viernes, 4 de diciembre de 2009

FABULACIONES

(La Mujer y el Gato - Renoir)

(Artículos publicados en el desaparecido periódico El Siglo)

Entre un gato y la mujer más bonita del mundo


Si a la mujer más bonita del mundo yo le pusiera en uno o en ambos flancos de su sustantivo el adjetivo más bonito y original del toda la lengua de Cervantes, dejaría de ser la mujer más bonita del mundo. No, yo no la voy a dañar con describirla, basta con decir que es la más bonita y punto. Cuenta una mitología que cuando Dios separó las aguas de la tierra lo primero que creó fue un gato. ¡Hágase un gato!, impuso desde su asiento. Y el gato se hizo. Y el creador, como es lógico, quiso ver su creación. Apartó con sus manos las cortinas de las nubes y allí, sobre la desolación de la tierra, sólo alcanzó a vislumbrar un arañazo. El sustantivo gato no fue capaz de crear al gato, sólo logró producir un demo de acción de lo que sería un felino. Pero Dios, terco, lo siguió buscando. Tomó la pelota del planeta y la giró como un huevo sin que diera con su peludo animal. Se rascó la cabeza y estornudó y como siempre ocurría al estornudar, escaparon por su nariz nubes de mariposas. Dios se alegró y después de convocarlas les ordenó: Cubran el mundo con sus alas y busquen al gato. "¿Y qué es un gato?", preguntó una de ellas. "Un gato —dijo el Todopoderoso, rascándose la nuca—, es un gato". Y las mariposas, amarillentas de temor, cubrieron como una atmósfera la bola de la Tierra y, salvo los arañazos, no vieron nada. Y el Señor, cuando le vinieron con el cuento de que con la palabra gato no se había creado nada sobre el mundo, las maldijo de esta manera: ¡Conviértanse en lo adelante en una cáscara de aire, de matizados colores, para que los otros habitantes puedan ver su vergüenza! Y las pobres mariposas empezaron a revolotear como si a cada instante cayeran en el vacío de la muerte.
Ya sé que con decir que esta mujer es la más bonita del mundo ya la estoy calificando, la estoy reduciendo a que sea la más bonita del mundo, pero déjenmela así, de ese tamaño, que yo no la vi más grande de ahí. Y además, a diferencia de este gato que necesita de un adjetivo para dejar de ser trasparente, para ser realmente gato, yo, que la conocí, no necesito decir mujer para que ustedes sepan que en alguna parte, cerca de ti, a un cuarto de gasolina en motocicleta, por allá, por donde sale el sol, existe y es de verdad, la mujer más bonita de la mundo.


El vendedor de aporías


Una tarde, a raíz de haber leído El Quijote, encendí una pira en el reducido patio de mi casa. Yo tenía en aquel entonces quince años y en un abrir y cerrar de ojos vi cómo las llamas devoraban los cinco cuadernos que contenían toda mi poesía de adolescencia. Pero la dentadura de aquellas llamas no se conformó con mis poemas y continuó masticando la grama seca, un cordel y dos sábanas de retazos famosas en mi casa porque, al estar diluidas a causa del tiempo, eran frescas y suaves. Mamá pegó el grito en el cielo llamando a los vecinos mientras con sus dos manos me hacía pedazos un costosísimo afro que el barbero Joaquín, con la paciencia de mil tijeretazos, me había logrado modelar casi a la perfección. Pero de pronto, como ocurre en los muñequitos, apareció de la nada un héroe con una lata de agua: El Millonario. Era un hombre de baja estatura y de rostro borroso como el de una moneda gastada. En el barrio le decían El Millonario porque no trabajaba, y, sin embargo, cuando había que desyerbar un patio o hacer un mandado, ahí aparecía El Millonario. Cuando a las llamas se les secó la garganta gracias al agua salvadora, una vecina se llevó al cuarto a mamá para darle a oler alcanfor y en el patio nos quedamos el héroe y yo. “Qué es esa vaina que estabas quemando, muchacho”, me preguntó mientras, con un palito, trataba de descifrar qué era esa cosa negra en la que se había convertido mi poesía. “Son aporías”, le dije para intentar confundirlo. “¿Y con qué se come eso?”, preguntó. “Son incertidumbres —respondí—, vainas que uno vende en forma de libros, como pensamientos contradictorios e insolubles. Es como cuando uno se va lejos en el pensamiento sin que llegue a alcanzar la puerta final”. El Millonario se quedó pensativo, salió por el callejón y desapareció del barrio de manera misteriosa. Años después, cuando ya no me acordaba siquiera de que en mi adolescencia había existido este personaje, llamaron a mi puerta: era El Millonario. Ahora se dedicaba a vender libros de autoayuda. Cuando, sin reconocerme, le pregunté sobre la clase de mercancías que tenía a la venta, me respondió con aire circunspecto: “Vendo aporías, caballero”. Y me mostró los títulos: Encuentre la llave de su corazón abierto; Cinco pasos para liberarse con miedo del miedo; Al final la vida te sonríe. Y cuando vi quién los firmaba: Héctor “El Millonario” García, no pude aguantar la risa. Le compré un par y al leerlos me encontré con la obra fragmentada de los más variopintos filósofos, desde Confucio hasta Cioran. Andando el tiempo supe que en los Estados Unidos, por cada obra de creación se publican cientos de libros de superación personal, lo que demuestra que las aporías tienen muy buen mercado.

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