
A Antonio Acosta, mi abuelo
«Debe existir un camino por donde se cruce de un día hacia otros días sin
necesitar del tiempo». Estas fueron las últimas palabras de mi abuelo, antes de
desaparecer en el calor húmedo de un día de mayo.
A diferencia de los otros
lugareños en las lomas de Puerto Plata, a mi abuelo no le obsesionaba la lluvia
o la sequía, la abundancia o la escasez en las plantaciones. Su verdadera
obsesión eran los caminos. Y no tomarlos por asalto para descubrir su fin o su
principio, ni siquiera seguir sus trayectorias en un mapa con una pluma de
pavo. Era más bien construirlos, hacer caminos donde a ningún ser humano se le
hubiese ocurrido que pudiera construirse un camino. Para tal labor reducía sus
herramientas a un pico, un machete desgastado por la vejez y un pedazo de
piedra de amolar.
Salía
todas las mañanas bajo la protesta de los nietos y de los hijos solteros que
aún permanecían en la casa: “¡Que, papá, ya usted está muy viejo para eso!”,
“¡Que, abuelo, ya la finca está llena de caminos!”. Hasta que lograba
amarrar dos trozos de batata y unas lonjas de queso en un pañuelo antiguo, y
salir hasta perderse en la lejanía.
«Debe existir un camino por donde
se cruce de un día hacia otros días sin necesitar del tiempo», dijo esa mañana
mientras desaparecía tras los racimos de una llovizna blanca.
El abuelo no volvió más.
Aún mamá dice que murió un día de
mayo. Yo creo que él vive. Que él está allá, en el mañana, quizás abriendo, con
sus rústicas herramientas, otro camino hacia el futuro.
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The Road Builder
To Papa Antonio, my grandfather
“There must be a road by which one can cross from one day to other days
without needing time.”
Those were my grandfather’s last words before
he vanished into the humid heat of a May day.
Unlike the other villagers in the hills of
Puerto Plata, my grandfather wasn’t obsessed with rain or drought, with
abundance or scarcity in the plantations. His true obsession was roads. Not
taking them by storm to find their end or their beginning, nor tracing their
paths on a map with a turkey feather. His passion was building them —making
roads where no human being would have thought a road could exist. For such
work, he reduced his tools to a pickaxe, an old machete worn down by age, and a
sharpening stone.
Every morning, he would head out, despite the
protests of his grandchildren and the unmarried sons who still lived at home: “Papa,
you’re too old for that!”, “Grandpa, the farm is already full of roads!”. But
he always managed to tie two pieces of sweet potato and a few slices of cheese
in an old handkerchief and set off until he disappeared into the distance.
“There must be a road by which one can cross
from one day to other days without needing time,” he said that morning, as he
faded away behind clusters of white drizzle.
Grandfather never came back.
Even now, my mother says he died one day in
May. But I believe he’s alive —that he’s out there, in tomorrow, perhaps
opening, with his rustic tools, another road toward the future.
2 comentarios:
La familia, nuestros padres, abuelos, los que estuvieron antes, nos conectan con la raíz del tiempo y, a la vez, diluyen la duración de la soledad. Gracias por el poema a tu abuelo.
Dichoso tú que puedes recordar a tu abuelo, yo ni siquiera recuerdo su faz. Siempre he creido que mientras uno mantenga vivos los recuerdos y las enseñanzas de los que han partido, estos no seiran del todo.
Un placer leerte.
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