Era la tercera vez, desde que empezó la postemporada, que lo llamaban a
calentar en el bullpen sin que el equipo lo enviara a lanzar a la lomita. El
novato ponía en forma su brazo con cierta dejadez pues estaba completamente
seguro de que esta vez tampoco lo llamarían. El juego era demasiado importante
para los Yankees de Nueva York puesto que representaba la última posibilidad de
seguir con vida para pasar a los playoffs. La serie marchaba dos a cero a favor
de los Medias Rojas de Boston y el partido recién se había desempatado en el
decimosexto episodio gracias a un cuadrangular del primera base de los Mulos de
El Bronx.
Por eso, cuando el mánager sorpresivamente lo
mandó llamar, el derecho recién salido de las menores se estremeció. Un
escalofrío le sacudió todo el cuerpo y por un momento el ruido ensordecedor que
inundaba el estadio le corrió por las venas hasta fundirse en su corazón. Se
limpió la frente con el dorso de la mano enguantada, desfiló a paso doble por
el pasillo pegado a las tribunas, y cuando pisó el terreno de juego el pecho se
le infló de emoción. El joven lanzador sabía que esta salida representaba la
salvación del equipo y quizás su propia salvación en el béisbol. La fanaticada
hervía, acelerada. Cuando el dirigente le pasó la pelota le dijo en inglés Muchacho, de ti solo necesito un out,
concéntrate y por nada del mundo le lances adentro; mantén tus pitcheos fuera
del plato. El receptor le iba traduciendo mientras él, con los ojos puestos
en la pelota, amoldaba sus largos dedos negros a las costuras de la Rawlings.
Raspó con los ganchos el terreno del
montículo hasta encajar el pie derecho. Realizó varios lanzamientos para
acomodarse a las señales del receptor, y cuando el bateador se cuadró frente al
diamante, el novato sintió un sudor helado granulándole la frente como si en
ese instante reconociera la dimensión de su rol en el lugar en donde estaba.
Cerró los ojos y por una fracción de segundo retornó a la infancia, al patio de
la escuela, bajo las altas jabillas, en medio de la chiquillería bulliciosa
que, en largas filas, se aprestaba a entrar a los salones de clases. ¡Estudiante número 17!, escuchó que lo
llamaban. ¡Venga inmediatamente! Y se
vio caminando hacia donde se imponía, con su típico gesto de desprecio, la
maestra de cuarto curso. Cabizbajo, incordiado por la risa burlona de los
estudiantes que a su paso le decían Te
jodiste, Popa Gómez, ya te agarró la maestra fuera de la fila, se vio
llegar y como siempre, doña Tatica, con su cutis de torta de cazabe y su
boquita de pescado le hizo saber frente a sus compañeros, con insultos y
humillaciones, que él nunca iba a llegar a nada en la vida, que por qué diablos
no se podía estar quieto mientras cantaban los himnos a los patricios, que se
fuera al salón a ponerse sus orejas de burro y a hincarse en un rincón. Y ahí
iba el negrito Popa Gómez a obedecer a la maestra, a sumirse en la podredumbre
de su propio yo. Y ya en el rincón, de rodillas, la implacable maestra
descargaba sobre él, como un alud de odio, todas sus frustraciones.
El novato realizó su primer lanzamiento, Bola bajita, y entonces le llegó a la
memoria la mañana en que entró al salón de clases y, en vez de doña Tatica,
encontró un ángel sentado en el trono del cuarto curso. Bajó el rostro
avergonzado y temeroso de que la figura celestial descubriera la alegría que,
por un instante, relució en su blanca dentadura. Luego se dirigió a su asiento,
en el extremo izquierdo de la última fila, de donde se apreciaba, por la
ventana, la aridez del patio. Niños, su
maestra está enferma y yo soy la sustituta. Voy a pasar la lista para saber sus
nombres. A mí ustedes me pueden llamar señorita Molly.
Cuando la nueva maestra pronunció el número
17, Israel Gómez se presentó como Popa Gómez y los niños empezaron a reír.
Luego se sentó silencioso pero feliz cuando escuchó a la educadora reprender a
los alumnos y al ver, desde el montículo, cómo su segundo lanzamiento, una
curva rompiente, fue abanicado por su adversario.
Al final de la clase la señorita Molly,
mientras acariciaba con ternura maternal su cabellera rebelde, le pidió que se quedara
un momentito para charlar con él. Un nerviosismo le sacudió de repente; por un
momento se llenó de pánico por el temor a ser regañado y luego escuchó el
bullicio de los fanáticos ¡Let’s go
Yankees! ¡Let’s go Yankees!, cuando el tercer lanzamiento llegó como un
cañonazo al mascotín del receptor y el árbitro principal se balanceó al cantar
el strike. ¿Por qué te haces llamar Popa, muchachito?, le preguntó la maestra. Porque así era como me llamaba mi mamá antes
de que se muriera, profesora. Y la señorita Molly lo abrazó, y se pasó casi
una hora conversando con el negrito que soñaba con ser pelotero, Porque no soy bueno para la escuela,
señorita, ya doña Tatica me lo ha dicho, que yo me voy a quedar bruto como mi
papá que no sabe ni la “o”. Y la maestra sustituta, con su carita de santa,
le dijo la cosa más bonita del mundo, algo que jamás él pensó escuchar: Tú vas a ser quien tú quieras ser, hijo. No
te lleves de nadie y solo persigue los pasos de tus sueños. E Israel “Popa”
Gómez recordó en ese instante, mientras su cuarto lanzamiento era bateado por
la zona de foul del jardín izquierdo, cuando, ya siendo un jovencito,
después de lesionarse el jugador de tercera, lo dejaron jugar en dicha posición
pese a que él no estaba vestido apropiadamente. Llevaba una rotosa camisa de
manga larga, pantalón vaquero viejo y remendado y lo peor de todo, y por eso no
lo habían incluido en el line up, estaba calzado con unos zapatos de cuero con
los tacos desgastados. Hoy vienen los
escuchas al estadio, Popa, y solo van a jugar los que estén presentables; no
queremos pasar vergüenza con los gringos y, además, hoy quizás firmen a algunos
de los prospectos. El negrito se sentó humildemente en el dugout
hasta que al tercera base se le abrió la muñeca al tratar de atrapar una línea
durísima que lo obligó a retirarse del juego.
Una rolata; Popa Gómez recogió la pelota e,
incómodo, lanzó un disparo que llegó como un rayo a la almohadilla de primera y
sacó el out. El juego se detuvo. Uno de los escuchas, sorprendido por la
velocidad del lanzamiento del negrito de tercera, entró al terreno de juego y,
después de quitarle la bola al lanzador de turno, lo llamó. Toma, muchacho, tira la bola lo más fuerte
que puedas. Un silencio en el pequeño estadio del barrio Porvenir en San Pedro
de Macorís, y Popa Gómez lanzó un fuacatazo que dejó a todos boquiabiertos. Bola alta, cantó el árbitro provocando
un silencio en el Yankee Stadium.
Con las bases llenas, emocionado, hundido en
el entramado de sus pensamientos, el serpentinero cometió un error que por un
momento zarandeó al dirigente: le tiró al peligroso bateador una recta que cayó
en la esquinita de adentro. El receptor fue a llevarle la pelota y le dijo Muchacho, ya lo tienes en tres y dos, vamos
a salir de esto; tírale lo mejor que tengas. Pero la señorita Molly no
regresó jamás. El aspirante a jugador profesional desertó de la escuela y, con
las esperanzas en el suelo, convencido de las afirmaciones torturantes de su
maestra de cuarto curso, se pasó la adolescencia ayudando a su padre a vender
tortas por las calles polvorientas de Macorís y jugando al béisbol en los
claros de los cañaverales, donde el sol oscurecía a los boyeros, entristecidos
inexorablemente por el paso del tiempo. Una tarde se tropezó en el parque con
doña Tatica y le dio vergüenza que ella lo viera ya siendo un hombrecito, con
un delantal y una bandeja al hombro repleta de tortas de maíz. Bajó el rostro,
apretó los dientes, sacudió con los ganchos el polvo del montículo, buscó la
señal y sujetó la pelota entre los dedos medio, índice y pulgar. Cuando soltó
el fogonazo se dijo, sonriente, Míreme
ahora, doña Tatica, hija de la gran puta.
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