viernes, 16 de abril de 2010

Vuelta a las mil y una noches

(Ortega: Alegoría árabe)

CASO #122580: ROBO DE IDENTIDAD. HOMICIDIO. DOS ARRESTOS. UN PRÓFUGO. ESTATUS: ABIERTO.

El capitán Elchamir Hassan, subjefe de detectives de la Unidad de Delitos Contra la Propiedad del Departamento de Policía de Nueva York, hurgaba en los archivos los expedientes de fraude, con el propósito de hallar alguna pista que le ayudara a resolver otros hechos similares ocurridos recientemente.
Por la ventana de su oficina en el cuartel general de One Police Plaza, penetraba el resplandor solar y el ruido persistente de la ciudad. Bañada de luz se imponía, sobre su ordenado escritorio, entre los objetos de oficina, la foto familiar: el capitán junto a una hermosa mujer anglosajona, de ojos grandes color esmeralda y dos niños sonrientes de diez y doce años. El uniformado abrió con evidente desgana el fólder amarillento con el informe de uno de los casos, como si intuyera que por ese conducto no llegaría a ninguna parte.
25 de diciembre de 1980. A las 14:00 horas, en el 1848 de Monroe Avenue, Apt. 2-A, miembros de la Unidad de Homicidios del cuartel 46, con una orden de cateo firmada por el juez M. Larek, de la Corte Suprema de Justicia de la ciudad de Nueva York, ejecutaron un allanamiento. Una mujer de 85 años de edad, identificada como Daisy Smith, fue encontrada muerta en el armario. Se produjeron dos arrestos: los esposos Michael y Linda Spencer, afroamericanos de 27 y 23 años de edad respectivamente. Cargos: Homicidio en primer grado, estafa en tercer grado y siete cargos por robo mayor en segundo grado. Alí Ebn Becar también fue puesto bajo arresto para ser interrogado sobre su vinculación con el caso. Escapó del cuartel 46. El Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York ofrece 2.000 dólares de recompensa por información que concluya con su captura.
—¿Alí Ebn Becar?— dijo para sí mismo el capitán Hassan— ¡Imposible! ¡No puede tratarse de la misma persona!
Acto seguido mandó a su secretaria a comunicarle con el cuartel 46. El capitán se acariciaba la barbilla, reflexivo y desconcertado, mientras susurraba el nombre del prófugo. Cerró el expediente y, ansioso, esperó junto a la ventana que sonara el teléfono. Un amargor, una tristeza antigua, que él creía disipada, se instaló en su pecho. Para su suerte, el oficial en jefe que había llevado a cabo el operativo, aún estaba activo en el departamento; lo localizó y le ordenó que se presentara de inmediato ante su despachó.
Un hombre blanco y pecoso, grande como una puerta, entró y, después de saludar, se sentó un tanto contrariado en la silla que el capitán le brindó.
—¿Recuerda usted este caso, oficial? —preguntó Hassan tras pasarle el expediente. El oficial Taylor, mientras lo hojeaba, no se pudo contener y empezó a reírse a mandíbula batiente. Pero la mirada de su superior lo pasmó y el policía se limitó a balbucir una afirmación.
—¡Pues le ordeno que me revele todos los detalles que rodearon el hecho, principalmente la implicación que tuvo el hombre identificado como Alí Ebn Becar!
El oficial miró la ventana, el puente de Brooklyn rayado de automóviles, la ciudad erizada de edificios; tomó aire y empezó a contar:
—Una mañana, si mal no recuerdo, se presentó al cuartel un jovencito de aspecto árabe, con señales de haber recibido una paliza, que pidió hablar con el jefe de jefes. Así, como se lo estoy diciendo. En sus manos llevaba un pequeño álbum de fotografías y en el cuello le colgaba una extraña medalla, semejante a una moneda antigua, cortada por la mitad. Pese a que hace veinte años que sucedió este hecho, recuerdo esos detalles porque de ellos se comentó mucho después que el chico desapareció.
Taylor se echó hacía atrás, generando un chirrido en el respaldo del asiento. Su voz perezosa, la expresión de su cara, el tamborileo de sus dedos en el escritorio, dejaban entrever lo extenso y aburrido del relato. La luz de la ventana aparecía en sus pequeños y vivos ojos como dos cerillas encendidas y chispeantes.
—El jefe me ordenó atenderlo y me hice anunciar como el jefe de jefes, ya que el chico se había negado rotundamente a hablar con un oficial que no ostentara tal rango.
—Vengo a denunciar un homicidio —me dijo, y acto seguido me proporcionó la dirección y el lugar exacto dentro del apartamento donde según él encontraría el cadáver. Le pregunté cómo había podido obtener los detalles de un hecho semejante, y él respondió que durante unos minutos había compartido el armario señalado con el cuerpo sin vida de la víctima, en calidad de prisionero.
El oficial abrió el expediente y extrajo una foto de una anciana sonriente, parada frente a un bizcocho donde rutilaban innumerables velitas. Al fondo de la foto se leía: Happy Birthday, Miss Daisy. Después de pasársela al capitán, le dijo:
—Según el chico, él pudo descubrir el homicidio gracias a esta foto.
Hassan la estudió por unos segundos y luego, con un mohín, le dirigió una mirada inquisitiva al oficial.
—Observe la ventana que aparece en el extremo superior izquierdo de la foto, Capitán. Si se fija bien, a través de esa ventana, se vislumbra un poste del semáforo con dos letreros: Monroe Avenue y la calle 189.
Hassan volvió a mirar la fotografía con más interés, acercándosela a la cara. Después de unos segundos, dijo:
—Con la foto resulta sumamente fácil localizar el apartamento de la anciana, pero ¿de dónde salió la foto y cómo Becar pudo descubrir el homicidio a través de ella?
—En realidad —dijo Taylor—, según el chico, la foto en sí misma no le dijo nada. El lugar donde apareció el pequeño álbum de foto, y otro detalle, fue lo que le hizo concluir que algo extraño estaba sucediendo.
—¿El lugar?
—Sí, capitán. El álbum de fotos fue hallado por el chico en un bote de basura.
—¿Y qué tiene esto de particular?
—Según él, nadie tiraría a la basura un objeto de incuestionable valor familiar. De modo que, al deducir la dirección gracias a la ventana, se presentó al apartamento, no movido por la curiosidad propia de personas de su edad, sino por un interés muy particular: una medalla de media moneda que, si se fija bien en la foto, cuelga del cuello de la anciana.
Hassan se notaba más intrigado.
—El jovencito llamó a la puerta preguntando por miss Daisy —continuó el oficial—. Los usurpadores, una pareja de esposo si no me falla la memoria, le hicieron pasar a la vivienda. Temerosos de que el intruso pudiera denunciar ante las autoridades que ellos, después de haberle robado la identidad a la anciana para apoderarse de su fortuna y de su apartamento, la habían asesinado, tomaron al chico y lo encerraron en el armario.
—¿Y luego? —se desesperó el capitán ante el silencio de Taylor.
—Y luego, mi capitán, lo que sigue le causará risa como todavía me sucede a mí. Abra el expediente y lea usted mismo las declaraciones de Becar.
Hassan tomó el expediente. En unas hojas se hallaban las declaraciones del prófugo escritas en ideogramas, que el capitán perfectamente entendía. En otras, según pudo comparar, había una pobre traducción de dichas declaraciones.
El capitán leyó:
«Mi nombre es Alí Ebn Becar, descendiente directo de Aladino, el hijo del sastre Mustafá, y de la princesa Brudulbudura. Me crié con mi abuelo en la capital de un reino de Asia, muy rico y de vasto territorio. Cuando cumplí quince años, Micea, que así se llama mi abuelo, me entregó como regalo media moneda y me dijo: nieto, he aquí la lámpara maravillosa...
Taylor miraba, expectante, el rostro del capitán, en espera de escuchar sus estallidos de risa. Pero en el semblante de su superior, para su sorpresa, sólo pugnaban por aflorar, a la vez, la amargura y la nostalgia.
»—Debo aclarar —declaraba Becar— que en mi tierra lámpara, cuya traducción proviene de la palabra mudra-bhasabhasa, quiere decir moneda, no algo que pudiera encenderse como un candil; y si el malvado mago africano le había ordenado a Aladino apagar la lámpara en cuanto la hallara en el agujero que a dicho propósito había abierto en las entrañas de la tierra, sólo había querido significar que la cubriera de polvo, para que éste no intentara sacarle brillo frotándola con sus vestidos, acto que despertaría al poderoso genio.
»Micea, después de darme la media moneda, me envió a las Antípodas a buscar la otra mitad, sin la cual la lámpara no produciría ningún prodigio. "Debes hallarla antes de que la estrella Kalka aparezca en el cielo junto a la luna en cuarto menguante, período en que se completan doscientos años, al término de los cuales, por un breve lapso, el genio se despierta", me ordenó el venerable anciano. Llegué a Nueva York, lugar señalado por mi abuelo como el lado opuesto, en el planeta, a Kabac, mi pueblo, y vagué por sus calles lleno de desilusión y sin esperanza. Pero una tarde, ya sin dinero, mientras buscaba en los botes de basura algún mendrugo con que mitigar el hambre, mi corazón saltó de alegría. Fotografiada en el cuello de una anciana estaba la otra mitad de la lámpara maravillosa. Corrí, siguiendo la dirección que se veía en una ventana y llamé a la puerta de un apartamento, en el que, a través de vecinos, supe que vivía miss Daisy. Pero este fue el principio de mis calamidades. Después de ser sometido a interrogatorio, vejado y golpeado hasta casi perder el sentido, fui sepultado en un ropero oscuro, sin esperanza de salir con vida. Pasadas unas horas, recuperadas parte de las fuerzas, hurgué en el armario y di, aterrado, con un cuerpo embutido en una gruesa funda de plástico. Era miss Daisy y, bendito sea Alá, todavía llevaba en el cuello la media moneda.
»No puedo describir la angustia que sentí en esos momentos. Al romper el plástico, un hedor asfixiante me hizo contener la respiración y alertó a mis secuestradores. En tanto escuchaba sus pasos acercándose, yo manipulaba torpemente las dos mitades de la moneda, rogando al Altísimo que se produjera el milagro. Así fue como aparecí ante la puerta del cuartel 46 para denunciar a los maleantes. Y, del mismo modo, valiéndome de la lámpara maravillosa, pienso abandonar este lugar, donde me mantienen esposado a una mesa por la mano izquierda, en calidad de prisionero, por un crimen que yo mismo he ayudado a resolver».
—¿Y qué sucedió luego? ¿Cómo Becar pudo escapar del cuartel estando esposado?
El oficial no podía creer que todavía el capitán estuviera interesado en una historia que él, y cualquiera con sentido común, consideraba absurda.
—¡Pero capitán! —Exclamó— ¿No se da cuanta que el chico nos había tomado el pelo? Lógicamente Becar no escapó como por arte de magia, como nos quiso hacer creer en sus declaraciones. El chico, al parecer, tenía consigo una llave para abrir esposas. Salir del cuartel le fue sumamente fácil debido a la escasez de vigilancia que suelen tener los centros policiales los días de Navidad.
—¿Y qué les hizo pensar que Becar era cómplice de los asesinos y no un simple informante?
—Pues, capitán, por la historia. ¿Quién, en esta época, podría creen en cuentos de genios y hadas?
El capitán, con el rostro demudado en un gesto de furor, abrió la gaveta del escritorio y sacó una pequeña revista de promociones turísticas.
—¡Abra la página cuatro, oficial! —ordenó— Allí hallará la propaganda de Kabac, una ciudad rica y de vasto territorio de Asia. ¿Y quiere saber cómo se llama el emir de la ciudad? Alí Ebn Becar, oficial Taylor. Y para que empiece a creer en fenómenos extraordinarios, le contaré una breve historia. Yo, oficial Taylor, nací en Kabac. A los veinte años iba a desposar a la mujer más hermosa de la ciudad no bien entrado el año 1981. Pero, en la víspera de la aparición de la estrella Kalka junto a la luna en cuarto menguante, que corresponde a la Navidad en este lado del mundo, algo inefable para mí, y descomunal, sucedió. Murió el emir y en su lugar fue impuesto su prófugo, oficial Taylor, Alí Ebn Becar. Para la coronación, las autoridades de la ciudad convocaron a las mujeres de mayor hermosura, para que el nuevo mandatario escogiera a sus esposas. Ya usted se debe de imaginar lo que sufrí al saber que mi amada iba a compartir la cama con el hombre más poderoso de mi tierra. Me pasé la noche maldiciendo y reclamándole una explicación al Altísimo sobre el mal que me había sobrevenido. En la mañana, desvanecido, caí en un profundo sueño. En el sueño se me apareció un anciano, vestido con ropas modernas, occidentales, quien, abriéndose paso por entre las nubes, levantó su mano y señaló una gran ciudad que ardía de luces junto al océano. "Esa es Nueva York", me dijo. "Allá descubrirás la verdad".

3 comentarios:

Marilda Confortin dijo...

Obrigada pela indicação de leitura, José. Muito bom esse conto e continuo lendo as outras publicações no seu blog.
Abraços
Marilda Confortin - Brasil

José Acosta dijo...

Gracias Marilda.

Jose Acosta

Unknown dijo...

Muy buen cuento, José. Es de un libro que estás escribiendo?