―Ninguno ―contestó ella―. Yo
vivo en el sótano.
En el extremo izquierdo del
porche bajaba una corta escalera de cemento. Justo cuando iba a tocar la puerta,
ella me abrió, evaluó durante un segundo mi atuendo, tomó la botella de vino
que había llevado y me pidió que entrara. Era un estudio de soltero poco
espacioso, decorado con buen gusto. El orden reinante era tan escrupuloso que
me aturdió. ¡Me resultó prodigiosamente asombroso! Los tres candelabros
encendidos encima de la mesa, la línea de pinturas de tamaño postal de Gustav
Klimt que colgaba en la pared del pasillo que conducía al baño, los libros en
un anaquel de dos metros de alzada, todo respondía a una organización que me
pareció de un rigor matemático.
―Eres muy ordenada ―le dije.
Mi afirmación, en lugar de complacerla, pareció perturbarla. Se recogió con una
horquilla el pelo rizado que caía sobre sus hombros, me atrajo hacia ella y me
besó con pasión de colegiala. Sus labios temblaron. Luego, me dio la espalda,
buscó un sacacorchos en la alacena y me lo pasó. Mientras destapaba el vino,
paseé la mirada por el interior de la alacena y quedé pasmado. Encima de los
estantes descansaban frascos de especias, cajitas de té, pucheros de miel, sal
y azúcar y una variedad de marmitas con granos y semillas en una disposición
tan armoniosa que recordaba una instalación artística.
Se llamaba Andrea. Habíamos
tomado una clase de Geometría juntos en la universidad. Durante todo el
semestre ella me habló una sola vez. Simplemente se me acercó y me preguntó de
sopetón cuánto medía de estatura.
―¿Para coserme la mortaja?
―recuerdo que bromeé. Ella palideció un poco y cuando le di el dato se alejó de
mí y me ignoró hasta tres días atrás, cuando al salir del metro en la calle
145, envuelta en el mismo misterio de la primera ocasión, me dijo que había
estado esperando por mí. Extrañado, me encogí de hombros y me dejé conducir por
la avenida Amsterdam hasta un barcito acogedor, que por el micrófono instalado
en una tarima diminuta y las cintas de colores que flotaban en el techo imaginé
que durante las noches se llenaba de esos seres melancólicos que ya no esperan
nada de la vida.
Nos sirvieron un té en unos
vasos enormes. Ella abrió su cartera y sacó un papel amarillento y me lo
tendió. En la imagen se podía apreciar la representación gráfica del logaritmo
neperiano, y más abajo un cálculo matemático cuyo resultado terminaba en “X”
más “Y”.
―Mujer y hombre ―expresé sin
convicción. Andrea se alegró. Me pasó una tarjeta con su dirección y me pidió
que fuera a su casa el sábado siguiente, a las cuatro de la tarde.
―Ve preparado ―me
dijo, y me besó efusivamente y con tanto ardor que decidí que por nada del
mundo faltaría a la cita.
Andrea tomó dos copas, llenó una hasta la mitad y luego la
otra a la misma altura. Pese a que ese afán de exactitud me pareció enfermizo,
reconocí que la delicadeza con que ella escanciaba el vino le agregaba gracia y
una rara pureza como de bosque secreto a su figura esbelta. Bebimos un trago
mirándonos a los ojos. Tomé la iniciativa de llevarla de las manos hacia la
salita, la acomodé en el sillón de la computadora y la besé.
―Delante
del espejo no ―me rechazó. Reparé entonces en el espejo de la pared que recogía
con dulces trazos una porción de la estancia. Andrea se volvió hacia la
computadora, buscó su archivo de música y por la vivienda comenzó a flotar una
singular mezcla de tambores y violines. Sentí como si un pájaro negro
sobrevolara mi cabeza buscando la salida de aquella red de sonidos. Andrea se
puso en pie y me pidió que la acompañara a la habitación. Entramos. La cama,
enorme, estaba tendida con un manto en que se veía trazado un cuadrado enorme
embutido en un círculo. “El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci”, reconocí
de inmediato. Y me figuré que Andrea, antes que nada, deseaba que me tendiera
encima para calcular si las proporciones de mi figura humana estaban a la
altura de sus exigencias.
―La
longitud de los brazos extendidos de un hombre es igual a su altura ―murmuró
ella, adivinando mis pensamientos. Con expresión concentrada, empezó a quitarme
la camisa. Cuando terminó con el último botón, hizo un movimiento tan
extraordinario que me quedé sin aliento: tomando la camisa por el cuello, la
lanzó al aire y según esta bajaba, moviendo los dedos con una agilidad
impecable, acomodó en líneas rectas las mangas y los bordes de la tela y fue y
la colgó en un clavo de la puerta del armario. En mi cabeza, en vez de una
mujer colgando una camisa, se grabó la imagen de un domador de halcones
contemplando a su ave posada en su brazo extendido.
Detrás
del cabecero del lecho había una ventana cuya cortina de un rojo sangre cruzaba
el cristal transversalmente, formando dos triángulos equiláteros, uno de luz y
otro de sombra. Por el de luz se apreciaba un manzano, a la sombra del cual
descansaba una pequeña canasta y delante de la canasta una banqueta.
Una
vez desnudo, le advertí que la persona que se sentaba en la banqueta podía
salir en cualquier momento y nos podía espiar.
―Por
ahí solo ronda mi gato ―aseguró ella.
Me
dejé tender en la cama. Por su expresión supe que había pasado la prueba.
Andrea se salió del vestido y desplegó ante mis ojos su maravillosa habilidad
de colgar las prendas de vestir. Los senos y el sexo parecían de una niña. Un
hada madrina había agitado su varita mágica y ¡zas!, la niña de doce años que
había en Andrea había crecido de golpe, pero la magia no había alcanzado sus
intimidades. Aquella aparente desproporción, no obstante, acentuaba su
sensualidad, no rompía la armonía de su figura. La Naturaleza se había equivocado a su favor.
La
muchacha me besó y se posó suavemente sobre mi sexo. Sus movimientos se
ajustaron de inmediato a la música que invadía la estancia, sacudiéndose unas
veces a golpes de tambor, deslizándose otras bajo las notas serenas del violín.
Cerré los ojos. Por un instante me pareció que encima de mí
una alfarera china tomaba el barro del placer que inundaba mi carne y modelaba
con él unas jarras transparentes como el suspiro. Andrea se agitó de pronto,
sentí la vibración de su sexo en mi sexo.
―Ahora caerá la manzana ―dijo, con ojos desorbitados. Se
apeó de la cama, me apretó la mano con calidez y me pidió que mirara por la
ventana. La manzana se desprendió de la rama como si la muchacha hubiera
apretado un conmutador, y fue a parar exactamente dentro de la canasta.
Andrea
dio un salto de alegría. Se metió rápidamente en el vestido y se alejó
corriendo. Escuché el picaporte de la puerta y poco después la vi sentada en la
banqueta del patio, examinando la manzana con una regla y un compás. ¿Había
logrado ella encontrar la cuadratura del círculo?, me pregunté. En su rostro
había deleite y algo indefinible, algo que se negaba a encajar en la razón. Me
vestí y me paseé por la sala a mis anchas. Sentí que a mi alrededor las cosas,
los elementos, pedían que los regresaran al caos, al fluir normal del tiempo.
Era como si los libros, los cuadros, las copas... estuvieran prisioneros en
unas jaulas invisibles que les impidieran moverse, desarmarse, recuperar su
estado impuro, decadente, atroz. Esta perfección no es de este mundo, me dije.
Por aquí ha pasado Dios.
Comprendí
que Andrea había logrado crear un reino, terriblemente hermoso, cuyas fronteras
bordeaban el delirio, y que ese reino no hubiera podido ser posible sin mí.
Regresé a la alcoba, me desvestí y me eché en la cama a esperarla. Su nuevo
prisionero era yo.
*****
(Nota: Puede adquirir mis obras en Amazon, Barnes & Noble, Lulu y otras librerías virtuales, tanto en formato de libro como ebook. O simplemente haga clic en la portada que aparece en el lado derecho del blog)

No hay comentarios:
Publicar un comentario