
Todo comenzó como un juego. Cristal, que no
soportaba la penumbra, había descorrido las cortinas de los ventanales y el
resplandor solar me había deslumbrado. Cuando, frunciendo el ceño, la estancia
empezó a delinearse, la hallé completamente desnuda, la ropa hecha un ovillo a
sus pies, y le dije que si no temía que alguien la estuviera observando.
―Solo
me verá la ciudad, Álvaro ―me respondió con sorna, poniendo los brazos en cruz como
queriendo abarcar las hileras de elevados edificios que se abrían a lo largo y
ancho de esa zona de Santo Domingo donde estaba nuestro hotel.
―Sí
―repuse―, pero en esa ciudad hay edificios, y en esos edificios ventanas,
¡muchas ventanas!, y vaya usted a saber, jovencita, si en este preciso instante
hay un tipo apuntando hacia acá con unos binoculares.
―El hombre de los binoculares ―dijo Cristal
imitando el tono lúgubre de los anuncios de películas de horror. Me paré del
sillón donde revisaba unos documentos en la computadora, tomé el edredón de la
cama y traté de cubrirla, pero ella se me escapó y se puso a saltar como una
cabrita por el cuarto, señalando con el dedo hacia la ciudad, vociferando, con
risotadas discordantes, que allá, en aquel balcón adornado con maceteros de
flores, alcanzaba a ver al hombre de los
binoculares.
―Y
al verte a ti vestido con traje y corbata ―continuó ella irónica―, de espaldas
a esta hermosura ―acotó señalándose el sexo―, ¿sabes qué estará pensando el
hombre de los binoculares?
No
la dejé terminar. Me desvestí con premura, casi con violencia, impulsado por
esa pasión con que, desde hacía semanas, Cristal había resucitado mi vida
sexual. Yo tenía cincuenta y dos años y ella veinticuatro; entre su edad y la
mía se levantaba ese muro extraño y no menos interesante que separa a los que
ya terminaron de vivir de los que empiezan su incursión en los vericuetos del
mundo.
La
conocí un domingo en el Parque Central. Ese día, debajo de la sudadera, me
había puesto una camiseta marrón con una herradura estampada en el pecho, y,
como tenía por costumbre, tomé un ligero desayuno en la cocina en compañía de
mi esposa Leticia y mi pequeña hija, agarré un libro de bolsillo de mi
biblioteca y salí. Caminé unos cinco minutos hasta Columbus Circle, y seguí mi
ruta habitual trotando por los senderos arbolados del parque. Encontré a la
chica corriendo por una pendiente empinada, y cuando nos cruzamos, ella me miró
con viva extrañeza, me persiguió y corrimos muy cerca, sin dirigirnos la
palabra, hasta una plaza soleada presidida por una estatua ecuestre. Me senté
en un banco, tomé el libro y me puse a leer. Casi enseguida escuché una
carcajada. La muchacha se paró delante de mí, su sombra me cubrió como una sombrilla;
era tan alta como yo, de piernas poderosas y brazos largos y delicados. Su
rostro tenía el temple de las cantantes de ópera, un temple balanceado por unos
ojos tristes y una boca triunfante.
―Algo
quiere decirnos la Providencia ―me dijo.
―¿Por
qué lo dice? ―me asombré.
―Por
las coincidencias ―se alegró ella. La miré con un gesto de incomprensión. La
muchacha señaló, entonces, su camiseta. Era, al igual que la mía, marrón con el
estampado de una herradura.
―Vaya
―dije fingiendo una expresión de asombro. La chica se volvió a reír, dejó de
cubrirme con su sombra y se sentó a mi lado.
―¿Y
ya te fijaste en lo que estamos leyendo?
Los
dos llevábamos la novela Una cuestión
personal, de Kenzaburō Ōe.
La
chica se presentó, cruzó las piernas, y charlamos. Ella acababa de terminar la
carrera de Negocios y, según sus propias palabras, antes de apuntarse como
esclava en el sistema laboral, se estaba regalando unas vacaciones. Cerca del
mediodía, la invité a comer. Ella rehusó diciendo que tenía todo dispuesto en
su cocina para prepararse un estofado de camarones, y sin siquiera esperar a
que aceptara su invitación, me tomó de una mano como a un niño y me ordenó que
la acompañara. Bajamos charlando hasta SoHo. La conversación era amena,
matizada por los estallidos de risa de Cristal y mis graves acotaciones. La
muchacha, en algunos tramos de la acera, me tomaba la mano y entrecruzaba sus
dedos con los míos; yo la contemplaba, entre asustado y nervioso; en mis veinte
años de matrimonio con Leticia, era la primera vez que salía con una chica. En
varias ocasiones, arrepentido, estuve a punto de devolverme; pero ella parecía
darse cuenta y me atraía hacia su cuerpo como una bufanda.
Llegamos
a su apartamento, una estancia no más grande que el recibidor de mi casa,
limpia como un pañuelo y más iluminada que un campo de béisbol; en las ventanas
no colgaban cortinas y no se veía un rincón donde no fulgurara una lámpara.
―¿No
temes que se te olvide la oscuridad? ―le comenté, deslumbrado.
―No
―respondió―; los párpados siempre sabrán recordármela.
Me
indicó una silla; me senté. Cristal entró al aposento, separado de la
salita-cocina por un anaquel atiborrado de libros, escuché los goznes de una
puerta, un silencio prolongado, y poco después ella apareció vestida con una
bata de un azul desvaído y el pelo recogido en un moño a un lado de la cabeza.
No sé por qué, mientras la veía de espaldas pelar patatas, cortar pimientos,
lavar verduras... como una sucesión de relámpagos, cruzó mi vida entera delante
de mí; me acordé de mi infancia, de mi madre, de mis años con Leticia, de mi
pequeña hija. Sentí que hasta ese momento había estado parado en medio de una
tormenta y ahora daba los primeros pasos para buscar refugio. Y esa sensación
se intensificó cuando, después de comer, Cristal y yo nos fuimos a la cama.
―Me
siento como en otra dimensión ―le dije en un éxtasis de placer.
―Y
lo estás ―me contestó ella, cerrándome la boca con un beso.
Cuando
regresé a casa, me dio la impresión de que entraba a un lugar equivocado,
desconocido, falso; que una parte de mí, esa parte exuberante y bullente que
creía haber abandonado en la juventud, regresaba y se me imponía, me obligaba a
mirar a mi alrededor con otros ojos. Leticia y yo éramos un matrimonio viejo, y
cuando ya nos habíamos resignado a continuar nuestras vidas compartiendo
nuestra soledad, llegó la niña y con ella se perdió la pasión que nos había
unido hasta entonces. Leticia había heredado la fortuna de su padre, que
consistía en una importadora de textiles, y yo me encargaba de administrarla. Y
aquel día que llegué a casa, por primera vez me di cuenta de que Leticia y yo
nos habíamos acostumbrado a vivir juntos, pero ignorándonos, como dos fantasmas
que comparten una misma vivienda, pero en siglos diferentes.
Y
después del viaje a Santo Domingo, a la pasión del sexo entre Cristal y yo, a
ese mundo mágico que levantábamos entre su cama acogedora y su cocina, entre su
colección de música y sus libros, se agregó la comicidad del hombre de los
binoculares.
El
tipo salía a relucir en el momento menos esperado.
Una
tarde (ya llevábamos tres meses saliendo), caminando por una calle de SoHo,
tomé de un jardín maltrecho una ramita seca de un rosal (tenía la costumbre de
caminar con una ramita en la mano, y le había comentado que era por falta de
seguridad), y ella, al darse cuenta, se enojó.
―¿Prefieres
agarrarte de esa cosa que de mi mano? ―me regañó―. ¡Caramba, Álvaro! ¡Qué
estará diciendo de ti el hombre de los binoculares!
En
el cuarto mes de relación viajamos a Madrid, donde tenía que firmar unos
contratos, y cuando a la hora de irnos a la cama vio que me ponía el pijama,
estalló en una risa incontrolable.
―¡Pobre
hombre de los binoculares! ―decía―. ¡Cómo estará sufriendo!
Con
los meses, la chica y yo habíamos llegado a un punto en que no podíamos pasar
un día sin vernos, sin hablarnos, sin enviarnos mensajes telefónicos.
Lo
que más me sorprendía era que en casa Leticia parecía no darse cuenta de nada.
Nunca hubo un reclamo, un reproche. En verdad vivimos en planetas diferentes,
me decía por lo bajo, cuando llegaba y sentía el olor de Cristal en mi cuello,
en la yema de los dedos, en el bigote.
Me había ilusionado en creer que la magia duraría toda la
vida, que Cristal siempre estaría cerca de mí dándole sentido a mi existencia. Sin
embargo, pasado un año, la muchacha decidió empezar a trabajar. Consiguió una
buena oferta en Washington D.C., hizo las maletas y se marchó. Intenté
retenerla de mil formas; hasta le ofrecí una colocación en la importadora.
―El
círculo en donde hemos estado, aunque hermoso, nunca pasará de ser un círculo ―me
dijo camino a la estación―. Tú tienes tu vida, amas más que a ti mismo a tu
hija, y no voy a ser yo quien te aleje de ella.
―Pero
Cristal, al menos permíteme ir a verte ―le dije―; no me cierres esa puerta.
―No,
Álvaro ―se echó a llorar―. Ha llegado la hora de que salga a buscar mi futuro.
La
dejé ir. Llegué a casa, me encerré en mi estudio y me dejé caer en el sillón. Me
pasé la noche lamentándome, presa de la angustia, hasta comprender que ella
tenía razón. Yo era un viejo, encerrado a cal y canto en la cárcel de mi
familia, había abierto los ojos y había visto lo que era el amor, el verdadero
amor, y ahora debía cerrarlos, volver a no ver, a fingir.
Una
semana después de Cristal marcharse, revisando mi correo en la oficina,
encontré un extraño sobre amarillo con una tarjetita: “Roger Santander,
Detective Privado”. No tenía teléfono ni dirección. En el reverso se leía: “Si
no desea que su esposa se entere, lleve esta suma en efectivo a esta
dirección”. Dentro del sobre, el tal Santander me enviaba una foto borrosa, que
reconocí de inmediato como el trasero de Cristal, visto a través de una
ventana.
Me
alarmé al darme cuenta de que Leticia no estaba en la inopia; siempre había
sospechado de mi infidelidad y había pagado los servicios de un detective para
que me siguiera. Ahora, colegí, Santander quiere jugar a quién paga más. Esta
deducción, en cierto modo, me tranquilizó. Salí a la calle bajo la sospecha de
que mis teléfonos estaban intervenidos, y llamé a Cristal. La chica se rio.
―Álvaro
―me dijo divertida―, ¿no te has dado cuenta de lo que acaba de suceder? Ese Santander
es el hombre de los binoculares.
Le
colgué, indignado. La cita con el detective era en un bar de mala muerte en el
sur de El Bronx. Llegué una hora antes para calibrar el ambiente. Pedí un
whisky y me senté, primero, frente a la barra y luego a una mesa oculta en un
rincón. En el aire reinaba un olor agrio a tabaco y en una vellonera sonaban
boleros antiguos. Pasados unos minutos de la hora de la cita, me puse nervioso;
o Santander era impuntual, o, en un arrebato de honestidad, el detective había
preferido apegarse al profesionalismo y acudir a su contratante. Cuando los
minutos se volvieron horas y el tipo no llegaba, tomé mi maletín y regresé a
casa con la certeza de que ya mi suerte estaba echada. Abrí la puerta con viva
ansiedad y, al contrario de lo imaginado, encontré a Leticia como siempre,
sentada apaciblemente en su eterno sillón, frente al televisor encendido en uno
de esos programas espantosos que la entretenían.
En
los días siguientes, el correo se tornó en un enemigo: me mantenía en un
constante estado de desasosiego. Cada vez que llegaba a la oficina y mi
secretaria depositaba en el escritorio la correspondencia, era como poner a
prueba mis nervios, mi capacidad de resistencia. Pasó un mes y no tuve noticias
de Santander. Pasó otro mes y nada del detective, ni una carta, ni un anónimo,
ni una llamada. A los cuatro meses ya me parecía que todo aquello era una
pesadilla, una pesadilla que la foto del trasero de Cristal transfería
irremisiblemente al terreno de la realidad.
Leticia
murió al año siguiente de una apoplejía, producida por una embolia cerebral. Su
muerte, en cierto modo, volvió a unirnos, o más bien a reunirnos; la mujer
dulce, silenciosa, que rondaba la casa en chanclos de lana; la mujer de la que
yo me había enamorado hacía más de dos décadas reapareció de pronto en su
rostro muerto, en su perfecto mutismo. Llamé a Cristal para informarle de mi
nueva situación. Ya libre, abrigaba la esperanza de que regresáramos. No la
hallé. Luego supe que había dejado el empleo y se había marchado del país. Nadie
sabía hacia dónde. La noticia me derrumbó; durante esos días envejecí todo lo
que me faltaba por envejecer; me la pasé caminando de un rincón a otro de la
casa, pensando en Cristal, en mi Cristal, en la chica que me había resucitado.
Hasta conseguí alquilar su pieza en SoHo, e iba y me pasaba tardes enteras
mirando las paredes, los rincones, armando con la memoria el lugar mágico,
puro, donde había sido realmente feliz.
Cerca
de dos años después, reapareció el hombre de los binoculares. Esta vez, junto
con la misma tarjetita sin teléfono ni dirección, algo amarillenta, envió una
foto de Cristal asomada a una ventana, con los pechos al aire, inexpresiva,
reconcentrada, como si contemplara la ciudad con melancolía. En un opaco
segundo plano, se vislumbraba la silueta de un viejo en pijama. Me reí; Santander,
deduje, desconocía mis nuevas circunstancias y por ello se atrevía a
extorsionarme. Cuando me disponía a romper la tarjetita, de repente me asaltó
una mezcla de alegría y desconcierto; el detective, pensé, era el único vínculo
que me quedaba con Cristal, y en su poder estaban las fotos, no de la Cristal
que se había marchado a Washington, sino de la mía, de la que gemía y se
estremecía bajo mi cuerpo, de la muchacha que me devolvió durante un tiempo la
vida.
Corrí
a la cita. Esta vez el detective había escogido un parquecito mugriento en
Brooklyn. Fue puntual. Con aire huraño y visiblemente nervioso, el rostro
deformado en un gesto de duda, de temor, se presentó ante mí la figura
escuálida de un hombre maltrecho, sufrido. Se apoyaba con dificultad en dos
muletas, que casi salen disparadas cuando se dejó caer en el banco, a mi lado.
―¿Trajo
el dinero? ―me abordó de inmediato.
―¿Trajo
las fotos? ―repliqué, ansioso. De un macuto de tela que llevaba colgado al
hombro extrajo un sobre abultado. Lo tomé como si tomara mi alma y le pasé el
dinero. El detective ni siquiera lo contó. Recogí las muletas y lo ayudé a
ponerse en pie.
―Hace
unos años... ―le dije, y Santander me interrumpió.
―Sí
―confesó―, falté a la cita. El día anterior me pegaron un tiro; estuve en
estado de coma.
Le
dije que lo sentía y lo observé con pena y a la vez con nostalgia alejarse por
la acera con paso renqueante. En mi memoria se presentó el rostro risueño de
Cristal, de la chica desnuda apoyada contra un ventanal, diciéndome, como
aquella vez en Santo Domingo: «Mira, Álvaro, en ese balcón adornado con
maceteros de flores, alcanzo a ver al hombre de los binoculares».
Agarré
el paquete de fotos y me marché a casa, con el aire cansado de los que ya le
perdieron el sentido a la vida.
..................................
Ediciones Parada Creativa
Colección Libro Súbito
Barquisimeto, Venezuela, 2011
2 comentarios:
Me gusta, me mantuvo en suspenso la trama, excelente Jose, genial Acosta!!
hola amigo soy un escritor nobel buscando asesoría de alguien con su experiencia puede googlear mi nombre BRAYNER ABRAHAN GOMEZ BAEZ
DESEO EDITAR O PUBLICAR MI PRIMER POEMARIO
Publicar un comentario