martes, 18 de enero de 2022

Un kilómetro de mar (fragmento)

 



Novela ganadora del Premio Casa de las Américas 2015, en la categoría de Literatura Latina en EE.UU.


I 

Mientras sentía en el pecho la frialdad del piso de cemento y soportaba en la espalda los correazos de su madre con una quietud resignada, Juan Robles pensó por un instante en el método de domar caballos de Roger McGregor; el cielo encapotado, relámpagos arañando la lejanía, y el potro, la cabeza atada al tronco de una encina, tras la andanada de coces y bufidos con que el castigo le vaciaba la furia de los músculos, aceptaba ahora los latigazos del vaquero con leves movimientos de cabeza, piafando, sumiso. «No lloras –dijo la madre–; conque ya te crees un hombre».

El último correazo, descargado casi con miedo ante el temple del azotado, se reprodujo en ecos en algún rincón de la casa, y continuó sonando en la mente del muchacho, instalándose allí para siempre como una hendidura tenebrosa en el muro de su adolescencia. Thelma Santiago, de una estatura que la haría sobresalir en una multitud, las mejillas secas bajo unos ojos grandes, almendrados, en los que ahora se reflejaba la bombilla, se dejó caer en el sofá de la pequeña sala, la mano izquierda en la frente sudorosa y la derecha soltando lentamente la correa, según se le desvanecía el enojo.

–¡Como castigo, no vas con nosotras a visitar la tumba de tu padre!

El muchacho se retorció adolorido mientras se ponía de pie. Con pasos indecisos se perdió tras la cortina de la puerta, camino a su habitación, y evaluó las magulladuras de la espalda con ambas manos, encorvando la cabeza hacia la oscuridad. Encendió la bombilla y ante él apareció la figura esbelta de su hermana, blanca como una vela, con una bata de paño rosado que, ceñida al busto, bajaba en cascada hasta las rodillas. Acababa de entrar en la adolescencia y aún se embutía en la ropa de dormir de la niñez.

–Te lo advertí, Juancito –le susurró, con la voz alterada por el miedo. El muchacho mostró su enfado empujándola hacia la sala, y le gruñó con el tono tímido pero desafiante con que los perros ladran a las tinieblas. «No te metas conmigo, Teresa».

Se quitó los pantalones, apagó la bombilla y entró en la cama. Sentía en las sienes las palpitaciones del corazón y un olor manso, como de gato dormido, le dulcificó la frente. La luz de la lámpara de la sala, perforando la cortina, llenaba el cuarto de un resplandor rojizo, nebuloso. El muchacho pensó en la atmósfera del saloon de Mary, la lluvia rastrillando las ventanas y Roger McGregor pensativo, mirando el vaso de whisky como si fuese el último que tomaría en la vida. La cortina se plegó por un extremo, y casi enseguida vislumbró la silueta de su madre devorada por la luz. Cerró los ojos, escuchó unos pasos y sintió luego una mano acariciándole la espalda. Un olor penetrante a ungüento mentolado invadió sus pulmones, y, soñoliento, le pareció que unas cintas blancas, como racimos de agua tibia, envolvían su cuerpo con la ternura con que las nubes envuelven el sol.

–Estaremos unos días en casa de tu abuela –dijo la mujer mientras taponaba el estuche de mentol–. Hablaré con don Anselmo para que te cuide y te dé de comer.

 

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