jueves, 29 de abril de 2021

Cuando el mundo me miró

 




Era la tercera vez, desde que empezó la postemporada, que lo llamaban a calentar en el bullpen sin que el equipo lo enviara a lanzar a la lomita. El novato ponía en forma su brazo con cierta dejadez pues estaba completamente seguro de que esta vez tampoco lo llamarían. El juego era demasiado importante para los Yankees de Nueva York puesto que representaba la última posibilidad de seguir con vida para pasar a los playoffs. La serie marchaba dos a cero a favor de los Medias Rojas de Boston y el partido recién se había desempatado en el decimosexto episodio gracias a un cuadrangular del primera base de los Mulos de El Bronx.

Por eso, cuando el mánager sorpresivamente lo mandó llamar, el derecho recién salido de las menores se estremeció. Un escalofrío le sacudió todo el cuerpo y por un momento el ruido ensordecedor que inundaba el estadio le corrió por las venas hasta fundirse en su corazón. Se limpió la frente con el dorso de la mano enguantada, desfiló a paso doble por el pasillo pegado a las tribunas, y cuando pisó el terreno de juego el pecho se le infló de emoción. El joven lanzador sabía que esta salida representaba la salvación del equipo y quizás su propia salvación en el béisbol. La fanaticada hervía, acelerada. Cuando el dirigente le pasó la pelota le dijo en inglés Muchacho, de ti solo necesito un out, concéntrate y por nada del mundo le lances adentro; mantén tus pitcheos fuera del plato. El receptor le iba traduciendo mientras él, con los ojos puestos en la pelota, amoldaba sus largos dedos negros a las costuras de la Rawlings.

Raspó con los ganchos el terreno del montículo hasta encajar el pie derecho. Realizó varios lanzamientos para acomodarse a las señales del receptor, y cuando el bateador se cuadró frente al diamante, el novato sintió un sudor helado granulándole la frente como si en ese instante reconociera la dimensión de su rol en el lugar en donde estaba. Cerró los ojos y por una fracción de segundo retornó a la infancia, al patio de la escuela, bajo las altas jabillas, en medio de la chiquillería bulliciosa que, en largas filas, se aprestaba a entrar a los salones de clases. ¡Estudiante número 17!, escuchó que lo llamaban. ¡Venga inmediatamente! Y se vio caminando hacia donde se imponía, con su típico gesto de desprecio, la maestra de cuarto curso. Cabizbajo, incordiado por la risa burlona de los estudiantes que a su paso le decían Te jodiste, Popa Gómez, ya te agarró la maestra fuera de la fila, se vio llegar y como siempre, doña Tatica, con su cutis de torta de cazabe y su boquita de pescado le hizo saber frente a sus compañeros, con insultos y humillaciones, que él nunca iba a llegar a nada en la vida, que por qué diablos no se podía estar quieto mientras cantaban los himnos a los patricios, que se fuera al salón a ponerse sus orejas de burro y a hincarse en un rincón. Y ahí iba el negrito Popa Gómez a obedecer a la maestra, a sumirse en la podredumbre de su propio yo. Y ya en el rincón, de rodillas, la implacable maestra descargaba sobre él, como un alud de odio, todas sus frustraciones.

El novato realizó su primer lanzamiento, Bola bajita, y entonces le llegó a la memoria la mañana en que entró al salón de clases y, en vez de doña Tatica, encontró un ángel sentado en el trono del cuarto curso. Bajó el rostro avergonzado y temeroso de que la figura celestial descubriera la alegría que, por un instante, relució en su blanca dentadura. Luego se dirigió a su asiento, en el extremo izquierdo de la última fila, de donde se apreciaba, por la ventana, la aridez del patio. Niños, su maestra está enferma y yo soy la sustituta. Voy a pasar la lista para saber sus nombres. A mí ustedes me pueden llamar señorita Molly.

Cuando la nueva maestra pronunció el número 17, Israel Gómez se presentó como Popa Gómez y los niños empezaron a reír. Luego se sentó silencioso pero feliz cuando escuchó a la educadora reprender a los alumnos y al ver, desde el montículo, cómo su segundo lanzamiento, una curva rompiente, fue abanicado por su adversario.

Al final de la clase la señorita Molly, mientras acariciaba con ternura maternal su cabellera rebelde, le pidió que se quedara un momentito para charlar con él. Un nerviosismo le sacudió de repente; por un momento se llenó de pánico por el temor a ser regañado y luego escuchó el bullicio de los fanáticos ¡Let’s go Yankees! ¡Let’s go Yankees!, cuando el tercer lanzamiento llegó como un cañonazo al mascotín del receptor y el árbitro principal se balanceó al cantar el strike. ¿Por qué te haces llamar Popa, muchachito?, le preguntó la maestra. Porque así era como me llamaba mi mamá antes de que se muriera, profesora. Y la señorita Molly lo abrazó, y se pasó casi una hora conversando con el negrito que soñaba con ser pelotero, Porque no soy bueno para la escuela, señorita, ya doña Tatica me lo ha dicho, que yo me voy a quedar bruto como mi papá que no sabe ni la “o”. Y la maestra sustituta, con su carita de santa, le dijo la cosa más bonita del mundo, algo que jamás él pensó escuchar: Tú vas a ser quien tú quieras ser, hijo. No te lleves de nadie y solo persigue los pasos de tus sueños. E Israel “Popa” Gómez recordó en ese instante, mientras su cuarto lanzamiento era bateado por la zona de foul del jardín izquierdo, cuando, ya siendo un jovencito, después de lesionarse el jugador de tercera, lo dejaron jugar en dicha posición pese a que él no estaba vestido apropiadamente. Llevaba una rotosa camisa de manga larga, pantalón vaquero viejo y remendado y lo peor de todo, y por eso no lo habían incluido en el line up, estaba calzado con unos zapatos de cuero con los tacos desgastados. Hoy vienen los escuchas al estadio, Popa, y solo van a jugar los que estén presentables; no queremos pasar vergüenza con los gringos y, además, hoy quizás firmen a algunos de los prospectos. El negrito se sentó humildemente en el dugout hasta que al tercera base se le abrió la muñeca al tratar de atrapar una línea durísima que lo obligó a retirarse del juego.

Una rolata; Popa Gómez recogió la pelota e, incómodo, lanzó un disparo que llegó como un rayo a la almohadilla de primera y sacó el out. El juego se detuvo. Uno de los escuchas, sorprendido por la velocidad del lanzamiento del negrito de tercera, entró al terreno de juego y, después de quitarle la bola al lanzador de turno, lo llamó. Toma, muchacho, tira la bola lo más fuerte que puedas. Un silencio en el pequeño estadio del barrio Porvenir en San Pedro de Macorís, y Popa Gómez lanzó un fuacatazo que dejó a todos boquiabiertos. Bola alta, cantó el árbitro provocando un silencio en el Yankee Stadium.

Con las bases llenas, emocionado, hundido en el entramado de sus pensamientos, el serpentinero cometió un error que por un momento zarandeó al dirigente: le tiró al peligroso bateador una recta que cayó en la esquinita de adentro. El receptor fue a llevarle la pelota y le dijo Muchacho, ya lo tienes en tres y dos, vamos a salir de esto; tírale lo mejor que tengas. Pero la señorita Molly no regresó jamás. El aspirante a jugador profesional desertó de la escuela y, con las esperanzas en el suelo, convencido de las afirmaciones torturantes de su maestra de cuarto curso, se pasó la adolescencia ayudando a su padre a vender tortas por las calles polvorientas de Macorís y jugando al béisbol en los claros de los cañaverales, donde el sol oscurecía a los boyeros, entristecidos inexorablemente por el paso del tiempo. Una tarde se tropezó en el parque con doña Tatica y le dio vergüenza que ella lo viera ya siendo un hombrecito, con un delantal y una bandeja al hombro repleta de tortas de maíz. Bajó el rostro, apretó los dientes, sacudió con los ganchos el polvo del montículo, buscó la señal y sujetó la pelota entre los dedos medio, índice y pulgar. Cuando soltó el fogonazo se dijo, sonriente, Míreme ahora, doña Tatica, hija de la gran puta.

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