Hola, para los que no me conocen, soy el doctor Joaquín
Colón. Nací en el sector de Mott Haven, en el sur de El Bronx. Aunque mi
historia de amor es larga y complicada, trataré, como nos lo ha sugerido Rubio,
de concentrarla en los momentos más significativos, aquellos que, a pesar del
tiempo transcurrido, insisten en permanecer frescos en la memoria.
Empezaré
narrándoles un acontecimiento que marcó el inicio de mi adolescencia; fue en un
atardecer de 1934. Acababa de salir de la escuela y Franco, mi mejor amigo, un
muchacho muy crecido para su edad (los dos teníamos entonces once años), que
bizqueaba de un ojo, lo que acentuaba su cara de malandrín, me invitó a jugar a
ladrones y policías en la azotea del edificio donde él residía con su madre.
Desde que descubrimos que la alarma de la puerta de la garita de acceso al
techo estaba descompuesta, corretear en aquel peligroso lugar formaba parte de
nuestros juegos.
Arriba
nos esperaban otros cuatro muchachos del barrio; nos dividimos en grupos de
tres: a Franco le tocó el bando de los ladrones, y a mí, el de los policías.
Básicamente, el juego consistía en un corto drama de un robo en una joyería
imaginaria que situábamos en el lado menos penumbroso de la azotea. Los
ladrones cometían el crimen y llegaban los policías y se armaba la persecución.
A los que atrapaban, los colocaban en una cárcel de barrotes ficticios, situada
en el lado opuesto de la joyería.
El
escenario del juego no solo lo componía el inmueble de Franco, sino otro
edificio adyacente, separado de nuestro centro de operaciones por un par de
pulgadas, a excepción de un área, que todos conocíamos porque allí el conserje
solía amarrar a su perro en el verano y apestaba a demonio, en la que la
distancia que separaba a ambos edificios alcanzaba los cuatro metros, para
dejar espacio, abajo, al depósito de basura y al callejón que conducía al
patio.
Lo
que sucedió ya se lo habrán imaginado. Llegó la noche y con el correteo uno de
los niños cayó al vacío. El niño fue Franco, mi amigo; en la oscuridad
reinante, solo escuchamos un grito y, seguidamente, el estropicio de botes de
basura y latas. El miedo nos paralizó por unos segundos y, cuando nos asomamos
por el borde, lo vimos allá abajo, a la luz del farol del callejón, tendido en
una posición dolorosa.
«¡Franco!
¡Franco!», gritamos, comidos por los nervios. Uno de los muchachos, llamado
Lucas, un negrito cejijunto con el pelo crespo, me preguntó con voz quebrada si
yo creía que estaba muerto. Me encontraba tan conmocionado que no le pude
responder. Escuchamos voces de alarma y miramos de nuevo: al lado de Franco ya
se había aglomerado un grupo de vecinos, y varios de ellos nos señalaban.
Bajamos.
Doña Marta, la madre de Franco, estaba hecha un mar de lágrimas. Minutos
después llegó la ambulancia; los paramédicos, tras examinar a mi amigo,
anunciaron que estaba vivo, lo montaron con mucho tiento en una camilla y lo
trasladaron al hospital. Se había roto tres costillas y presentaba una pequeña
fractura en el cráneo, pero no de gravedad.
Mi
madre, Ana Colón, que en paz descanse, quien me crio sola con recursos de la
asistencia pública y con trabajos temporales en factorías, me amonestó, pero no
con la severidad que el caso ameritaba.
Ustedes
se estarán preguntando dos cosas: si el accidente no devino en tragedia, ¿por
qué me afectó tanto? Y lo más importante: ¿qué tiene que ver esta historia con
una historia de amor? Les pido paciencia. Estas digresiones, no los hechos en
sí, sino la esencia de estos, estoy seguro de que ustedes las sabrán acomodar
dentro de la totalidad de mi historia de amor. Ahora, si me perdonan, prosigo.
¿Qué
ocurrió después? Pues que doña Marta, que no tenía un pelo de tonta, acusó ante
las autoridades al casero y lo demandó por negligencia. Como se comprobó que la
alarma de la puerta que daba al techo no funcionaba, la madre de mi amigo ganó
una buena suma para ella y otra para su hijo, cuya parte la corte ordenó depositar
en una cuenta bancaria hasta que este cumpliera la mayoría de edad.
Doña
Marta no se mudó del vecindario; por el contrario, amobló su apartamento y se
dio bombos de ricachona hasta que el dinero se lo permitió.
A
Franco lo sacó de la escuela. «No voy a permitir que te sigas quemando las
pestañas con los libros si en unos años serás rico, muchacho».
La
suerte de Franco me dio envidia; durante muchos años, se lo aseguro, lamenté no
haber sido yo quien cayera al vacío. Cuando cumplía con mis deberes escolares,
me figuraba que Franco estaba en ese momento jugando en su cuarto u
holgazaneando en el parque o disfrutando de un buen trozo de pizza en el
restaurante italiano que quedaba en las cercanías del Yankee Stadium, a donde
la madre lo llevaba desde el inicio de la época de bonanza.
Debo
confesar, modestia aparte, que desde niño he sido muy inteligente. La señora
Saturnina y el amigo Mediovivo y hasta don Charlie se rieron, pero es la pura
verdad. En la escuela tenía fama de sabelotodo y, que yo recuerde, siempre fui
el primero de la clase. Estudiar, pongámoslo de este modo, me divertía, no
significaba un esfuerzo para mí, así que aquel período traumático no influyó
demasiado en mis calificaciones.
Por
un lado, odiaba tener que asistir a la escuela y Franco no, la verdad sea
dicha, pero por el otro, la escuela era para mí una especie de liberación, una
vía de escape del mundo sórdido que mi pobre madre había levantado con gran
esfuerzo para mí.
«¿Que
cuándo va a aparecer el amor en mi historia?», pregunta el amigo Mediovivo y
comprendo su desesperación.
Pasaron
cuatro años, corría el 1938. Para los que aún no han hecho el cálculo, yo tenía
quince años, y fue a esa edad, precisamente, que Teresa entró en mi vida. Me la
presentó Franco en una de las fiestas que él organizaba en su apartamento
cuando su madre por alguna razón se ausentaba. «Hay una chica que está loca por
ti —me dijo mi amigo aquel día en medio del jolgorio—. Te está esperando en mi
habitación». Me dio la llave de su cuarto y, nervioso y a la vez excitado por
saber de quién se trataba, caminé por entre los bailadores que abarrotaban la
sala y, al llegar a la habitación, me llevé tremenda sorpresa: la muchacha ya
la conocía. Tenía muy mala reputación. En esa época, en las esquinas de nuestro
barrio, por la avenida Saint Ann, se paraban grupos de hombres, mayormente
jóvenes, a vender heroína, que en la calle comerciaban con el nombre de
“manteca”. Entre los vendedores había un viejo de barba tabacosa y mirada
acerada, un tipo de cuidado, apodado Low, a quien se le atribuían crímenes
horrendos. Era el padre de Teresa Vross, la chica que, según Franco, estaba
loca por mí y a quien encontré esa noche en aquella habitación.
En
cuanto la reconocí, me llené de terror. Ella se dio cuenta de inmediato. Para
apaciguarme, apagó la luz, me abrazó y me llevó a la cama; se acostó a mi lado,
boca arriba, como quien se tiende en un prado a observar las estrellas. Me tomó
la mano y me empezó a contar algo que aún hoy, cuando lo recuerdo, me acelera
el corazón.
«Desde
que era niña, siempre he estado enamorada de ti, Joaquín —me dijo—. Todos los
días, desde la ventana de mi cuarto, te veo pasar por la calle, camino a la
escuela. Desde esa ventana te he visto desde que eras un niño e ibas de la mano
de tu madre».
Su
voz parecía venir de muy lejos y sus palabras flotaban en mi cabeza como una
bandada de pájaros. Cuando alguna de sus palabras se me perdía bajo el ruido de
la fiesta que llegaba atenuado hasta nosotros, yo la perseguía poniendo en ello
un empeño angustiante, a sabiendas de que sin ella el reino que Teresa iba
levantando ante mí quedaría incompleto. Eran palabras simples, entrelazadas,
sin embargo, de un modo singular; eran palabras de amor, las primeras palabras
de amor que escuchaba.
Aquella
noche supe, por las cosas que ella me contó, que así como los seres que nos
rodean integran el mundo particular que uno se forma a través de la vida, uno
mismo, con mayor o menor intensidad, forma parte del mundo particular de cada
uno de esos seres.
Concluyó
diciéndome que yo era su príncipe azul, buscó mi boca en la oscuridad y me
besó. Su aliento me inundó de deseo. Luego se puso en pie y se desvistió; el
frufrú de su vestido me puso nervioso. Aunque no era la primera vez que estaba
con una muchacha, tanto la atmósfera que su confesión había creado en mi
interior como el hecho de ser la hija del tipo más temible del barrio quien me
la contaba, como ustedes comprenderán, me tenía casi en estado catatónico.
Regresó
a la cama. Un olor suave y denso a la vez emanaba de ella, era su olor de
mujer. Me desvestí. Atontado, como manoteando dentro de una nube, busqué su
sexo. Una viscosidad tibia me recibió. «Soy virgen», me susurró en el momento
definitivo, y sus uñas se clavaron con un furor dulce y tranquilo en mi
espalda.
Desde
esa noche empezamos a vernos casi a diario; mi madre le tomó cariño y con el
tiempo me permitía entrarla a mi cuarto. Entre nosotros había eso que llaman
química, una empatía que unía nuestros cuerpos de manera demencial.
En el
último año de la secundaria, decidí dejar la escuela y buscar un empleo para
ayudar a mi madre con los gastos del apartamento. A ella le pareció bien. Sin
embargo, Miss Thomelio, mi maestra, al enterarse, se alarmó y fue a nuestra
casa para intentar convencer a mamá de que reconsiderara la decisión. «Your son is a great student; he has the gift»,
dijo. Mi
madre le prometió que lo pensaría.
Empecé
a trabajar como cajero en un McDonald’s. Cuando Teresa se enteró de todo, montó
en cólera. «Tú no naciste para obrero, Joaquín —me dijo—. ¿Es que no te has
dado cuenta de que eres especial?».
«Sí
—le contesté con una ironía que ella no merecía—; soy tu príncipe azul».
Se
fue de mi apartamento llorando. Al otro día estuvo peor. Se apareció en el
McDonald’s y me hizo una escena desagradable y grosera y consiguió que me
echaran.
Ahí
acabó nuestro romance. Por espíritu de contradicción, no regresé a la escuela.
Empecé a salir con otra chica, más bonita y menos complicada que Teresa, pero
no era lo mismo.
El
1942 fue un año desastroso para mí. Franco y yo empezamos a fumar marihuana y,
para financiar nuestro vicio, nos dedicamos a vender la hierba en Washington
Heights, lo más lejos posible del vecindario, lo más alejado que pude de los
predios de Teresa. El trabajo era fácil y nos proporcionaba buen dinero. El
punto estaba en una tienda de zapatos, Tony’s Shoes se llamaba, en la avenida
Saint Nicholas y la calle 156. Los clientes eran en su mayoría negros llegados
de las islas del Caribe.
El
dueño, un jamaiquino de nombre John, muy risueño y chistoso, me tomó confianza
y, a los pocos meses, me puso al frente del negocio. La policía, durante el
tiempo que trabajé para John, se tiró dos veces, pero nunca encontró evidencia
del trasiego de drogas. Por sugerencia mía, John alquiló el apartamento de
arriba, que nos servía de almacén. Por un hueco en el techo, un empleado nos
bajaba los pedidos.
Una
noche, John me informó que su jefe necesitaba a alguien de confianza para
trabajar en un establecimiento empacando cocaína. Con sus argumentos, logró
convencerme de aceptar el puesto. Al día siguiente, me recogió en la tienda con
su carro. Cuando vi que se dirigía hacia El Bronx, le pregunté si el lugar
quedaba cerca de mi casa, porque, de ser así, no podría tomar el trabajo. John
se encogió de hombros, como diciendo que no tenía otra opción, soltó una
carcajada y siguió manejando.
El
sitio estaba situado en el último piso de un edificio de fachada siniestra en
Hunts Point. El ascensor no funcionaba. Subimos las escaleras en penumbra,
agarrándonos a la balaustrada. John llamó a una puerta, escuchamos pasos;
cuando el ojo mágico se iluminó, el jamaiquino dijo la palabra clave, y un
hombre alto y corpulento nos abrió.
John
entró y yo lo seguí. El apartamento estaba dividido en pequeños cubículos
demarcados por tabiques de madera, como los separadores de un baño público,
ocupados, cada uno, por una mesita de formica y, encima de la mesita, una
balanza y material de empaque. Los empacadores, al vernos pasar, levantaban la
cabeza con una mezcla de inquietud y curiosidad.
Al
llegar al fondo, donde había una especie de oficina cerrada, empezó el
problema. Primero, lo recuerdo como si lo estuviera viviendo en estos momentos,
se escuchó un manotazo, y luego, un grito:
«¿¡Qué
haces aquí!?» Era Teresa; alcancé a ver su cabeza llameante de furia en uno de
los cubículos. John la miró y luego me miró a mí.
«¿Lo
conoces? —preguntó el jamaiquino—. ¿Acaso se trata de algún policía?».
Teresa
se inclinó, se escuchó el sonido de una gaveta que se abre con brusquedad,
levantó la cabeza con los ojos encendidos de rabia y salió del cubículo
empuñando una pistola. Se escuchó un clamoreo, movimientos de sillas, pasos en
desbandada. Low, el padre de Teresa, ante el alboroto, salió de la oficina en
el momento en que la muchacha volvía a interpelarme, señalándome con el arma.
«¿Quién
es ese tipo, Tere?», preguntó Low. «Es mi novio», respondió Teresa. John, que
se había echado a un lado, estalló en una risa nerviosa, incontrolable. Low se
le acercó y lo calló propinándole un fuerte puñetazo en el estómago. Acto
seguido, dirigiéndose a su hija, dijo: «¿Desde cuándo acá tienes novio,
muchacha?». «¡Papá —respondió ella—, no se meta! ¡Esto es asunto mío!». Acto
seguido, caminó hacia mí y, a punta de pistola, me bajó a empujones por las
escaleras. En algunos descansos se paraba para insultarme. Nunca la creí capaz
de una reacción tan patológica. Apenas alcanzamos la planta baja, me empujó
hacia la calle, y ella se quedó en el umbral de la puerta. «Mira bien este
lugar, Joaquín, porque será la última vez que lo verás», me dijo, señalando el
interior del edificio. «Aquí dentro está la oscuridad, y allá fuera —agregó,
apuntando hacia la calle— está la luz. A mí me tocó nacer de este lado,
Joaquín, pero a ti no. A ti te tocó el otro lado: el lado puro, el lado bueno,
y te juro que haré cuanto esté a mi alcance para que permanezcas del lado de la
luz».
Teresa,
entonces, prorrumpió en llanto. Traté de abrazarla, pero me rechazó con
violencia.
«¿Es
que aún no lo entiendes, Joaquín? —profirió antes de marcharse—. ¡Despierta!
¡Abre los ojos!».
«¿Pero
qué quieres que haga?», le grité al verla correr escaleras arriba, sollozando,
pero no me respondió. Regresé a casa cabizbajo, reflexionando. Me acosté y toda
la noche me quedé pensando en las palabras de Teresa. Sabía perfectamente que
debía darle un giro a mi vida, pero muchas cosas me abrumaban y me confundían.
Durante el desayuno hablé con mi madre; le dije que quería regresar a la
escuela. Al otro día, me entrevisté con Miss Thomelio y la buena maestra
recibió la noticia con entusiasmo. Terminé el bachillerato y por mis buenas
calificaciones conseguí una beca para estudiar Medicina en la Universidad
Estatal de Florida.
Mamá
y yo nos fuimos del barrio y nos mudamos a Miami. Terminada la carrera, me
especialicé en medicina interna. Mi vida, a lo largo de más de veinte años,
transcurrió llena de éxitos profesionales, alterada apenas por insignificantes
complicaciones cotidianas, y no fue sino hasta meses después de la muerte de mi
madre, víctima de un repentino ataque cardíaco, cuando reconocí la gran soledad
en la que se había convertido mi existencia.
En
1970, tenía cuarenta y siete años, me ofrecieron un buen puesto en el Hospital
Cabrini de Manhattan y lo acepté gozoso, porque en el fondo de mi corazón nunca
había dejado de acordarme de Teresa Vross, de la muchacha que por amor había
logrado sacarme de las calles y con quien (tarde lo reconocí) tenía una gran
deuda.
Una
noche, mientras paseaba por mi antiguo barrio en mi auto con la esperanza de
volver a verla, vi a un viejo recogiendo una radio que alguien había tirado a
la basura; no tardé mucho en reconocerlo; era Franco, mi amigo. Me bajé del
carro y fui a saludarlo. Se alegró tanto de verme que el muy tonto casi se echa
a llorar. Subimos a su apartamento. Todo estaba hecho una ruina. «Imaginé que a
estas alturas serías el rico del vecindario», le dije sin ironía. Franco me
explicó algo que ya había inferido: el dinero de la compensación por el
accidente, obtenido en la demanda judicial de 1934, aunque en su momento
representó una pequeña fortuna, para la época en que Franco lo recibió, a pesar
de los intereses acumulados, no era gran cosa.
«¿Y
qué ha sido de tu vida?», le pregunté. Paseó la mirada por la pobreza de su
vivienda y me dijo, con notable resignación, que lo mejor de su vida lo había
gastado en su juventud y que ya no esperaba nada del mundo. Franco, como se
habrán dado cuenta, se había convertido en un amargado, y yo iba por el mismo
camino.
Le
pregunté por Teresa. La vida de la muchacha, como era de esperarse, no había
sido nada fácil. Había estado en prisión. Mi amigo no recordaba el número
exacto de años, pero sospechaba que eran más de doce. A Low, su padre, lo habían
matado en un atraco. «Fue un tumbe. La chica se salvó de milagro», acotó
Franco. Lo que me siguió contando me oprimió el corazón.
«Los
otros días la vi recogiendo latas en un carrito de supermercado. Me dijo que la
habían desalojado de su apartamento y que por el momento estaba durmiendo en la
calle». «¿Sabes específicamente dónde está pasando la noche?», le pregunté.
Franco lo sabía. No bien me explicó, salí del apartamento y me dirigí al lugar.
Estacioné
el auto en Grand Concourse y la calle 158. Como me había señalado mi amigo,
hacia el oeste se levantaba una pequeña área boscosa, muy accidentada, atravesada
por un sendero que a esa hora de la noche me pareció siniestro. La luna, en lo
alto, atenuaba las tinieblas. Era otoño y las hojas crepitaban bajo mis
plantas. A lo lejos aullaban los perros. Por una ladera empinada, al final de
la cual se apreciaban los rieles de una línea ferroviaria, encontré una angosta
llanura, sombreada por altos abetos, y hacia un costado, una especie de cabaña,
fabricada con escombros, que más bien semejaba un montón de basura.
Levanté
el cartón que servía de puerta y me asomé. Algo serpenteó dentro y pude notar
la silueta de un cuerpo encogiéndose en un rincón, temblando de pavor. «Teresa,
no temas, soy yo, Joaquín», le dije.
Teresa
salió. La abracé lo más efusivamente posible para sosegar su inquietud; la
mujer que tenía en mis brazos era un puñado de huesos.
«¿De
verdad eres tú, Joaquín, mi Joaquín, mi príncipe azul?», preguntó, con una voz
cuyo diapasón fue desde lo delirante hasta lo emocionado.
Le
respondí que sí. Teresa, entonces, me apartó, y en tono de reproche preguntó la
razón por la cual había ido allí.
«Teresa
—le respondí, regresándola a mis brazos—, he venido a sacarte de la oscuridad».
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