
El
último
cliente se marchó justo cuando faltaban veinte minutos para las seis. Willie lo
supo al mirar su reloj de pulsera, y luego, el rectángulo dorado del reloj de
péndulo que colgaba al fondo de la relojería. Eran los únicos relojes en los
que confiaba. Entró en el baño y, al enfrentarse con su propia imagen en el
espejo, se quedó un instante petrificado, como si no se reconociera. Sonrió con
el fin de borrar la expresión aturdida que se descubrió en la cara, pero cuando
retornaron las líneas graves a su rostro anguloso, de calva incipiente y bigote
descuidado, el aturdimiento pareció acentuarse. «Necesito un descanso», pensó
mientras se peinaba. Cuando volvió a mirar la hora, sacudió el reloj como si
este se hubiera descompuesto. Todavía, en su reloj, faltaban veinte minutos
para las seis, aunque el segundero seguía girando sobre la pequeña esfera
plateada. Willie salió del lavabo con aire reflexivo y, al dirigirle una mirada
al reloj de péndulo, sufrió un sobresalto. Pese a que se veía trabajando de manera
normal, las manecillas seguían marcando las seis menos veinte. «Qué
coincidencia —concluyó Willie—; dañarse ambos aparatos al mismo tiempo».
En la vitrina, al observar las líneas de relojes ordenados para la venta,
Willie se alarmó. Todos, con más o menos exactitud, rondaban las seis menos
veinte. Se dejó caer en una silla, se quitó el reloj y fijó los ojos en él, con
la paciencia y pericia de un cazador que espera ante una cueva, escopeta en
mano, la salida de un conejo. Tres veces vio con estupor la segundera hacer el
recorrido sin que el conejo apareciera: seguían siendo las seis menos veinte.
Willie no sabía qué hacer, estaba agotado y quería ir a su casa a darse una
ducha, como siempre, pero le aterraba perder el trabajo por la negligencia que
significaría cerrarlo veinte minutos antes de la hora. Pensó: «Don Guillermo
suele pasar, rayando las seis, a recoger el dinero del día. Si cierro antes de
tiempo me buscaré problemas. ¡Con lo difícil que fue para Lily conseguirme este
empleo!».
Salió del mostrador, conturbado, y se paró en el vano de la puerta de
entrada. Desde allí se veía el reloj de la catedral, a través de los
intersticios de las edificaciones de la ciudad. En la torre fantasmal del
recinto religioso también eran las seis menos veinte y Willie pensó que, pese a
que todo aparentaba seguir normal, algo había acontecido con el fluir del
tiempo, un hecho aterrador que lo condenaba, si no se producía un cambio, a
estar confinado toda la eternidad en la relojería del cubano.
Un viejo bien vestido, con reloj de leontina y sombrero de copa, pasó por
la calle. Willie lo llamó y le preguntó la hora. El anciano se contrarió un
poco al notar que quien le formulaba la pregunta se hallaba rodeado de miles de
relojes.
Son las cinco y cuarenta —dijo, un tanto enojado al creer que le estaban
tomando el pelo. Willie trató de detenerlo para explicarle que desde hacía una
hora, más que menos, eran las seis menos veinte; pero el viejo no se detuvo,
más bien aceleró el paso y se apresuró a cruzar la avenida como si huyera de un
asaltante.
Willie regresó al mostrador y se sentó a mirar hacia la calle,
entretenido con el correr natural de la vida, con los transeúntes que cruzaban
frente al negocio con premura, con los autos y el ruido invariable de la
ciudad. Esperó la puesta de sol, según sus propios cálculos, unas tres horas.
Pero la tarde seguía allí, bullendo en los cristales, eterna, decididamente
interminable. Entonces, impelido por las circunstancias, se vio forzado a tomar
la temida determinación. Lleno de aprensión, no sin antes, al salir a la calle,
mirar en todas direcciones por espacio de unos veinte minutos, bajó las puertas
corredizas y se quedó enfrente del negocio otros veinte minutos, según calculó,
hasta que no tuvo otro remedio que abandonar el lugar.
Su casa quedaba, paradójicamente, a unos veinte minutos en tren. Pero
Willie determinó hacer el recorrido a pie. Si llegaba a la casa antes de las
seis y veinte, pensó, Lily le pelearía. El tiempo no estaba como para perder el
trabajo por flojedad como esa.
Era la primera vez que hacía el recorrido de esa
manera. Llevaba seis meses trabajando en ese sitio y nunca imaginó que el
trayecto fuera tan agradable, tan variado y repleto de detalles que, si bien había
visto a través de las ventanillas del tren, ahora descubría con asombro sus
contornos, sus coloridas sinuosidades, como si una luz diferente y mágica
alumbrara esa parte de la ciudad. Con pasos lentos, acompasados, como siguiendo
el ritmo de la brisa que ahora percibía con un olor cálido, a principios de verano,
Willie experimentó por primera vez una sensación extraña de bienestar, mezcla
de felicidad y fascinación, como si ahora comprendiera algo que antes no podía
entender, pero que, sin embargo, no alcanzaba a establecer. Se sintió como un
ciego que de repente recupera la visión y se emociona con lo que sus ojos ven,
aunque ignore, por no haber visto nunca, eso que aparece ante él. Embriagado
por este sentimiento, Willie miró su reloj y en vez de angustiarse se alegró de
que aún fueran las seis menos veinte.
Se sentó en un banco del parque, junto a una mujer
de expresión retraída y cabellera larga y ondulante que alimentaba con migas de
pan a las palomas, y le dijo que eran las seis menos veinte, que siempre serían
las seis menos veinte, y se quedó pensativo, con la mirada ausente, y le
acongojó la idea de que nunca en su vida había sacado tiempo para alimentar a
las palomas. Luego se unió a una pandilla de chiquillos que perseguía a una
ardilla por entre las breñas y los troncos caídos, y corrió con ellos hasta
perder el aliento. Después se acostó en la hierba y se hundió en su vida como
un buzo en el abismo oceánico, y al regresar del viaje se le llenaron los ojos
de lágrimas. «Me he pasado toda la vida reaccionando solo según vinieran las
circunstancias —pensó—. Si fui a la escuela no fue porque quería, sino porque
los demás lo hacían y era lo normal. Si acepté el empleo en la joyería no fue
sino porque en el horizonte no vi otras posibilidades. He estado ciego».
Willie volvió a mirar su reloj y sonrió. Salió del
parque cantando y saltando mientras las personas del mundo seguían su rutina
diaria, ignorando que el tiempo se había detenido, que no había razón para
apresurarse, que todo, desde lo más complicado hasta lo más simple, podía
aguardar hasta que la vida se decidiera a retomar su curso.
Sin embargo, como cuando un borracho recupera de
golpe la sobriedad al sufrir un golpe emocional, Willie, al volver a la
avenida, se tropezó con una imagen que lo convirtió de nuevo, de un zarpazo, en
el hombre apocado y temeroso que siempre había sido: era la figura desastrada y
mugrienta de un mendigo que recogía piltrafas de un cesto de basura. El
empleado de la relojería sufrió un estremecimiento, como si lo hubiesen
expulsado en ese momento del paraíso en el que se había sumergido hacia la
cruda realidad. «Y si don Guillermo pasa en su carro a recoger el dinero... Y
si los relojes estaban atrasados... Y si he cometido un error...». De repente
su mente le dio un vuelco. Volvió a padecer la angustia que sufrió cuando, al
llegar al país, permaneció cuatro meses sin trabajar mantenido por su mujer.
Tantos años en cautiverio y ya el preso no imagina otra vida que no sea sino la
que conoce a plenitud, aunque por la ventanilla del calabozo penetren ráfagas
de otros modos de existencia. «Y si don Guillermo llega y encuentra el
establecimiento cerrado...». Willie se desesperó al retornar al mundo conocido
y lamentó haber salido de él.
Ahora sus pasos se tornan apremiantes, como si fuera
tarde y en la ciudad no fuesen todavía las seis menos veinte. Al llegar a su
barrio se le encogió el corazón. Frente a su casa vio estacionado el auto de su
jefe. Ya es demasiado tarde, se dijo, seguro que don Guillermo le está
reclamando a Lily mi desconsideración. Mira que cerrar la tienda antes de la
hora, como si los tiempos estuvieran para esas licencias. O tal vez don
Guillermo interpretó mi acto como una urgencia y fue a ver en qué podía ayudar,
porque a Lily hay que cuidarla, Willie, esa muchacha es de oro. Willie sentía
los aguijonazos del dilema mental —regresar al trabajo o quedarse en casa—
mientras abría la puerta de su vivienda, despacio, pues no quería hacerse
sentir.
Al entrar encontró la sala en penumbra, inundada de
siseos, de extraños susurros. Se acercó a la puerta entreabierta de la
habitación y miró, y volvió a mirar, sin comprender lo que sus ojos veían. Su mente
no estaba preparada para ello y, por consiguiente, le fue imposible organizar,
para volverla definible, la masa jadeante que aparecía sobre la cama. Después
de un instante de vacilación, se apartó de la puerta, confundido, dominado por
el deseo de reflexionar a solas. Caminó con sigilo por el recinto, como si este
estuviera completamente a oscuras. Abrió la puerta y salió a la calle. Todo
estaba tan claro ahora, pensó, tan claro. Pero Willie no se refería al caos
incomprensible que acababa de observar; Willie pensaba en él, en la totalidad
de su vida, en el hombre que llevaba dentro que ahora lo perdía todo sin haber
tenido nunca nada. Volvió sobre sus pasos por la avenida sin detenerse en los
lugares que minutos antes le habían maravillado. Cuando levantó la puerta
corrediza de la tienda, el reloj de péndulo le devolvió la vida: ya eran las
seis en punto y podía esperar con tranquilidad a su jefe. Luego regresaría a su
casa a descansar, como siempre.
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derecho del blog.
5 comentarios:
Es un privilegio leer sus escrito
siempre preguntO a MARIO por usted.
Hola saludos desde Valencia, venezuela. Era sólo para dejarte aca el contacto de mi blog.Saludos. Un abrazo
Niddy
Sus narraciones son un deleite.
Saludos
Juan Tineo
http:www.escritortineo.blogspot.com
Un cuento maravilloso, lleno de intensidad y tensión; está, como recomendaba el amigo cortázar, esférico, qué bueno es saber que no sólo escribes poesía, qu además es excelente.
Juan Manuel Parada, Venezuela.
http://www.juanmanuelparada.blogspot.com/
¡Trastorno mágico!, este es tu género / tu estilo estético. Soberbio. Eres uno de los grandes José. Bendiciones.
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