(Del libro Los derrotados huyen a París, ganador del Premio Nacional de Cuento “José Ramón López” 2005)
Era la tercera vez desde que
empezó la postemporada que lo ponían a calentar en el bullpen sin que el
equipo lo enviara a lanzar a la lomita. El novato ponía en forma su brazo con
cierta dejadez, pues estaba completamente seguro de que esta vez tampoco lo
llamarían. El juego era demasiado importante para los Yankees de Nueva York,
puesto que representaba la última posibilidad de seguir con vida para pasar a
los playoffs. La serie marchaba dos a cero a favor de los Medias Rojas
de Boston y el partido recién se había desempatado en el decimosexto episodio,
gracias a un cuadrangular del primera base de los Mulos de El Bronx.
Por
eso, cuando el mánager sorpresivamente lo mandó llamar, el derecho recién
salido de las menores se estremeció. Un escalofrío le sacudió todo el cuerpo y,
por un momento, el ruido ensordecedor que inundaba el estadio le corrió por las
venas hasta fundirse en su corazón. Se limpió la frente con el dorso de la mano
enguantada, desfiló a paso doble por el pasillo pegado a las tribunas y, cuando
pisó el terreno de juego, el pecho se le infló de emoción. El joven lanzador
sabía que esta salida representaba la salvación del equipo y quizás su propia
salvación en el béisbol. La fanaticada hervía, acelerada. Cuando el dirigente
le pasó la pelota, le dijo en inglés: "Muchacho, de ti solo necesito un out,
concéntrate y, por nada del mundo, le lances adentro; mantén tus pitcheos fuera
del plato". El receptor le iba traduciendo mientras él, con los ojos
puestos en la pelota, amoldaba sus largos dedos negros a las costuras de la
Rawlings.
Raspó con los ganchos el terreno
del montículo hasta encajar el pie derecho y realizó varios lanzamientos para
acomodarse a las señales del receptor. Cuando el bateador se cuadró frente al
diamante, el novato sintió un sudor helado granulándole la frente, como si en
ese instante reconociera la dimensión de su rol en el lugar en donde estaba.
Cerró los ojos y, por una fracción de segundo, retornó a la infancia, al patio
de la escuela, bajo las altas jabillas, en medio de la chiquillería bulliciosa
que, en largas filas, se aprestaba a entrar en los salones de clases.
“¡Estudiante número 17!”, escuchó que lo llamaban. “¡Venga inmediatamente!”. Y
se vio caminando hacia donde se imponía, con su típico gesto de desprecio, la
maestra de cuarto curso. Cabizbajo, incordiado por la risa burlona de los
estudiantes que a su paso le decían: “Te jodiste, Popa, ya te agarró la maestra
fuera de la fila”, se vio llegar y, como siempre, doña Tatica, con su cutis de
torta de cazabe y su boquita de pescado, le hizo saber delante de sus
compañeros, con insultos y humillaciones, que él nunca iba a llegar a nada en
la vida, que por qué diablos no se podía estar quieto mientras cantaban los
himnos a los patricios, que se fuera al salón a ponerse las orejas de burro y a
hincarse en un rincón. Y ahí iba el negrito Popa Gómez a obedecer a la maestra,
a sumirse en la podredumbre de su propio yo. Y ya en el rincón, de rodillas, la
implacable maestra descargaba sobre él, como un alud de odio, todas sus
frustraciones.
El
novato realizó su primer lanzamiento: bola bajita, y entonces le llegó a la
memoria la mañana en que entró al salón de clases y, en vez de doña Tatica,
encontró un ángel sentado en el trono del cuarto curso. Bajó el rostro
avergonzado y temeroso de que la figura celestial descubriera la alegría que,
por un instante, relució en su blanca dentadura. Luego se dirigió hacia su
asiento, en el extremo izquierdo de la última fila, de donde se apreciaba, por
la ventana, la aridez del patio. “Niños, su maestra está enferma y yo soy la
sustituta. Voy a pasar la lista para saber sus nombres. A mí ustedes me pueden
llamar señorita Molly”.
Cuando
la nueva profesora pronunció el número 17, Israel Gómez se presentó como Popa
Gómez y los niños empezaron a reír. Luego, se sentó silencioso pero feliz
cuando escuchó a la educadora reprender a los alumnos y al ver, desde el
montículo, cómo su segundo lanzamiento, una curva rompiente, fue abanicado por
su adversario.
Al
final de la clase, la señorita Molly, mientras acariciaba con ternura maternal
su cabellera rebelde, le pidió que se quedara un momentito para charlar con él.
Un nerviosismo le sacudió de repente; por un momento se llenó de pánico por el
temor a ser regañado y luego escuchó el bullicio de los fanáticos: “Let’s
go, Yankees! Let’s go, Yankees!”, cuando el tercer lanzamiento llegó como
un cañonazo al mascotín del receptor y el árbitro principal se balanceó al
cantar el strike. “¿Por qué te haces llamar Popa, muchachito?”, le
preguntó la profesora. “Porque así era como me llamaba mi mamá antes de que se
muriera, maestra”. Y la señorita Molly lo abrazó, y se pasó casi una hora
conversando con el negrito que soñaba con ser pelotero. “Porque no soy bueno
para la escuela, señorita, ya doña Tatica me lo ha dicho, que yo me voy a
quedar bruto como mi papá, que no sabe ni la ‘o’”. Y la profesora sustituta,
con su carita de santa, le dijo la cosa más bonita del mundo, algo que jamás él
pensó escuchar: “Tú vas a ser quien tú quieras ser, hijo. No te lleves de nadie
y solo persigue los pasos de tus sueños”, E Israel “Popa” Gómez recordó en ese
instante, mientras su cuarto lanzamiento era bateado por la zona de foul
del jardín izquierdo, cuando, ya siendo un jovencito, después de lesionarse el
jugador de tercera, lo dejaron jugar en dicha posición pese a que él no estaba
vestido apropiadamente. Llevaba una camisa andrajosa de manga
larga, pantalón vaquero viejo y remendado y lo peor de todo, y por eso no lo habían
incluido en el lineup, estaba calzado con unos zapatos de cuero con los
tacos desgastados. “Hoy vienen los escuchas al estadio, Popa, y solo van a
jugar los que estén presentables; no queremos pasar vergüenza con los gringos
y, además, hoy quizás firmen a algunos de los prospectos”. El negrito se sentó
humildemente en el dugout hasta que al tercera base se le abrió la
muñeca al tratar de atrapar una línea durísima que lo obligó a retirarse del
juego.
Una
rolata; Popa Gómez recogió la pelota e, incómodo, lanzó un disparo que llegó
como un rayo a la almohadilla de primera y sacó el out. El juego se
detuvo. Uno de los escuchas, sorprendido por la velocidad del lanzamiento del
negrito de tercera, entró al terreno de juego y, después de quitarle la bola al
lanzador de turno, lo llamó. “Toma, muchacho, tira la bola lo más fuerte que
puedas”. Un silencio en el pequeño estadio del barrio Porvenir en San Pedro de
Macorís, y Popa Gómez lanzó un fuacatazo que dejó a todos boquiabiertos. “Bola
alta”, cantó el árbitro provocando un silencio en el Yankee Stadium.
Con
las bases llenas, emocionado, hundido en el entramado de sus pensamientos, el
serpentinero cometió un error que por un momento zarandeó al dirigente: le tiró
al peligroso bateador una recta que cayó en la esquinita de adentro. El
receptor fue a llevarle la pelota y le dijo: “Muchacho, ya lo tienes en tres y
dos, vamos a salir de esto; tírale lo mejor que tengas.” Pero la señorita Molly
no regresó jamás. El aspirante a jugador profesional desertó de la escuela y,
con las esperanzas en el suelo, convencido de las afirmaciones torturantes de
su maestra de cuarto curso, se pasó la adolescencia ayudando a su padre a
vender tortas por las calles polvorientas de Macorís y jugando al béisbol en
los claros de los cañaverales, donde el sol oscurecía a los boyeros,
entristecidos inexorablemente por el paso del tiempo. Una tarde se tropezó en
el parque con doña Tatica y le dio vergüenza que ella lo viera ya siendo un
hombrecito, con un delantal y una bandeja al hombro repleta de tortas de maíz.
Bajó el rostro, apretó los dientes, sacudió con los ganchos el polvo del
montículo, buscó la señal y sujetó la pelota entre los dedos medio, índice y
pulgar. Cuando soltó el fogonazo se dijo, sonriente: “Míreme ahora, doña
Tatica, hija de la gran puta”.
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