
José Saramago / El año de la muerte de Ricardo Reis
Cuando
el secretario Bob Stevens entró en la habitación, la luz del amplio ventanal lo
cegó con tal fuerza que tuvo que hacer visera con la mano para poder recuperar
el equilibrio visual. De espaldas, pegado al vidrio del ventanal, el anciano
John Davison Rockefeller observaba los nidos que habían tejido las palomas a
ambos lados del alero. Uno de ellos contenía dos pichones que empezaban a
emplumar. El anciano no cambió de posición a pesar de haber escuchado la
puerta; sabía que su secretario lo miraba desconcertado, pues él nunca había
descorrido por completo la cortina del ventanal.
—¡Señor Rockefeller...! —dijo el secretario Bob Stevens.
—Ya sé lo que me vas a preguntar, Bob —dijo el anciano
sin volver el rostro—: que qué hago aquí parado. Pues bien, te lo diré: estoy
esperando la nevada.
—¡¿Nevada?! —exclamó el secretario—. Pero si estamos en
pleno verano, señor. Disculpe, pero ¿quién le dijo que iba a nevar hoy?
—Vamos, Bob, no seas estúpido. ¿Quién más iba a ser? El
periódico. ¿Es que no recuerdas que tú mismo me lo leíste esta mañana?
—Sí, pero...
—Pero nada, Bob. Si el New York Times dice, en el
reporte meteorológico, que va a nevar, va a nevar sin duda.
El secretario enmudeció. Hasta ese instante no había
reparado en que el periódico estaba tirado por todo el piso de la habitación.
Algo también extraño porque el anciano, después de hojearlo, lo acomodaba
celosamente en el largo anaquel donde lo coleccionaba desde la época en que el
mundo empezó a mejorar.
Cuando
John D. Rockefeller escuchó el crujido del papel y el silencioso rezongo del
secretario, volvió la mirada y ordenó:
—No, Bob, no lo recoja. Déjelo ahí. Si el New York
Times fue capaz de equivocarse con algo tan pequeño como el estado del
tiempo, ¿cómo creerle las cosas realmente importantes? Además —continuó el
anciano, ahora apoyado en su bastón—, lea ese anónimo que está sobre la mesita
de noche. Lo echaron hace algunos días por debajo de la puerta. Estoy a punto
de convencerme de su contenido.
El secretario Bob Stevens se incorporó, soltó las hojas
de periódico y se dirigió hacia la mesa señalada. Leyó la nota:
Le mienten, señor Rockefeller,
el New York Times le
miente.
El mundo sigue siendo una
mierda.
El
secretario Bob Stevens bajó la cabeza en un gesto de impotencia. Tenía que
hacer algo para devolverle la fe a su jefe. Cuando levantó la cabeza, ya el
anciano estaba de espaldas, como si esperara en el andén de una estación el
tren prometido a una hora indeterminada. Por la ventana de su décimo piso se
podía apreciar una amplia panorámica de la ciudad de Richford. Abajo, escaso
tránsito vehicular, una joyería con un enorme rótulo dorado: LIPEN jewelry, y
pocos transeúntes. El anciano solo podía verlos asistiéndose de unos
binoculares que colgaban cerca del dintel de la ventana. Cuando escuchó salir
al secretario, descorrió un poco el vidrio del ventanal y tuvo al alcance de
sus manos trémulas el nido que contenía los pichones. Por un momento, la
antigua sensación de poderío reapareció tensando sus músculos, rejuveneciendo
sus facciones. Ahí, dentro de ese nido de paja, estaba algo vivo, y eso vivo
dependía ahora de él. Se recordó a sí mismo por los pasillos de la central de
la Standard Oil impartiendo órdenes, firmando papeles. Escuchó el murmullo
suplicante de sus competidores del otro lado de su oficina, la máquina
silenciosa de sus monopolios tragándose a las pequeñas empresas. De repente,
John Davison Rockefeller levantó el bastón y, de un solo golpe, empujó el nido
hacia el abismo, dejando sobre el alero una mancha redonda como si la sombra
del nido no hubiese saltado. Tomó los binoculares del gancho cerca del dintel
de la ventana y buscó infructuosamente los destrozos del nido sobre la calle.
Se imaginaba los pichones aplastados bajo las ruedas de los automóviles, la
sangre manando en un solo estallido, los ojitos brotados, la nieve —que no
llegaba— cubriendo con su blancura su pecado. John D. Rockefeller se desespera
buscando alguna maldad en ese nuevo mundo que, según el New York Times,
por fin había entrado en razón y se aprestaba a mejorar cada día que pasaba,
ahora, precisamente, que él no podía disfrutarlo.
Un
auto se detuvo frente a la joyería. El anciano siguió con los binoculares al
hombre que bajó del vehículo. Lo vio mirar en todas direcciones, sacar un arma
de fuego y entrar con aire marcial al establecimiento. Su cerebro, ya
acostumbrado a las buenas noticias, no estaba preparado para procesar los
terribles acontecimientos que se desarrollaban ante sus ojos. Sintió un débil
mareo al retener la respiración, intentando que nada de aquello se le saliera
de foco. No obstante, por más que se obstinó, no pudo sostener por
más tiempo los binoculares con su mano izquierda. Fueron segundos de impaciencia,
de una intranquilidad insufrible. Tuvo que apoyar el brazo en el alféizar y
encorvar su cuerpo, que amenazaba con desplomarse, hasta que el aire tibio de
la tarde, entrando por la abertura del ventanal, le inyectó algo de energía.
Entonces logró hacer el cambio: bastón a la mano izquierda, binoculares a la
derecha. Luego apuntó hacia su objetivo: la joyería LIPEN. Nada había
cambiado. El auto seguía estacionado, con la puerta derecha
entreabierta y la mano nerviosa del conductor golpeando la puerta izquierda
mientras ajustaba una y otra vez el retrovisor. Eso era todo lo que el anciano
John D. Rockefeller podía ver, aunque imaginaba el terror que se desataba dentro
del establecimiento.
De
repente, el hombre salió corriendo de la joyería con un paquete en la mano,
apuntando su arma hacia ambos lados de la vía. Cuando intentaba entrar en el
vehículo, un hombrecillo asiático apareció y comenzó a disparar. El auto
aceleró, dejando al asaltante abandonado en medio de la calle. John D.
Rockefeller observó cómo un charco de sangre se formaba alrededor del hombre.
Aunque se sintió satisfecho, una inquietante sensación de quietud empezó a
acosarlo. Quizás era la desolación del cuarto, la cama sin tender,
el largo anaquel con los periódicos de los últimos años ordenados día tras día
según mejoraba el mundo, o su pobre cuerpo demolido reflejado borrosamente en
el vidrio del ventanal.
John Davison Rockefeller volvió a mirar hacia la calle
con los binoculares. Abajo reconoció a su secretario Bob Stevens conversando
con un policía y señalando hacia su ventana. Corrió la cortina, colgó los
binoculares y caminó trabajosamente hacia la cama. El ruido del papel al
pisarlo le recordó que el periódico aún estaba tirado en el piso. La tarde
empezaba a caer y aún no había señal alguna de nevada. John D. Rockefeller
cubrió su rostro con la sábana, cerró sus ojos cansados y pensó en el mal.
Pensó en eso que, aunque el New York Times insistía cada mañana en
anunciar su pronta extinción de la faz de la tierra, seguía allí, agazapado, en
estado latente, esperando el momento preciso para reaparecer, como momentos
antes había aparecido en ese movimiento oscuro de su mano al derribar el nido
de paloma y en el asalto a la joyería LIPEN. Y a pesar de que mañana el asalto
no aparecería en su periódico New York Times, él ya lo había leído con
sus ojos, él sí sabía con exactitud los detalles de lo ocurrido.
Cerca de las doce de la noche apareció el secretario Bob
Stevens en la alcoba del anciano. Lo despertó con una extraña algarabía.
—¡Señor Rockefeller! ¡Señor Rockefeller!
El anciano despertó sobresaltado.
—¿Qué sucede, Bob?
—Venga, señor, abra la ventana. Es verdad, el New York
Times no le mintió. Está nevando, señor Rockefeller, es increíble.
El secretario descorrió la cortina. John D. Rockefeller
vio la nieve descender, pegándose dócilmente al vidrio del ventanal; parecía
estar iluminada dentro de la oscuridad de la noche. Se restregó los ojos con el
dorso de las manos y volvió a arroparse la cabeza con desgana.
—Pero, señor Rockefeller, ¿usted no...?
—Ande, Bob, vaya usted a disfrutar de su nieve y déjeme
dormir.
El
secretario se sintió descubierto. Era como si el anciano le restregara en la
cara todo el esfuerzo que invirtió en convertir en verdad una de sus tantas
mentiras. De nada había servido reclamar al New York Times, donde solo
se limitaron a disculparse por el error al diagramar el reporte meteorológico
de uno de los días del pasado invierno. Mañana llegaría el recibo de la 20th
Century Fox, que tan amablemente se había tomado la molestia de mover sus
equipos para crear la nieve en la ventana de tan venerable anciano.
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4 comentarios:
Jose,
Me gusto mucho tu cuento: la claridad y singularidad de los dialogos, los gestos, la escenificacion, el suspenso, el mensaje social y la candencia. El relato atrapa y fluye. Supongo que te tomo mucho tiempo pulirlo. Lo lei de un tiron, cuando tomaba un break de la escritura y me vino muy bien. Gracias por compartir.
Josidalgo
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Este cuento me recordó "La salud de los enfermos", de Cortázar. La necesidad que tenemos de usar la mentira para proteger a nuestros seres queridos. Gracias, otra vez José por compartir tu incalculable talento.
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