
CASO
#122580: ROBO DE IDENTIDAD. HOMICIDIO. DOS ARRESTOS. UN PRÓFUGO. ESTATUS:
ABIERTO.
El capitán Elchamir Hassan,
subjefe de detectives de la Unidad de Delitos Contra la Propiedad del
Departamento de Policía de Nueva York, hurgaba en los archivos los expedientes
de fraude con el propósito de hallar alguna pista que le ayudara a resolver otros
hechos similares ocurridos recientemente.
Por
la ventana de su oficina en el cuartel general de One Police Plaza penetraban
el resplandor solar y el ruido persistente de la ciudad. Bañada de luz, se
imponía sobre su ordenado escritorio, entre los objetos de oficina, la foto
familiar: el capitán junto con una hermosa mujer anglosajona de ojos grandes
color esmeralda y dos niños sonrientes de diez y doce años. El uniformado abrió
con evidente desgana el fólder amarillento con el informe de uno de los casos,
como si intuyera que por ese conducto no llegaría a ninguna parte.
25
de diciembre de 1980. A las 14:00 horas, en el 1848 de Monroe Avenue, Apt. 2-A,
miembros de la Unidad de Homicidios del cuartel 46, con una orden de cateo
firmada por el juez M. Larek, de la Corte Suprema de Justicia de la ciudad de
Nueva York, ejecutaron un allanamiento. Una mujer de 85 años, identificada como
Daisy Smith, fue encontrada muerta en el armario. Se produjeron dos arrestos:
los esposos Michael y Linda Spencer, afroamericanos de 27 y 23 años,
respectivamente. Cargos: Homicidio en primer grado, estafa en tercer grado y
siete cargos por robo mayor en segundo grado. Alí Ebn Becar también fue puesto
bajo arresto para ser interrogado sobre su vinculación con el caso. Escapó del
cuartel 46. El Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York ofrece 2,000
dólares de recompensa por información que concluya con su captura.
—¿Alí
Ebn Becar? —dijo para sí mismo el capitán Hassan—. ¡Imposible! ¡No puede
tratarse de la misma persona!
Acto
seguido, mandó a su secretaria a comunicarle con el cuartel 46. El capitán se
acariciaba la barbilla, reflexivo y desconcertado, mientras susurraba el nombre
del prófugo. Cerró el expediente y, ansioso, esperó junto a la ventana a que
sonara el teléfono. Un amargor, una tristeza antigua, que él creía disipada, se
instaló en su pecho. Para su suerte, el oficial en jefe que había llevado a
cabo el operativo aún estaba activo en el departamento; lo localizó y le ordenó
que se presentara de inmediato en su despacho.
Dos
horas después, un hombre blanco y pecoso, grande como una puerta, entró y, tras
saludar, se sentó un tanto contrariado en la silla que el capitán le brindó.
—¿Recuerda
usted este caso, oficial? —preguntó Hassan tras pasarle el expediente. El
oficial Taylor, mientras lo hojeaba, no se pudo contener y empezó a reírse a
mandíbula batiente. Pero la mirada de su superior lo pasmó, y el policía se
limitó a balbucir una afirmación.
—¡Pues
le ordeno que me revele todos los detalles que rodearon el hecho,
principalmente la implicación que tuvo el hombre identificado como Alí Ebn
Becar!
El
oficial miró la ventana, el puente de Brooklyn rayado de automóviles, la ciudad
erizada de edificios; tomó aire y empezó a contar:
—Una
mañana, si mal no recuerdo, se presentó al cuartel un jovencito de aspecto
árabe, con señales de haber recibido una paliza, que pidió hablar con el jefe
de jefes. Así, como se lo estoy diciendo. En las manos llevaba un pequeño álbum
de fotografías, y en el cuello le colgaba una extraña medalla, semejante a una
moneda antigua, cortada por la mitad. Pese a que hace veinte años que sucedió
este hecho, recuerdo esos detalles porque de ellos se comentó mucho después que
el chico desapareció.
Taylor
se echó hacia atrás, generando un chirrido en el respaldo del asiento. Su voz
perezosa, la expresión de su cara, el tamborileo de sus dedos en el escritorio
dejaban entrever lo extenso y aburrido del relato. La luz de la ventana
aparecía en sus pequeños y vivos ojos como dos cerillas encendidas y
chispeantes.
—El
comandante me ordenó atenderlo y me hice anunciar como el jefe de jefes, ya que
el chico se había negado rotundamente a hablar con un oficial que no ostentara
tal rango. «Vengo a denunciar un homicidio», me dijo, y acto seguido me
proporcionó la dirección y el lugar exacto dentro del apartamento donde, según
él, encontraría el cadáver. Le pregunté cómo había podido obtener los detalles
de un hecho semejante, y respondió que durante unos minutos había compartido el
armario señalado con el cuerpo sin vida de la víctima, en calidad de
prisionero.
El
oficial abrió el expediente y extrajo una foto de una anciana sonriente, parada
frente a un bizcocho donde rutilaban innumerables velitas. Al fondo de la foto
se leía: Happy Birthday, Miss Daisy. Después de pasársela al capitán, le
dijo:
—Según
el chico, él pudo descubrir el homicidio gracias a esta foto.
Hassan
la estudió por unos segundos y luego, con un mohín, le dirigió una mirada
inquisitiva al oficial.
—Observe
la ventana que aparece en el extremo superior izquierdo de la foto, capitán. Si
se fija bien, a través de esa ventana, se vislumbra un poste del semáforo con
dos letreros: Monroe Avenue y la calle 189.
Hassan
volvió a mirar la fotografía con más detenimiento, acercándosela a la cara.
Después de unos segundos, dijo:
—Con
la foto resulta sumamente fácil localizar el apartamento de la anciana, pero
¿de dónde salió la foto y cómo Becar pudo descubrir el homicidio a través de
ella?
—En
realidad —dijo Taylor—, según el chico, la foto en sí misma no le dijo nada. El
lugar donde apareció el pequeño álbum de fotos, y otro detalle, fue lo que le
hizo concluir que algo extraño estaba sucediendo.
—¿El
lugar?
—Sí,
capitán. El álbum de fotos fue hallado por el chico en un bote de basura.
—¿Y
qué tiene esto de particular?
—Según
él, nadie tiraría a la basura un objeto de incuestionable valor familiar. De
modo que, al deducir la dirección gracias a la ventana, se presentó al
apartamento, no movido por la curiosidad propia de personas de su edad, sino
por un interés muy particular: una medalla de media moneda que, si se fija bien
en la foto, cuelga del cuello de la anciana.
Hassan
se notaba más intrigado.
—El
jovencito llamó a la puerta preguntando por Miss Daisy —continuó el oficial—.
Los usurpadores, una pareja de esposos, si no me falla la memoria, lo hicieron
pasar a la vivienda. Temerosos de que el intruso pudiera denunciar ante las
autoridades que ellos, después de haberle robado la identidad a la anciana para
apoderarse de su fortuna y de su apartamento, la habían asesinado, tomaron al
chico y lo encerraron en el armario.
—¿Y
luego? —se desesperó el capitán ante el silencio de Taylor.
—Y
luego, mi capitán, lo que sigue le causará risa como todavía me sucede a mí.
Abra el expediente y lea usted mismo las declaraciones de Becar.
Hassan
tomó el expediente. En unas hojas se hallaban las declaraciones del prófugo
escritas en ideogramas, que el capitán perfectamente entendía. En otras, según
pudo comparar, había una pobre traducción de dichas declaraciones.
El
capitán leyó:
«Mi nombre es Alí Ebn Becar,
descendiente directo de Aladino, el hijo del sastre Mustafá, y de la princesa
Brudulbudura. Me crie con mi abuelo en la capital de un reino de Asia, muy rico
y de vasto territorio. Cuando cumplí quince años, Micea, que así se llama mi
abuelo, me entregó como regalo media moneda y me dijo: nieto, he aquí la
lámpara maravillosa...
Taylor
miraba, expectante, el rostro del capitán, en espera de escuchar sus estallidos
de risa. Pero en el semblante de su superior, para su sorpresa, solo pugnaban
por aflorar, a la vez, la amargura y la nostalgia.
»—Debo
aclarar —declaraba Becar— que en mi tierra lámpara, cuya traducción proviene de
la palabra mudra-bhasabhasa, quiere decir moneda, no algo que pudiera
encenderse como un candil; y si el malvado mago africano le había ordenado a
Aladino apagar la lámpara en cuanto la hallara en el agujero que a dicho
propósito había abierto en las entrañas de la tierra, solo había querido
significar que la cubriera de polvo para que este no intentara sacarle brillo
frotándola con sus vestidos, acto que despertaría al poderoso genio.
»Micea,
después de darme la media moneda, me envió a las antípodas a buscar la otra
mitad, sin la cual la lámpara no produciría ningún prodigio. "Debes
hallarla antes de que la estrella Kalka aparezca en el cielo junto a la luna en
cuarto menguante, período en que se completan doscientos años, al término de
los cuales, por un breve lapso, el genio se despierta", me ordenó el
venerable anciano. Llegué a Nueva York, lugar señalado por mi abuelo como el
lado opuesto, en el planeta, a Kabac, mi pueblo, y vagué por sus calles lleno
de desilusión y sin esperanza. Pero una tarde, ya sin dinero, mientras buscaba
en los botes de basura algún mendrugo con que mitigar el hambre, mi corazón
saltó de alegría. Fotografiada en el cuello de una anciana estaba la otra mitad
de la lámpara maravillosa. Corrí, siguiendo la dirección que se veía en una
ventana, y llamé a la puerta de un apartamento, en el que, a través de vecinos,
supe que vivía Miss Daisy. Pero este fue el principio de mis calamidades.
Después de ser sometido a interrogatorio, vejado y golpeado hasta casi perder
el sentido, fui sepultado en un ropero oscuro, sin esperanza de salir con vida.
Pasadas unas horas, recuperadas parte de las fuerzas, hurgué en el armario y
di, aterrado, con un cuerpo embutido en una gruesa funda de plástico. Era Miss
Daisy y, bendito sea Alá, todavía llevaba en el cuello la media moneda.
»No puedo describir la angustia
que sentí en esos momentos. Al romper el plástico, un hedor asfixiante me hizo
contener la respiración y alertó a mis secuestradores. Mientras escuchaba sus
pasos acercándose, yo manipulaba torpemente las dos mitades de la moneda,
rogando al Altísimo que se produjera el milagro. Así fue como aparecí ante la
puerta del cuartel 46 para denunciar a los maleantes. Y, del mismo modo,
valiéndome de la lámpara maravillosa, pienso abandonar este lugar, donde me
mantienen con la mano izquierda esposada a una mesa, en calidad de prisionero,
por un crimen que yo mismo he ayudado a resolver».
—¿Y
qué sucedió luego? ¿Cómo Becar pudo escapar del cuartel estando esposado?
El
oficial no podía creer que todavía el capitán estuviera interesado en una
historia que él, y cualquiera con sentido común, consideraba absurda.
—¡Pero,
capitán! —exclamó—. ¿No se da cuenta de que el chico nos había tomado el pelo?
Lógicamente, Becar no escapó por arte de magia, como nos quiso hacer creer en
sus declaraciones. El chico, al parecer, tenía consigo una llave para abrir
esposas. Salir del cuartel le fue sumamente fácil debido a la escasez de
vigilancia que suelen tener los destacamentos policiales los días de Navidad.
—¿Y
qué les hizo pensar que Becar era cómplice de los asesinos y no un simple
informante?
—Pues,
capitán, por la historia. ¿Quién, en esta época, podría creer en cuentos de
genios y hadas?
El
capitán, con el rostro demudado en un gesto de furor, abrió la gaveta del
escritorio y sacó una pequeña revista de promociones turísticas.
—¡Abra la página cuatro, oficial! —ordenó—. Allí hallará la propaganda de Kabac, una ciudad rica y de vasto territorio de Asia. ¿Y quiere saber cómo se llama el emir de la ciudad? Alí Ebn Becar, oficial Taylor. Y para que empiece a creer en fenómenos extraordinarios, le contaré una breve historia. Yo, oficial Taylor, nací en Kabac. A los veinte años, iba a desposar a la mujer más hermosa de la ciudad no bien entrado el año 1981. Pero, en la víspera de la aparición de la estrella Kalka junto a la luna en cuarto menguante, que corresponde a la Navidad en este lado del mundo, algo inefable para mí, y descomunal, sucedió. Murió el emir y en su lugar fue impuesto su prófugo, oficial Taylor, Alí Ebn Becar. Para la coronación, las autoridades de la ciudad convocaron a las mujeres de mayor hermosura para que el nuevo mandatario escogiera a sus esposas. Ya usted debe imaginar lo que sufrí al saber que mi amada iba a compartir la cama con el hombre más poderoso de mi tierra. Me pasé la noche maldiciendo y reclamándole una explicación al Altísimo sobre el mal que me había sobrevenido. Por la mañana, desvanecido, caí en un profundo sueño. En el sueño se me apareció un anciano, vestido con ropas modernas, occidentales, quien, abriéndose paso por entre las nubes, levantó la mano y señaló una gran ciudad que ardía de luces junto al océano. "Esa es Nueva York", me dijo. "Allá descubrirás la verdad".
****
Nota: Puede adquirir mis obras en Amazon,
Barnes & Noble, Lulu y otras librerías virtuales, tanto en formato impreso
como digital. También puede hacer clic en la portada que aparece en el lado
derecho del blog.
3 comentarios:
Obrigada pela indicação de leitura, José. Muito bom esse conto e continuo lendo as outras publicações no seu blog.
Abraços
Marilda Confortin - Brasil
Gracias Marilda.
Jose Acosta
Muy buen cuento, José. Es de un libro que estás escribiendo?
Publicar un comentario