en una parada de autobuses. A fin de guardarse de ser
identificado, Torrijos se paró a una distancia prudente. Cuando el vehículo
llegó, Torrijos tuvo que correr un poco para tomarlo. Durante todo el trayecto,
el policía permaneció de pie cerca de la puerta trasera, con expresión lejana,
visiblemente ansioso. De vez en cuando miraba por las ventanillas para
informarse sobre las calles que el autobús iba dejando atrás.
Más
tarde, al apearse del vehículo detrás de su perseguido, con los ojos
desencajados, mezcla de contrariedad y estupor, Torrijos tuvo que rendirse a
una terrible evidencia: el uniformado se dirigía a su negocio. «Me anda
buscando para matarme», se dijo, y esperó que el homicida del uniforme azul
entrara y saliera de la agencia, acto que duró pocos minutos. La persecución
continuó hasta que Torrijos decidió enfrentar a su asesino. No tenía nada que
perder, consideró por el camino, pues si el policía le disparaba lo único que
podía suceder era que despertase en su habitación. Por consiguiente, cuando lo
vio entrar en un restaurante, pedir un café y sentarse a una mesa, Torrijos se
quitó la boina, puso el bastón sobre la mesa, frente al uniformado, y dijo:
—Si
no me equivoco, usted me anda buscando.
El
policía se levantó, contrariado. Al rozar la mesa, el café se derramó un poco.
Torrijos continuó con gesto desafiante.
—Ya
van dos veces que usted va a mi casa y me dispara, y quiero saber la razón.
—No
sé de qué me habla —dijo el uniformado, retornando al asiento—. Pero cuídese de
mí, Torrijos. Yo no voy a esperar a que la justicia le cobre lo que usted le
hizo a mi novia. ¡Se lo aseguro!
Ante
aquellas palabras, Torrijos lanzó un suspiro de hastío, de impotencia. El tono
resuelto del uniformado anulaba cualquier intento de persuasión, y Torrijos
entendió que cada mañana lo encontraría ante su puerta con el único propósito
de arruinarle el sueño. Ni siquiera se molestó en explicarle que, en ese
momento, él, el policía, en cuya placa se leía: "Martínez", era un
ser ficticio, un personaje de una pesadilla, que posiblemente no contaba con un
refugio en el mundo real. Tampoco quiso indagar sobre la acusación que existía
contra él, pues, según temía, el saberlo podría abrir un cauce desconocido
dentro de su sueño, un camino sinuoso y probablemente más difícil de evadir que
el que le ofrecía cada día el uniformado a la salida de su vivienda. No;
Torrijos no quería saber nada. A Torrijos solo le interesaba sacarle provecho a
su estado de lucidez. Por eso se levantó de improviso para internarse en la
ciudad, aceptando a su perseguidor como el durmiente acepta sin remedio el
timbre del reloj despertador.
Esta
vez Torrijos, tras levantarse y dar unos pasos, sintió como si le patearan el
trasero. La descarga de balas lo impulsó y, en su caída, también se fueron al
piso dos mesas y cuatro sillas. Cuando se giró, con dolores punzantes en las
costillas, el libro estaba ahí y Torrijos se alegró de haberse alejado de esa
manera tan abrupta del restaurante. Aspiró con delirio el olor, en otro tiempo
repulsivo, que emanaba de la botánica, se vistió con su corbata floreada y
salió a la calle por la escalera de incendios.
En
la agencia se sintió henchido de emoción. Estaba dormido y, dentro de su sueño,
la realidad aparecía tan concreta y desnuda como en la vida real. Al mirar por
los cristales de la agencia, le pareció que el mundo que hervía afuera estaba
en sus manos, porque él, Torrijos, podía hacer lo que le viniese en gana y solo
tenía que darse un disparo para despertar. Para confirmarlo, para estar seguro
de que suicidándose podía regresar a su habitación, Torrijos abrió la puerta de
la agencia y se lanzó sobre los autos de la avenida. Y ahí estaba el libro de
nuevo, negro y noble como un cofre antiguo, sobre la cama.
Torrijos
volvió a vestirse, salió evitando al loco de la escalera, y al llegar a la
agencia le pidió a Andrea, su asistente, que le echara el seguro a la puerta.
En un arrebato de éxtasis, inflado de gozo por ese espacio donde se sabía amo y
señor, Torrijos tomó el revólver que ocultaba en el archivo de la oficina, y llamó
a Andrea, a su linda empleadita, jugosa y perfumada como una fruta madura. Le
apuntó en la cabeza y le ordenó que se desnudara, despacio, pétalo a pétalo.
Andrea obedeció horrorizada, sin comprender, y se dejó penetrar por el jefe
lanzando espumarajos de dolor. Torrijos la abandonó en el piso, temblando de
pavor, en un mar de sollozos, como un pato salvaje, herido de muerte, que nunca
podría entender la súbita explosión que lo ha derribado del cielo.
Torrijos
salió a la calle satisfecho, dando saltos infantiles, como el niño que descubre
el mecanismo de su nuevo juguete, y anduvo por la ciudad embriagado de poder,
enardecido de felicidad. Llegó al edificio con el revólver en los bolsillos,
deseoso de que el policía aún estuviera allí para despertarlo a plomazos. Al no
hallarlo, subió a su apartamento a ponerse su mejor traje. Hoy, sin pérdida de
tiempo, asistiría a las carreras de caballos. Torrijos aún fruncía la boca,
silbando una melodía, cuando llamaron bruscamente a la puerta. Miró por el ojo
mágico: era el loco de Martínez, quien esta vez le ordenaba que abriera, que
tenía una orden de aprehensión en su contra por violación, que se entregara sin
oponer resistencia. Torrijos abrió y le vació el revólver al tiempo que le
gritaba: «¡Es para que despiertes, policía loco, para que despiertes!».
Torrijos lo vio caer al piso con la palabra "maldito" taponándole la
garganta. Cerró la puerta y volvió a la habitación para terminar de vestirse.
Pero, en ese momento, algo totalmente nuevo, inesperado, sucedió. El celular
empezó a timbrar. Una y otra vez, con insistencia. Torrijos lo tomó más con
miedo que con curiosidad y, al escuchar la voz, sufrió un colapso. Era Paula,
la estudiante mexicana, que lo llamaba para decirle que había olvidado un libro
sobre la cama la tarde anterior, un "tratado de enfermería".
Torrijos
despertó en el cuartel de policía con una expresión de espanto tal que quien lo
veía podía jurar que el prisionero había escapado de las regiones del infierno.
El proceso judicial fue lento, demasiado lento para un espíritu aturdido, y
concluyó con una sentencia terrible, aunque para Torrijos, por largo tiempo
esperada: la pena de muerte por violación y asesinato en primer grado. Torrijos
nunca cambió su expresión de espanto, que, con los años en prisión, le desplomó
la mandíbula, le provocó segregaciones involuntarias de los lagrimales por
mantener, incluso durmiendo, los ojos desorbitados, y le llenó el rostro de
escamas sanguinolentas y la cabeza de un cabello ralo y algodonoso. Al caminar
por el pabellón de la muerte, sonrió, no de felicidad, sino de ironía: era la
primera vez que iba a experimentar la muerte, la verdadera, concreta y cierta
muerte, de donde estaba seguro jamás regresaría.
El
enfermero tardó un buen rato en hallarle las venas. Torrijos era una piltrafa
de lo que había sido, acostado en una camilla como un cuerpo disecado,
sintiéndose observado por miradas de odio y de terror. Cuando dieron la orden y
el veneno inició su daño, Torrijos, con gran esfuerzo, se giró. Quería ver los
rostros, los ojos, las miradas de sus verdugos. Apenas se movió, sintió un
cuerpo extraño sobre la cama: era el brazo extendido de una mujer.
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derecho del blog.
3 comentarios:
José!
Un saludo de un admirador, que espero también sea un buen amigo. Excelente el blog y el cuento.
Máximo.
Gracias Maximo, la admiracion es mutua y la amistad es perpetua.
Jose Acosta
Este cuento me ha dejado sin aliento y con muchas ganas de soñar. Gracias José.
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