
El menor de sus doce hijos le
amargó las vacaciones de Navidad en Nueva York al llamar desde Villa González
para darle la noticia, terrible para un gallero congénito, de que el gallo
cenizo, el que llevaba veintitrés peleas ganadas y dos tablas, se veía un poco
triste. Para Santander, era como si a la República Dominicana la hubiese
sacudido un terremoto. El gallo cenizo, el que ya era inmune a los múltiples
venenos con que sus contrarios en el ruedo hervían las espuelas de carey, se
veía triste: ¡era espantoso! Hizo que su mujer le pusiera al teléfono a cada
uno de sus hijos, incluso a dos de ellos —uno médico y otro abogado— que fueron
llamados de urgencia, pues ya no vivían en la casa, y preguntó por síntomas
específicos para determinar el mal que amenazaba con borrar de su traba a su
mejor contendiente.
—¡Denme
detalles, carajo!
Pero
la respuesta fue unánime: «Triste».
Perturbado
por la ansiedad, Santander le comunicó a su hija que regresaría de inmediato al
país. Adelaida no lo contradijo: sabía que nada sobre la tierra le haría
cambiar de opinión si el asunto tenía que ver con sus gallos. Salió de su
apartamento del Alto Manhattan y fue a buscar dinero prestado para comprar el
boleto aéreo para su padre a casa de Libia, una tía materna un poco excéntrica
y vivaracha que, pese a sus peinados despampanantes y sus atuendos llamativos,
nadie se atrevía a llamar loca por ser la única rica de la familia. A la vieja
se le plegó la cara de alegría al escuchar la noticia, ya que, sin gastos de
correo, le brindaba la oportunidad de enviar el presente que tenía reservado
para los hijos de Santander con motivo de las festividades.
—¿Qué
es, tía? ¿Un par de zapatos? —preguntó la joven, sacudiendo el paquete envuelto
en papel plateado, tratando de descifrar el contenido.
—Es
una sorpresa. A los muchachos les encantará.
Santander
fue menos curioso. Como viajaría únicamente con un bulto de mano para no tener
que esperar el descargue de maletas en la terminal del aeropuerto de Puerto
Plata, desechó unas botas de montar que había traído para andar en la nieve y
le hizo lugar al paquete, sin preocuparse por el contenido.
—No
dejes de darle las gracias a doña Libia por el regalo —se ocupó de decir,
aunque su mente estaba hecha un revoltijo.
Durante
la noche llamó siete veces a su casa para irse informando sobre el estado del
cenizo, dirigiendo la improvisada brigada de auxilio que había armado con sus
hijos, impartiendo órdenes que luego desestimaba, llenando de desasosiego a los
muchachos, que lamentaban, cada vez que el teléfono sonaba despertando hasta
las paredes, no haberlo telefoneado después de que el gallo hubiera muerto.
Santander
no se levantó en toda la noche de una mecedora, con su mente centrada en Villa
González. Cuando el marido de su hija llegó poco después de la medianoche y se
enteró de lo que estaba pasando, le preguntó con sorna si iba a dejar la mesa
servida por un gallo.
—¡¿Por
un gallo?! —exclamó Santander con gravedad, y luego subrayó—: ¡Por un gallo mi
abuelo mató a un hombre y yo no vacilaría en hacer lo mismo!
Santander
era alto y fornido. Con sus sesenta y cinco años bien llevados, el rostro
curtido y severo y unas manos enormes de venas brotadas, tenía el aire marcial
de un coronel retirado. Cuando por la mañana se montó en el taxi que lo
llevaría al aeropuerto, llevaba un abrigo verde olivo y una boina negra de
algodón, y era tal su apariencia de miembro de la Armada que el conductor, un
exsargento de verdad, no pudo reprimir las ganas de darle el saludo militar.
Por
el retrovisor, el chofer avizoró la angustia que arrasaba el semblante del
viejo y se atrevió a interpelarlo.
—¿No
le da miedo viajar en avión con las vainas que están pasando con los
terroristas?
El
viejo lo fulminó:
—¡El
día en que uno se va a morir no se lo despinta nadie!
Al
llegar a la terminal, Santander chequeó su boleto con la recepcionista de la
aerolínea, y luego, por indicación de esta, se colocó en una larga fila de
viajeros soñolientos y desgarbados. En el aire reinaba un olor rancio a
enjuague bucal y a colonia para después de afeitar. Desde allí se escuchaban
los pitos de los detectores de metales y las órdenes cortas y secas de los
agentes de seguridad. Al llegar al puesto de inspección, Santander vació sus
bolsillos en un recipiente de plástico, como había visto hacer a los que le
antecedieron; se quitó los zapatos y los puso con el bulto en la correa rodante
de la máquina de rayos equis. Santander cavilaba sobre su gallo enfermo,
buscando con la mirada un teléfono público en el pasillo bien iluminado que
conducía a las puertas de embarque, cuando un guardia de seguridad, bajito y de
bigote de cepillo, le preguntó algo que él no pudo entender, en tanto señalaba
una mancha roja en el monitor del detector de metales. Santander no sabía que
ese garabato de féferes en una pantalla como de televisión era su bulto de
mano. El guardia de seguridad se asistió de una agente latina, que le habló en
cristiano.
—Señor
—dijo la mujer con cierto aire prepotente—, el agente quiere saber qué usted
lleva en el bulto.
Santander
procedió a dar un informe pormenorizado de su equipaje. Cuando ya había
nombrado siete calzoncillos, seis pares de medias y dos cajas de productos para
teñirse el cabello, la mujer lo interrumpió, abrió el bulto no con poca cautela
y mostró con el dedo, como si señalara un esputo, el extremo plateado de un
paquete.
—¡Ah!
—se rio Santander—. Es un regalo para mis hijos.
—¿Y
qué es? —dijo la agente.
—Un
regalo —repitió Santander.
La
agente respiró hondo, puso el detector de metales portátil sobre la mesa
contigua a la máquina, junto al bulto abierto del pasajero, y con una paciencia
afectada, en la que dejaba traslucir su indignación, volvió a interrogar al
viejo de la boina que, pese a exhibir preocupación en el rostro, sonreía con
amabilidad.
—Muy
bien, señor; ya sabemos que ese paquete color plata es un regalo —deletreó la
agente—. Ahora, ¡escuche con atención, por favor! Nuestro supervisor desea
saber qué contiene el regalo. ¿Qué hay dentro? ¿Comprende?
Santander
entendió, pero no pudo contestar: él ignoraba en qué consistía el presente y
solo atinó a pedir un teléfono para llamar a Libia, la tía de mis... Pero no
bien pronunció la palabra «Libia», una sirena enloqueció el puesto de revisión
y en los altoparlantes empezaron a anunciar de manera continua la evacuación
inmediata de la terminal. Dando muestras de turbación, Santander solo repetía:
«¡Qué sucede! ¡Qué pasa!», mientras lo conducían esposado hacia una habitación
bien iluminada y lo sentaban a una mesa rectangular rodeada de varias sillas
plegables.
Si
no se alteró en el tiempo durante el cual fue sometido a interrogatorio, fue
porque, como buen gallero, Santander era dueño de una templanza a toda prueba y
unos nervios de acero. No bien lo dejaron en el saloncito, reflexionó: «Todo se
arreglará; debe ser un malentendido. Libia no es tan loca como para ponerme una
vaina en el paquete», y volvió a poner su mente en el cenizo. Tras el
escrutinio, los agentes del FBI llegaron a la conclusión de que Libia no se
trataba del país ese, lleno de "terroristas", sino de una persona que
respondía a ese nombre. Santander ignoraba que en el mundo hubiera un país
llamado Libia, pero no lo ponía en duda ya que su señora se llamaba Argentina y
él, amigo del tango, tenía conocimiento de aquella nación sudamericana.
Afuera,
el aeropuerto internacional John F. Kennedy era un pandemonio. La policía había
acordonado el área y los viajeros se aglomeraban en el estacionamiento,
nerviosos, en espera de noticias oficiales. La brigada antibombas llegó al
puesto de revisión en menos de lo que canta un gallo. Un agente vestido como un
astronauta instaló un aparato especial de rayos equis para escanear el paquete
sospechoso y luego salió del área con pasos medidos y lentos, como si se
moviera en el espacio exterior, para revelar la placa en una unidad móvil
preparada con este fin, estacionada frente a la terminal. Media hora después
salió, sin el equipo especial, y se enfiló a grandes trancos hacia la estación
de seguridad donde mantenían en custodia al sospechoso.
—¡Falsa
alarma! —reveló al entrar al cuarto—. Es un juego de Nintendo.
—¿Un
Nintendo? —dijeron al unísono los dos agentes del FBI, que trataban de obtener
información del viejo con atuendo de guerrillero.
—¡Un
Nintendo! —exclamó Santander ante la mirada atónita de los uniformados. De las
palabras en inglés de los agentes, era la única que había entendido por
pertenecer al idioma universal—. ¡A los muchachos les encantará!
Cuando
retornó la calma al aeropuerto, Santander fue conducido hacia el mismo puesto
de inspección y se sorprendió de que los agentes lo revisaran de nuevo, ahora
con más pericia y precisión que la vez anterior, como si buscaran entre sus
prendas de vestir alguna mecha o algo que pudiera desatar una catástrofe. Le
ordenaron que acomodara sus pertenencias dentro del bulto, el cual estaba
despanzurrado sobre una mesa. Acto continuo, el guardia de seguridad de bigote
de cepillo marcó el equipaje de mano de Santander con una cinta pegante roja,
que dejaba una huella imborrable, y le indicó con señas que se marchara hacia
la sala de espera de donde partiría su avión. Santander se alegró al ver al fin
un teléfono en el pasillo y corrió hacia él lleno de ansiedad, acto que
despertó suspicacia en los agentes del FBI que, desconfiados, aún monitoreaban
los movimientos del viejo a través de las cámaras de seguridad. Intervinieron
la llamada justo cuando Santander escuchaba a uno de sus hijos mayores decirle:
—Todo
marcha bien. Pronto estará listo para pelear.
Antes
de terminar el diálogo, Santander recibió la orden de seguir a dos agentes.
Esta vez lo llevaron a una especie de pabellón, provisto de cortinajes. Le
ordenaron que se pusiera tras una mampara y se quitara la ropa. Santander
volvió a preguntar qué ocurría. Una mujer, vestida de blanco, le aconsejó que
guardara silencio, que era mejor que cooperara con las autoridades. Ahora fue a
Santander a quien le tomaron placas de rayos equis, como si fuese un paquete
sospechoso. Le ordenaron que se vistiera y lo sentaron en un banco, frente a un
agente gordo, de cara biliosa, que tras unos minutos de espera despegó su
mirada del sospechoso y se distrajo hojeando una revista. Santander suspiraba,
un tanto desesperado. Su reloj le decía que en media hora perdería el avión si
estos gringos locos no lo dejaban marcharse. «Bueno —se consoló—, por lo menos
estos americanos son decentes y organizados. Seguro que cuando acabe esta
pendejada me buscarán asiento en el primer avión que salga y se disculparán por
haberme hecho perder el tiempo. Total, la culpa fue mía por no preguntarle a
Libia lo que había dentro de la caja... y el gallo está mejor».
Mientras
esperaba, rememoró una de las mejores peleas del cenizo. Se fue a echarlo en
motocicleta a Guatapanal, con dos de sus hijos, por dos razones: ese miércoles
el gallo había amanecido cacareando, señal inequívoca de que ganaría la pelea,
y solo en Guatapanal había una gallera que abría los miércoles. Lo casó con un
pinto alto, de porte elegante, que se veía bien cuidado y en buen estado de
salud. Los muchachos se disgustaron y se mostraron remolones cuando Santander
les presentó el pinto. Pero cuando el cenizo amanecía cacareando, Santander se
lo echaba a cualquier gallo, sin medir las consecuencias.
Lo
casaron con cinco mil pesos, pero Santander tenía en un macuto otros veinte
mil, para apostarlos después de que comenzara la pelea. Cuando soltaron los
contendientes, se hincharon los plumajes; los peleadores se anudaban en el aire
como bolas de fuego, provocando una marea de gritos y voces en las gradas, que
hacía temblar la gallera. Poco tiempo pasó para que en el redondel quedara un
solo gallo: el pinto; pues el cenizo, de un brutal espuelazo, cayó al piso, de
lado, regurgitando sangre, con el aliento entrecortado. La gallera era un solo
estallido de ruidos estentóreos, voces agitadas, de llamadas suplicantes de los
apostadores que pugnaban por jugar con el viejo de la boina que al parecer había
perdido el juicio, ya que seguía apostando a favor de su espuela pese a que el
reloj de arena del juez de gallos estaba a punto de vaciarse. El cenizo solo se
ponía en pie como para detener el reloj; se sacudía de debajo del pinto,
lanzaba un par de espuelazos desordenados, que solo lograban alentar un poco a
los hijos de Santander y poner nerviosos a los apostadores, para caer de nuevo
bajo los picotazos y punzadas del pinto. Inmune contra el miedo, Santander
conservó la sangre fría. Solo él veía al cenizo ganar la pelea, por eso
sonreía. Y solo como elemento de persuasión, puso al descubierto su pistola por
si pasaba por la cabeza de los perdedores armar una reyerta con el objeto
evidente de evitarse un dolor de bolsillo. Al agente gordo le extrañó verlo
sonreír. Desde el banco, Santander vio al cenizo trepidante en el suelo y supo
que en cuestión de segundos se iba a alzar con el triunfo. Lo vio levantar la
cabeza con el pico ensangrentado y, con la sutil suavidad con que un encantador
de víboras entra la mano en una cesta encrespada de serpientes venenosas, lo
vio asirse a la masa movediza que era el pinto. El espuelazo sonó como un golpe
de escoba contra una pared, y el pinto cayó pataleando como si le hubiesen
arrancado la cabeza.
Santander
escuchó el griterío en las gradas en el instante en que entró la mujer de
blanco con una expresión de complacencia. Con el bulto a cuestas, Santander fue
llevado, por fin, a la sala de espera, donde ya agentes de la aerolínea
recibían los boletos de abordaje. Por el pasillo luminoso que conducía a la
puerta del avión, agentes de seguridad, al ver en el equipaje de mano del viejo
de la boina la marca roja que solo ellos podían interpretar, lo interrogaron y
revisaron con detectores de metales portátiles, en tres puntos diferentes. Al
ocupar su asiento, el 29J del Airbus A300, Santander suspiró, aliviado, seguro
de que ya los gringos lo dejarían en paz.
El
avión despegó y Santander pudo conciliar el sueño durante un par de horas.
Cuando despertó, la nave estaba a oscuras y en las pantallas de televisión
pasaban una película de guerra. En ese momento reparó en su compañero de
asiento, un jovencito grande y obeso, de cara regordeta, extasiado en la
película con los audífonos en las orejas. Santander tenía ganas de conversar,
su gallo estaba mejor y ahora le daba risa todo el aparataje al que había sido
sometido en el aeropuerto. Cuando encendieron las luces tras terminar la
película, Santander sonrió.
—Usted
no se imagina, jovencito, lo que me ocurrió en el aeropuerto antes de tomar el
avión.
El
adolescente, con cuerpo de adulto, se espantó un poco. Su español era muy
rudimentario y por esta razón sus padres lo enviaban de vacaciones donde unos
familiares, para que mejorara el idioma, ya que a su propia madre, que no
dominaba el inglés, se le estaba haciendo difícil comunicarse con él.
—¡Eh!
—dijo el muchacho tras quitarse los audífonos—. No español.
Pero
Santander ya había empezado su historia, de la cual el jovencito solo pudo
captar varias palabras que le contrajeron el corazón. Él había llegado a la
terminal, precisamente, cuando empezó la evacuación, y pese a sus ruegos, no
pudo convencer a sus padres de posponer el viaje. Estaba, pues, aterrorizado, y
comprendía, por lo demás, el nerviosismo que inundaba todo el aeropuerto. En la
víspera del viaje, él escuchó la noticia del zapato-bomba y, aunque Santander
distaba mucho de parecer árabe, el jovencito fue presa de un pavoroso
escalofrío porque aún en su cabeza rondaba la noticia del terrorista islámico
del vuelo París-Miami de American Airlines, ¡la misma aerolínea!, que portaba
explosivos en el calzado, y que tras dos horas de vuelo intentó prender fuego a
la suela de una de sus zapatillas deportivas, pero fue detenido a tiempo por
una azafata.
Santander
se sorprendió de que el gordito se levantara de súbito de su asiento, dejándole
con la palabra en la boca. Por la torpe rapidez con que se condujo por el
pasillo, el gallero dedujo que este tenía la urgencia de usar el excusado. En
esta ocasión a Santander no le dieron oportunidad de preguntar por lo que
estaba sucediendo: un golpe contundente en la cabeza lo noqueó por el resto del
viaje; cuando despertó, se encontraba en un cuarto mugriento y pobremente
iluminado. No obstante, Santander se alegró sobremanera al enterarse con los
policías que lo custodiaban que había llegado, al fin, a la República
Dominicana.
De
lo que no se enteró fue del estado de histeria general que se creó dentro del
avión. Sus compatriotas querían lincharlo y las azafatas tuvieron que
intervenir. El gordito contó en inglés, con la frente sudorosa y los ojos
desorbitados, que el viejo le había asegurado que llevaba una bomba en su bulto
de mano. El piloto del avión llamó a la torre de control y las autoridades
estadounidenses enviaron inmediatamente dos cazas militares F-15 que escoltaron
el Airbus A300 hasta el aeropuerto de Puerto Plata. Al capitán le ordenaron que
pilotara la aeronave sin desviarse un milímetro de su ruta hacia la isla del
Caribe. De no seguir las órdenes, los cazas tendrían que tomar medidas
drásticas con el objeto de proteger a los ciudadanos de los Estados Unidos.
Cuando
Santander vio entrar a su hijo, el abogado, a la salita donde lo tenían bajo
custodia, se le encendió el rostro de alegría.
—¿Cómo
sigue el gallo, Fidelio? —preguntó.
El
abogado se desconcertó con la pregunta.
—Pero,
papá, ¿es que todavía a usted no lo han puesto al tanto de lo que está
ocurriendo?
El
viejo se sintió abrumado de golpe, y una nube de pesar apareció en sus ojos.
—Ya
no tienes que decírmelo, Fidelio: el gallo murió.
—¡No,
papá, no! Yo no sé nada del gallo. Yo me refiero a su situación con las
autoridades norteamericanas. La Interpol halló mi tarjeta en su cartera y me
llamó a la oficina. Al parecer, los gringos están pidiendo su extradición a los
Estados Unidos. Lo acusan de haber provocado una falsa alarma en el avión...
Santander
lo interrumpió para pedirle el teléfono celular; él no se iba a preocupar por
pendejadas que podía resolver su hijo; para algo lo había hecho abogado. Lo
urgente era averiguar la situación del cenizo. Marcó a la casa mandando a
callar al abogado, que ya daba muestras de alarma, y habló con Argentina. El
gallo seguía mejor y Santander se alegró. Fidelio salió del cuarto
lamentándose, regañando a su padre.
—Esos
gallos lo van a volver loco, papá.
—¡Por
esos gallos pudiste ir a la universidad y hacerte abogado! —sentenció
Santander—. Así que ve y resuelve la bobería esa, aunque tengas que hablar con
el presidente en persona. ¡Para algo debes servir, muchacho!
Pasaron
dos horas antes de que el abogado regresara. Al entrar al cuarto halló a su
padre jugando al dominó y charlando entretenidamente sobre gallos con el
teniente y el cabo que lo custodiaban. En el piso ya había, escondidas entre
periódicos, tres chatas de Brugal Añejo. Santander se levantó y, antes de que
Fidelio hablara, se lo presentó con orgullo manifiesto a los policías. El
abogado trajo buenas noticias. El adolescente fue interrogado por las
autoridades y se llegó a la conclusión de que este había malinterpretado el
comentario de su compañero de vuelo debido a su deficiente español, por lo que
Santander fue descargado. Los policías celebraron la noticia mostrando, ya
abiertamente, la chata de ron. Santander fue liberado minutos después.
Pasada
una semana, el cenizo se veía reconciliado con el espíritu de la traba y
Santander esperaba a que volviera a cacarear para llevarlo a la gallera. Un
jueves por la mañana, lo despertó el menor de sus hijos. Santander se inquietó
pues desde los percances de Nueva York lo consideraba un pájaro de mal agüero,
portador de malas noticias. «Ahí está Leonidas, papá, el hijo del pulpero. Él
quiere que le preste el bulto suyo de mano para irse a Nueva York esta tarde.
Parece que ayer lo visaron».
—Préstaselo
—ordenó, y volvió a conciliar el sueño. A eso de las tres de la tarde, mientras
hablaba con el trabero, Santander se alarmó: «¡El bulto! ¡La
marca roja! ¡Se jodió Leonidas!».
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derecho del blog.
5 comentarios:
Hola José.
Esta historias me mantuvo pegado al monitor de princiopio a fin.
Es magistral la forma como va dando cuerpo a la obra y el interez que despierta.
Me parece buen guion para una pelicula.
Felicidaes Hno.
hola, esta historia me parece realmente interesante ya que esta envueve al lector y lo enfrasca en la trama de la misma ,lo recomiendo....adios
hola........
esta historia es realmente interesante la recomiendo
gracias!!!!!! adios.
Cuentazo!!
La manera jocosa de la narrativa de José Acosta no permite que los ojos se separen de su narración. Es brillante estos cuentos deben ser dados a conocer ampliamente a los estudiantes en las escuelas dominicanas. Describe el carácter del dominicano. Cuando expresa que “Libia, una tía materna un poco excéntrica y vivaracha, que pese a sus peinados despampanantes y sus atuendos llamativos, nadie se atrevía a llamar loca por ser la única rica de la familia”. Muestra todos los privilegios de la gente de dineros... en contraposición con los de abajo que son señalados, burlados. La expresión ¡Por un gallo mi abuelo mató un hombre y yo no vacilaría en hacer lo mismo! demuestra el significado de las 'peleas de gallos' en los jugadores.
La expresión da a entender el bajo nivel cultural de gran parte de la gente que viaja al exterior y si conoce a Argentina es porque tiene que ver con sentimientos emociones como el baile del tango...o sea el dominicano es pasional más que racional. "Santander ignoraba que en el mundo hubiera un país llamado Libia, pero no lo ponía en duda ya que su señora se llamaba Argentina y él, amigo del tango, tenía conocimiento de aquella nación sudamericana.
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