sábado, 19 de diciembre de 2009

Tratado de enfermería (cuento)


(Sueño: Pablo Wizenberg)


Con la tensa quietud de quien duerme en la rama de un árbol o al borde de un abismo, Torrijos estaba entregado a un sueño reparador. De súbito, como si sintiera brasas bajo el cuerpo, dio un giro brusco sobre la cama y tropezó con un objeto extraño que le hizo despertar con un sobresalto. En la habitación ya se había instalado el olor cáustico y espeso a incienso y aceites aromáticos que ascendía de la botánica del piso bajo. Eran las siete, dedujo por el olor; hora de prepararse para ir a trabajar. Se envolvió en el cobertor y fue a encender la bombilla. Allí, sobre los pliegues de la cama, a un palmo de la almohada, apareció un libro. Un libro grande, como una bandeja, de cubierta negra y unas letras tan pequeñas que Torrijos no se molestó en leer. «Paula lo habrá olvidado allí», se dijo, y corrió al baño.

A las siete y cuarenta y cinco, ya Torrijos se había puesto su ropa de primavera: una camisa de paño crema, pantalón de algodón azul oscuro y corbata floreada. La chaqueta negra y el pelo revuelto le daban la apariencia de empresario moderno o de estudiante rebelde. En el espejo de la habitación, aparte de su rostro pequeño y saludable, se reflejaba el libro, como un hueco oscuro y siniestro en el lecho sin tender.

Torrijos abrió un cajón de la cómoda y sacó sus espejuelos, el reloj de pulsera y un teléfono celular que se ajustó al cinto como un cuchillo de explorador. Por un instante, mientras se abrochaba el reloj, pensó en llamar a Paula, pero luego se contuvo. Si Paula necesita el libro, pensó, ella sabe dónde encontrar las llaves.

Cuando abrió la puerta de salida, lo asaltó una fragancia penetrante de detergente para pisos que le empezó a cosquillear en la nariz y le hizo estornudar. Escuchó unos pasos por la escalera mientras estaba de espaldas, entretenido en la tarea de cerrar los tres llavines de la puerta. Al volverse, escuchó la metralla y sintió cómo el plomo, como puñetazos, le atravesaba el pecho. Torrijos cayó al piso y, al girarse de dolor, sintió un cuerpo extraño sobre la cama: era el libro. Ya no tenía que encender la bombilla para saberlo y se alegró en extremo de percibir, ahora sin duda despierto, el olor quemante y sólido que impregnaba la habitación cuando los dueños de la botánica del primer piso encendían incienso y empezaban a preparar los baños para la suerte y el amor.

Después de un aseo reconfortante que le hizo echar a un lado la aterradora pesadilla, escogió de nuevo la corbata de flores amarillas y rojas, en honor de los olores de sus vecinos, y salió con premura sin reparar en el libro, al que solo le dedicó una mirada exenta de curiosidad mientras bostezaba ante el espejo.

Cuando estaba ocupado con las cerraduras, ya no le cupo la menor duda de que los pasos en la escalera eran del conserje que, madrugador, trapeaba los pasillos con desinfectante barato. Al volverse, su cuerpo fue zarandeado por la descarga, pero esta vez, al abrir los ojos sobre la cama, tras pegar un grito de verdadera sorpresa y pánico, le consoló la idea de haber vislumbrado una sombra azul, con destellos lumínicos, que se perfilaba en el pasillo entre un vapor nebuloso.

Torrijos, al contrario de la ocasión anterior, esta vez se despertó —porque ahora estaba completamente seguro de haberse despertado— por la explosión de espanto de sus gritos, y no por la incómoda presencia del libro, el cual buscó primero a tientas, en la penumbra, y luego con la bombilla encendida, sin dar con él.

La no aparición del libro le infundió a Torrijos cierta tranquilidad, pero no tanta como para no tomar precauciones contra el asesino de la pesadilla, ya que experimentar la muerte era lo bastante aterrador como para volver a entregarse a ella. «¿Y si el sueño era una señal? —pensó, con un repentino estremecimiento de horror—. ¿Si en la vida real, alguien, quizás un cliente inconforme de la agencia, me estuviera esperando para matarme?». Torrijos caviló unos instantes y luego se levantó, descorrió la cortina de la ventana hacia la calle, la de la escalera de incendios, y miró a través de los protectores metálicos. Eran las siete y quince minutos de la mañana y el vecindario recobraba la vida. Mujeres empujando coches de bebés, automóviles circulando por la calle, trabajadores con pasos apremiantes. Torrijos hasta quitó el seguro de la reja, la plegó un poco y a continuación levantó un par de pulgadas el cristal de la ventana. El ruido de la calle, el aroma más intenso de la botánica, el aire primaveral que invadió la habitación como un payaso invisible cargado de artilugios festivos le arrancaron un suspiro de satisfacción. No obstante, después del rito diurno mediante el cual se preparaba para salir al trabajo, no dudó en usar la escalera de incendios para alcanzar la calle como medida de prevención.

No bien llegó a la agencia, llamó a Paula y le preguntó por el libro. «No, Gabriel, ni siquiera tengo un libro que responda a esa descripción». Paula era una estudiante mexicana que le hacía la limpieza, de vez en cuando le preparaba cena, y los fines de semana se acostaba con él. Era una mujer pequeña y ágil, de rasgos indígenas y sonrisa triste, que había cruzado el río Bravo con el anhelo de ser enfermera. Torrijos la conoció en la agencia, en estado lamentable, y la ayudó a establecerse en el país, procesando su solicitud de residencia sin cobrarle un centavo, en la cual se puso como empleador.

Andrea, su asistente en el negocio, una joven esbelta, de semblante infantil y porte arrogante, se espantó con la pesadilla que le relató Torrijos con lujo de detalles y le juró que nadie, ninguno de los clientes, se había quejado de su trabajo. Pero Torrijos no se confió. A las seis de la tarde salió de la agencia por un callejón paralelo al local, sorteando botes de basura, y en la primera tienda que encontró en su camino compró una boina gris, una chaqueta azul del equipo de pelota de los Yankees de Nueva York y un bastón. Antes de entrar en el edificio, esperó que la acera se despejara y en el vestíbulo, que se veía desde afuera, no hubiera un alma. Entró con la rapidez y el sigilo de una rata que atraviesa un salón de baile en plena actividad, sin detenerse a revisar el buzón de correo, y subió a grandes zancadas por la escalera. Abrió la puerta casi a ciegas, con el rostro vuelto hacia el punto en donde había surgido el asesino, y al entrar se llevó el susto de su vida al encontrar a una persona en el apartamento. Era Paula, quien a su vez pegó un grito de pavor al no reconocerlo con el atuendo que llevaba puesto.

—Pareces un ladrón —le dijo ella.

—Peor es que parezca un muerto —dijo Torrijos, y mientras se quitaba la ropa le contó el sueño.

Esa noche Paula tenía que asistir a la universidad, por lo que Torrijos, que hubiera preferido que se quedara con él hasta el día siguiente, no le exteriorizó su deseo y la dejó que se marchara después de cenar, en el momento en que se escuchaban, a través de las ventanas de la sala, el chirrido de las puertas corredizas de los establecimientos comerciales cercanos, que apagaban con ello la vida del vecindario. Torrijos esperó hasta muy tarde, ante la televisión encendida y con la mirada ausente, para entrar en el dormitorio. Sin un plan preconcebido ni razones sustanciales, se había propuesto demorar lo más posible el momento de irse a dormir. Cuando lo venció el cansancio, se dio un baño tibio, se secó y revisó luego, palmo a palmo, la cama, aun bajo las almohadas. Más confiado, se acostó, vestido solo con un calzoncillo.

Giró bajo la sábana y, al tropezarse con —ya era obvio— el libro, sufrió un estremecimiento. Saltó como enloquecido, partiendo a manotazos la fragancia espesa de la botánica, y encendió la luz. Allí, sobre la cama, entre los pliegues, como un agujero, se apreciaba el libro, y Torrijos, con ahogos de turbación, huyó hacia la sala como si en su dormitorio se hubiese desatado un incendio. Estaba despierto dentro de un sueño, analizó más calmado mientras veía la mañana encender los ventanales, y lo peor era lo que seguía a continuación: el asesino de la escalera, su asesino.

Paseándose de un lado a otro con la cabeza inclinada, Torrijos, con cuyo pragmatismo en el mundo real se había hecho propietario de un negocio sorteando con ingenio de prestidigitador el asedio de sus acreedores, ahora, mirando la situación desde otro ángulo, no podía despreciar el caudal de beneficios que ese estado de lucidez le podría brindar. «Estar despierto en un día que de seguro se repetirá mañana es sumamente ventajoso», se le ocurrió de repente. «¿Y si descubro los números de la lotería antes de que se realice el sorteo? Si me adelanto a las carreras de caballos, a los partidos de béisbol, ¿no me haría rico con las apuestas?». Por un momento, su mente le dio un vuelco y, aunque tenía sus reservas sobre la veracidad de su teoría, sonrió rebosante de felicidad. Regresó a la habitación y, tomando el libro, lo besó, pues este representaba la señal inequívoca de que se hallaba en un sueño. Fue tanto su entusiasmo que Torrijos, por primera vez, reparó en él, lo tomó y leyó el título de la cubierta: Tratado de Enfermería. Pero en ese instante, al analizar el título, lo fulminó la duda. ¿Y si ese tratado de enfermería fuera de Paula y no, como él suponía, el libro de su sueño? Torrijos estaba seguro de haber inspeccionado la cama antes de acostarse, pero ¿lo había hecho dormido o despierto? Solo había una manera de saberlo: salir a la calle; ir a la agencia. De todos modos, se hacía tarde: eran casi las ocho. Descorrió la cortina y vio el bullir de la primavera en la vía pública. Se vistió y, precavido, volvió a salir por la escalera de incendios.

Después de bajar a la calle, caminó hacia la estación de autobuses, pero movido por la curiosidad, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al edificio donde se hallaba su residencia. Por un momento se sintió ridículo, esperando a alguien que, si en ese momento saliera, él jamás podría reconocer. Como llevaba puesto el disfraz del día anterior, se armó de valor y franqueó la entrada. Un escalofrío le invadió el cuerpo cuando vio, de espaldas, pistola en manos, apuntando hacia su puerta, a un agente de policía. Ya no existía forma de haberse equivocado: estaba durmiendo o, dicho de otro modo, estaba despierto y en su sueño un hombre lo estaba esperando para matarlo. El resplandor del detergente barato, una mezcla de extracto de pino y trementina, le provocó un estornudo que apenas pudo ahogar con las manos. El policía se volvió y le hizo señas de que guardara silencio y se alejara del lugar. Después de una larga espera que a Torrijos se le antojó absurda y desesperante, el agente guardó el arma, bajó las escaleras y salió. Torrijos lo siguió.

Por espacio de unos diez minutos, el uniformado caminó pensativo por la acera de la avenida y luego se detuvo en una parada de autobuses. A fin de guardarse de ser identificado, Torrijos se paró a una distancia prudente. Cuando el vehículo llegó, Torrijos tuvo que correr un poco para tomarlo. Durante todo el trayecto, el policía permaneció de pie cerca de la puerta trasera, con expresión lejana, visiblemente ansioso. De vez en cuando miraba por las ventanillas para informarse sobre las calles que el autobús iba dejando atrás.

Más tarde, al apearse del vehículo detrás de su perseguido, con los ojos desencajados, mezcla de contrariedad y estupor, Torrijos tuvo que rendirse a una terrible evidencia: el uniformado se dirigía a su negocio. «Me anda buscando para matarme», se dijo, y esperó que el homicida del uniforme azul entrara y saliera de la agencia, acto que duró pocos minutos. La persecución continuó hasta que Torrijos decidió enfrentar a su asesino. No tenía nada que perder, consideró por el camino, pues si el policía le disparaba lo único que podía suceder era que despertase en su habitación. Por consiguiente, cuando lo vio entrar en un restaurante, pedir un café y sentarse a una mesa, Torrijos se quitó la boina, puso el bastón sobre la mesa, frente al uniformado, y dijo:

—Si no me equivoco, usted me anda buscando.

El policía se levantó, contrariado. Al rozar la mesa, el café se derramó un poco. Torrijos continuó con gesto desafiante.

—Ya van dos veces que usted va a mi casa y me dispara, y quiero saber la razón.

—No sé de qué me habla —dijo el uniformado, retornando al asiento—. Pero cuídese de mí, Torrijos. Yo no voy a esperar a que la justicia le cobre lo que usted le hizo a mi novia. ¡Se lo aseguro!

Ante aquellas palabras, Torrijos lanzó un suspiro de hastío, de impotencia. El tono resuelto del uniformado anulaba cualquier intento de persuasión, y Torrijos entendió que cada mañana lo encontraría ante su puerta con el único propósito de arruinarle el sueño. Ni siquiera se molestó en explicarle que, en ese momento, él, el policía, en cuya placa se leía: "Martínez", era un ser ficticio, un personaje de una pesadilla, que posiblemente no contaba con un refugio en el mundo real. Tampoco quiso indagar sobre la acusación que existía contra él, pues, según temía, el saberlo podría abrir un cauce desconocido dentro de su sueño, un camino sinuoso y probablemente más difícil de evadir que el que le ofrecía cada día el uniformado a la salida de su vivienda. No; Torrijos no quería saber nada. A Torrijos solo le interesaba sacarle provecho a su estado de lucidez. Por eso se levantó de improviso para internarse en la ciudad, aceptando a su perseguidor como el durmiente acepta sin remedio el timbre del reloj despertador.

Esta vez Torrijos, tras levantarse y dar unos pasos, sintió como si le patearan el trasero. La descarga de balas lo impulsó y, en su caída, también se fueron al piso dos mesas y cuatro sillas. Cuando se giró, con dolores punzantes en las costillas, el libro estaba ahí y Torrijos se alegró de haberse alejado de esa manera tan abrupta del restaurante. Aspiró con delirio el olor, en otro tiempo repulsivo, que emanaba de la botánica, se vistió con su corbata floreada y salió a la calle por la escalera de incendios.

En la agencia se sintió henchido de emoción. Estaba dormido y, dentro de su sueño, la realidad aparecía tan concreta y desnuda como en la vida real. Al mirar por los cristales de la agencia, le pareció que el mundo que hervía afuera estaba en sus manos, porque él, Torrijos, podía hacer lo que le viniese en gana y solo tenía que darse un disparo para despertar. Para confirmarlo, para estar seguro de que suicidándose podía regresar a su habitación, Torrijos abrió la puerta de la agencia y se lanzó sobre los autos de la avenida. Y ahí estaba el libro de nuevo, negro y noble como un cofre antiguo, sobre la cama.

Torrijos volvió a vestirse, salió evitando al loco de la escalera, y al llegar a la agencia le pidió a Andrea, su asistente, que le echara el seguro a la puerta. En un arrebato de éxtasis, inflado de gozo por ese espacio donde se sabía amo y señor, Torrijos tomó el revólver que ocultaba en el archivo de la oficina, y llamó a Andrea, a su linda empleadita, jugosa y perfumada como una fruta madura. Le apuntó en la cabeza y le ordenó que se desnudara, despacio, pétalo a pétalo. Andrea obedeció horrorizada, sin comprender, y se dejó penetrar por el jefe lanzando espumarajos de dolor. Torrijos la abandonó en el piso, temblando de pavor, en un mar de sollozos, como un pato salvaje, herido de muerte, que nunca podría entender la súbita explosión que lo ha derribado del cielo.

Torrijos salió a la calle satisfecho, dando saltos infantiles, como el niño que descubre el mecanismo de su nuevo juguete, y anduvo por la ciudad embriagado de poder, enardecido de felicidad. Llegó al edificio con el revólver en los bolsillos, deseoso de que el policía aún estuviera allí para despertarlo a plomazos. Al no hallarlo, subió a su apartamento a ponerse su mejor traje. Hoy, sin pérdida de tiempo, asistiría a las carreras de caballos. Torrijos aún fruncía la boca, silbando una melodía, cuando llamaron bruscamente a la puerta. Miró por el ojo mágico: era el loco de Martínez, quien esta vez le ordenaba que abriera, que tenía una orden de aprehensión en su contra por violación, que se entregara sin oponer resistencia. Torrijos abrió y le vació el revólver al tiempo que le gritaba: «¡Es para que despiertes, policía loco, para que despiertes!». Torrijos lo vio caer al piso con la palabra "maldito" taponándole la garganta. Cerró la puerta y volvió a la habitación para terminar de vestirse. Pero, en ese momento, algo totalmente nuevo, inesperado, sucedió. El celular empezó a timbrar. Una y otra vez, con insistencia. Torrijos lo tomó más con miedo que con curiosidad y, al escuchar la voz, sufrió un colapso. Era Paula, la estudiante mexicana, que lo llamaba para decirle que había olvidado un libro sobre la cama la tarde anterior, un "tratado de enfermería".

Torrijos despertó en el cuartel de policía con una expresión de espanto tal que quien lo veía podía jurar que el prisionero había escapado de las regiones del infierno. El proceso judicial fue lento, demasiado lento para un espíritu aturdido, y concluyó con una sentencia terrible, aunque para Torrijos, por largo tiempo esperada: la pena de muerte por violación y asesinato en primer grado. Torrijos nunca cambió su expresión de espanto, que, con los años en prisión, le desplomó la mandíbula, le provocó segregaciones involuntarias de los lagrimales por mantener, incluso durmiendo, los ojos desorbitados, y le llenó el rostro de escamas sanguinolentas y la cabeza de un cabello ralo y algodonoso. Al caminar por el pabellón de la muerte, sonrió, no de felicidad, sino de ironía: era la primera vez que iba a experimentar la muerte, la verdadera, concreta y cierta muerte, de donde estaba seguro jamás regresaría.

El enfermero tardó un buen rato en hallarle las venas. Torrijos era una piltrafa de lo que había sido, acostado en una camilla como un cuerpo disecado, sintiéndose observado por miradas de odio y de terror. Cuando dieron la orden y el veneno inició su daño, Torrijos, con gran esfuerzo, se giró. Quería ver los rostros, los ojos, las miradas de sus verdugos. Apenas se movió, sintió un cuerpo extraño sobre la cama: era el brazo extendido de una mujer.

 

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3 comentarios:

Unknown dijo...

José!

Un saludo de un admirador, que espero también sea un buen amigo. Excelente el blog y el cuento.

Máximo.

MANUEL SALVADOR GAUTIER dijo...

Gracias Maximo, la admiracion es mutua y la amistad es perpetua.

Jose Acosta

Kianny N. Antigua dijo...

Este cuento me ha dejado sin aliento y con muchas ganas de soñar. Gracias José.