Tiempos difíciles
Cuento
El menor de sus doce hijos le amargó las vacaciones de Navidad en Nueva York, al llamar desde Villa González para darle la noticia, terrible para un gallero congénito, de que el gallo cenizo, el que llevaba veintitrés peleas ganadas y dos tablas, se veía un poco triste. Para Santander era como si a República Dominicana la hubiese sacudido un terremoto. El gallo cenizo, el que ya era inmune a los múltiples venenos con que sus contrarios en el ruedo hervían las espuelas de carey, se veía triste: ¡era espantoso! Hizo que su mujer le pusiera al teléfono a cada uno de sus hijos, incluso a dos de ellos —uno médico y otro abogado— que fueron llamados de urgencia pues ya no vivían en la casa, y preguntó por síntomas específicos para determinar el mal que atentaba con borrar de su traba a su mejor contendiente.
—¡Denme detalles, carajo!
Pero la respuesta fue unánime: «Triste».
Perturbado por la ansiedad, Santander le comunicó a su hija que regresaría de inmediato al país. Adelaida no lo contradijo: sabía que nada sobre la tierra le haría cambiar de opinión si el asunto tenía que ver con sus gallos. Salió de su apartamento del Alto Manhattan y fue a buscar dinero prestado, con que comprar el boleto aéreo para su padre, a casa de Libia, una tía materna un poco excéntrica y vivaracha, que pese a sus peinados despampanantes y sus atuendos llamativos, nadie se atrevía a llamar loca por ser la única rica de la familia. A la vieja se le plegó la cara de alegría al escuchar las buenas nuevas, ya que, sin gasto de correo, le brindaba la oportunidad de enviar el presente que tenía reservado para los hijos de Santander con motivo de las festividades.
—¿Qué es tía? ¿Un par de zapatos? —preguntó la joven, sacudiendo el paquete envuelto en papel platinado, tratando de descifrar el contenido.
—Es una sorpresa. A los muchachos les encantará.
Santander fue menos curioso. Como viajaría sólo con un bulto de mano para no tener que esperar el descargue de maletas en la terminal de Puerto Plata, desechó unas botas de montar que había traído para andar en la nieve, y le hizo lugar al paquete, sin preocuparse por el contenido.
—No dejes de darle las gracias a doña Libia por el regalo— se ocupó de decir, aunque su mente estaba hecha un revoltijo.
Durante la noche llamó siete veces a su casa para irse informando sobre el estado del cenizo, dirigiendo la improvisada brigada de auxilio que había armado con sus hijos, impartiendo órdenes que luego desestimaba, llenando de desasosiego a los muchachos, que se lamentaban, cada vez que el teléfono sonaba despertando hasta las paredes, el no haberle telefoneado después de que el gallo hubiese muerto.
Santander no se levantó en toda la noche de una mecedora, con su mente centrada en Villa González. Cuando el marido de su hija llegó poco después de la medianoche y se enteró de lo que estaba pasando, le preguntó, con sorna, que si iba a dejar la mesa servida por un gallo.
—¿Por un gallo? —exclamó Santander con gravedad, y luego subrayó—: ¡Por un gallo mi abuelo mató un hombre y yo no vacilaría en hacer lo mismo!
Santander era alto y fornido. Con sus sesenta y cinco años bien llevados, el rostro curtido y severo y unas manos enormes de venas brotadas, tenía el aire marcial de un coronel retirado. Cuando en la mañana se montó en el taxi que lo llevaría al aeropuerto, llevaba un abrigo verde olivo, una boina negra de algodón, y era tal su apariencia de miembro de la Armada que el conductor, un ex sargento de verdad, no pudo reprimir las ganas de darle el saludo militar.
Por el retrovisor el chofer avizoró la angustia que arrasaba su semblante y se atrevió a interpelarlo.
—¿No le da miedo viajar en avión con las vainas que están pasando con los terroristas?
El viejo lo fulminó:
—¡El día en que uno se va a morir no se lo despinta nadie!
Al llegar a la terminal, Santander chequeó su boleto con la recepcionista de la aerolínea, y luego, a indicación de ésta, se colocó en una larga fila de viajeros soñolientos y desgarbados. En el aire reinaba un olor rancio a enjuague bucal y a colonia para después de afeitarse. Desde allí se escuchaban los pitos de los detectores de metales y las ordenes cortas y secas de los oficiales de seguridad. Al llegar al puesto de inspección, Santander vació sus bolsillos en un recipiente plástico, como había visto hacer a los que le antecedieron, se quitó los zapatos y los puso con el bulto en la correa rodante de la máquina de rayos equis. Santander cavilaba sobre su gallo enfermo, buscando con la mirada un teléfono público en el pasillo iluminado que conducía a las puertas de embarque, cuando un seguridad, bajito y con bigote de cepillo, le preguntó algo que él no pudo entender, en tanto señalaba una mancha roja en el monitor del detector de metales. Santander no sabía que ese garabato de féferes en una pantalla como de televisión era su bulto de mano. El seguridad se asistió de una oficial latina, que le habló en cristiano.
—Señor —dijo la mujer con cierto aire prepotente—, el oficial quiere saber qué usted lleva en el bulto.
Santander procedió a dar un informe pormenorizado de su equipaje. Cuando ya había nombrado siete calzoncillos, seis pares de medias y dos cajas de productos para teñirse el cabello, la mujer lo interrumpió, abrió el bulto no con poca cautela, y mostró con el dedo, como si señalara un esputo, el extremo platinado de un paquete.
—¡Ah! —se rió Santander— Es un regalo para mis hijos.
—¿Y qué es? —dijo la oficial.
—Un regalo —repitió Santander.
La oficial respiró profundamente, puso el detector de metales portátil sobre la mesa contigua a la máquina, junto al bulto abierto del pasajero, y con una paciencia afectada, en la que dejaba traslucir su indignación, volvió a interrogar al viejo de la boina que pese a exhibir preocupación en el rostro sonreía con amabilidad.
—Muy bien señor, ya sabemos que ese paquete color plata es un regalo —deletreó la oficial—. Ahora, ¡escuche con atención, por favor! Nuestro supervisor desea saber qué contiene el regalo. ¿Qué hay dentro? ¿Comprende?
Santander entendió, pero no pudo contestar: él ignoraba en qué consistía el presente, y sólo atinó a pedir un teléfono para llamar a Libia, la tía de mis... Pero no bien pronunciada la palabra «Libia», una sirena enloqueció el puesto de revisión y en los altoparlantes empezaron a anunciar de manera continua la evacuación inmediata de la terminal. Dando muestras de turbación, Santander sólo decía: «¡Qué sucede; qué pasa!» mientras lo conducían esposado hacia una habitación bien iluminada, y lo sentaban a una mesa rectangular con varias sillas plegadizas.
Si no se alteró en el tiempo durante el cual fue sometido a interrogatorio, fue porque, como buen gallero, Santander era dueño de una templanza a toda prueba y unos nervios de acero. No bien lo dejaron en el saloncito reflexionó: «Todo se arreglará; debe ser un mal entendido. Libia no es tan loca como para ponerme una vaina en el paquete»; y volvió a poner su mente en el cenizo. Tras el escrutinio, los agentes del FBI llegaron a la conclusión de que Libia no se trataba del país ése, lleno de "terroristas", sino de una persona que respondía a ese nombre. Santander ignoraba que en el mundo hubiera un país llamado Libia, pero no lo ponía en duda ya que su señora se llamaba Argentina y él, amigo del tango, tenía conocimiento de aquella nación sudamericana. Afuera, el aeropuerto internacional John F. Kennedy era un pandemonio. La policía había acordonado el área y los viajeros se aglomeraban en el estacionamiento, nerviosos, en espera de noticias oficiales. La brigada antibomba llegó al puesto de revisión en lo que canta un gallo. Un oficial vestido como un astronauta instaló un aparato especial de rayos equis para escanear el paquete sospechoso y luego salió del área con pasos medidos y lentos, como si se moviera en el espacio exterior, para revelar la placa en una unidad móvil preparada con este fin, estacionada frente a la terminal. Media hora después salió, sin el equipo especial, y se enfiló a grandes trancos hacia la estación de seguridad donde mantenían en custodia al sospechoso.
—¡Falsa alarma! —reveló, al entrar al cuarto— Es un juego de Nintendo.
—¿Un Nintendo? —dijeron al unísono los dos agentes del FBI, que trataban de obtener información del viejo con atuendo de guerrillero.
—¡Un Nintendo! —exclamó Santander ante la mirada atónita de los uniformados. De las palabras en inglés de los oficiales era la única que había entendido por pertenecer al idioma universal— ¡A los muchachos les encantará!
Cuando retornó la calma al aeropuerto, Santander fue conducido hacia el mismo puesto de inspección y se sorprendió de que los agentes le revisaran de nuevo, ahora con más pericia y precisión que la vez anterior, como si buscaran entre sus prendas de vestir alguna mecha o algo que pudiera desatar una catástrofe. Le ordenaron que acomodara sus pertenencias dentro del bulto, el cual estaba despanzurrado sobre una mesa. Acto continuo, el seguridad de bigote de cepillo marcó el equipaje de mano de Santander con una cinta pegante roja, que dejaba una huella imborrable, y le indicó con señas que se marchara hacia la sala de espera de donde partiría su avión. Santander se alegró al ver al fin un teléfono en el pasillo y corrió hacia él lleno de ansiedad, acto que despertó suspicacia en los agentes del FBI que, desconfiados, aún monitoreaban los movimientos del viejo a través de las cámaras de seguridad. Intervinieron la llamada justo cuando Santander escuchaba a unos de sus hijos mayores decirle:
—Todo marcha bien. Pronto estará listo para pelear.
Antes de terminar el diálogo, Santander recibió la orden de seguir a dos oficiales. Esta vez lo llevaron a una especie de pabellón, provisto de cortinajes. Le ordenaron que se pusiera tras una mampara y se quitara la ropa. Santander volvió a preguntar que qué pasaba. Una mujer, vestida de blanco, le aconsejó que guardara silencio, que era mejor que cooperara con las autoridades. Ahora fue a Santander a quien le tomaron placas de rayos equis, como si fuese un paquete sospechoso. Le ordenaron que se vistiera y lo sentaron en un banco, frente a un oficial gordo, de cara biliosa, que tras unos minutos de espera despegó su mirada del sospechoso y se distrajo hojeando una revista. Santander suspiraba, un tanto desesperado. Su reloj le decía que en media hora iba a perder el avión si estos gringos locos no lo dejaban marcharse. «Bueno —se consoló—, por lo menos estos americanos son decentes y organizados. Seguro que cuando acabe esta pendejada me buscarán asiento en el primer avión que salga y se disculparán por haberme hecho perder el tiempo. Total, la culpa fue mía por no preguntarle a Libia lo que había dentro de la caja... y el gallo está mejor».
Mientras esperaba, rememoró una de las mejores peleas del cenizo. Se fue a echarlo en motocicleta a Guatapanal, con dos de sus hijos, por dos razones: ese miércoles el gallo había amanecido cacareando, señal inequívoca de que ganaría la pelea, y sólo en Guatapanal había una gallera que abría los miércoles. Lo casó con un pinto alto, de porte elegante, que se veía bien cuidado y por consiguiente en buen estado de salud. Los muchachos se disgustaron, mostrándose remolones cuando Santander les presentó el pinto. Pero cuando el cenizo amanecía cacareando Santander se lo echaba a cualquier gallo, sin medir las consecuencias.
Lo casaron con cinco mil pesos, pero Santander tenía en un macuto otros veinte mil, para apostarlos después de comenzada la pelea. Cuando soltaron los contendientes, se hincharon los plumajes; los peleadores se anudaban en el aire como bolas de fuego, provocando una marea de gritos y voces en las gradas, que hacía temblar la gallera. Poco tiempo pasó para que en el redondel quedara un solo gallo: el pinto; pues el cenizo, de un brutal espuelazo, cayó al piso, de lado, regurgitando sangre, con el aliento entrecortado. La gallera era un solo estallido de ruidos estentóreos, voces agitadas, de llamadas suplicantes de los apostadores que pugnaban por jugar con el viejo de la boina que al parecer había perdido el juicio ya que seguía apostando a favor de su espuela pese a que el reloj de arena del juez de gallos estaba a punto de vaciarse. El cenizo sólo se ponía en pie como para detener el reloj; se sacudía de debajo del pinto, lanzaba un par de espuelazos desordenados, que sólo lograban alentar un poco a los hijos de Santander y poner nerviosos a los apostadores, para caer de nuevo bajo los picotazos y punzadas del pinto. Inmune contra el miedo, Santander conservó la sangre fría. Sólo él veía al cenizo ganar la pelea, por eso sonreía; y sólo como elemento persuasivo, puso al descubierto su pistola por si pasaba por la cabeza de los perdedores armar una reyerta con el objeto evidente de evitarse un dolor de bolsillo.
El agente gordo se extrañó al verle sonreír. Desde el banco, Santander vio al cenizo trepidante en el suelo y supo que en cuestión de segundos se iba a alzar con el triunfo. Lo vio levantar la cabeza con el pico ensangrentado y, con la sutil suavidad con que un encantador de víboras entra la mano en una cesta encrespada de serpientes venenosas, lo vio asirse a la masa movediza que era el pinto. El espuelazo sonó como un golpe de escoba contra una pared, y el pinto cayó pataleando como si le hubiesen arrancado la cabeza.
Santander escuchó el griterío en las gradas en el instante en que entró la mujer de blanco con una expresión de complacencia. Con el bulto a cuestas, Santander fue llevado, por fin, a la sala de espera, donde ya agentes de la aerolínea recibían los boletos de abordaje. Por el pasillo luminoso que conducía a la puerta del avión, oficiales de seguridad, al ver en el equipaje de mano del viejo de la boina la marca roja que sólo ellos podían interpretar, le interrogaron y revisaron con detectores de metales portátiles, en tres puntos diferentes. Al ocupar su asiento, el 29J del Airbus A300, Santander suspiró, aliviado, seguro de que ya los gringos lo dejarían en paz.
El avión despegó y Santander pudo conciliar el sueño durante un par de horas. Cuando despertó la nave estaba a oscura y en las pantallas de televisión pasaban una película de guerra. En ese momento reparó en su compañero de asiento, un jovencito grande y obeso, de cara regordeta, extasiado en la película con los audífonos en las orejas. Santander tenía ganas de conversar, su gallo estaba mejor y ahora le daba risa todo el aparataje al que había sido sometido en el aeropuerto. Cuando encendieron las luces tras terminar la película, Santander sonrió.
—Usted no se imagina, jovencito, lo que me ocurrió en el aeropuerto antes de tomar el avión.
El adolescente, con cuerpo de adulto, se espantó un poco. Su español era muy rudimentario y por esta razón sus padres lo enviaban de vacaciones donde unos familiares, para que mejorara el idioma, ya que a su propia madre, que no dominaba el inglés, se le estaba haciendo difícil comunicarse con él.
—¡Eh! —dijo el muchacho tras quitarse los audífonos— No español.
Pero Santander ya había iniciado su historia, de la cual, el jovencito, sólo pudo captar varias palabras que le contrajeron el corazón. Él había llegado a la terminal, precisamente, cuando empezó la evacuación, y pese a sus ruegos, no pudo convencer a sus padres de posponer el viaje. Estaba, pues, aterrorizado, y comprendía por lo demás el nerviosismo que había en todo el aeropuerto. En la víspera del viaje, él había escuchado la noticia del zapato-bomba y aunque Santander distaba mucho de parecer árabe, el jovencito fue presa de un pavoroso escalofrío porque aún en su cabeza rondaba la noticia del terrorista islámico del vuelo París-Miami de American Airlines, ¡la misma aerolínea!, que portaba explosivos en su calzado, y que tras dos horas de vuelo intentó prender fuego a la suela de una de sus zapatillas deportivas, pero fue detenido a tiempo por una azafata.
Santander se sorprendió de que el gordito se levantara de súbito de su asiento, dejándole las palabras en la boca. Por la torpe rapidez con que se condujo por el pasillo, el gallero dedujo que éste tenía la urgencia de usar al excusado. En esta ocasión a Santander no le dieron oportunidad de preguntar por lo que estaba sucediendo; un golpe contundente en la cabeza lo noqueó por el resto del viaje, y cuando despertó, se encontraba en un cuarto mugriento y pobremente iluminado. No obstante, Santander se alegró sobremanera al enterarse con los policías que lo custodiaban que había llegado, al fin, a la República Dominicana.
De lo que no se enteró, fue del estado de histeria general que se creó dentro del avión. Sus compatriotas querían lincharlo, y las azafatas tuvieron que intervenir. El gordito contó en inglés, con la frente sudorosa y los ojos desorbitados, que el viejo le había asegurado que llevaba una bomba en su bulto de mano. El piloto del avión llamó a la torre de control y las autoridades estadounidenses enviaron inmediatamente dos cazas militares F-15 que escoltaron el Airbus A300 hasta el aeropuerto de Puerto Plata. Al capitán le ordenaron que pilotara la aeronave sin desviarse un milímetro de su ruta hacia la isla del Caribe. De no seguir las órdenes, los cazas tendrían que tomar medidas drásticas con el objeto de proteger a los ciudadanos de Estados Unidos.
Cuando Santander vio entrar a su hijo, el abogado, a la salita donde lo tenían bajo custodia, se le encendió el rostro de alegría.
—¿Cómo sigue el gallo, Fidelio? —preguntó.
El abogado se desconcertó con la pregunta.
—Pero papá, ¿es que todavía a usted no lo han puesto al tanto de lo que está ocurriendo?
El viejo se abrumó de golpe, y una nube de pesar apareció en sus ojos.
—Ya no tienes que decírmelo, Fidelio; el gallo murió.
—¡No, papá, no! Yo no sé nada del gallo. Yo me refiero a su situación con las autoridades norteamericanas. La Interpol halló mi tarjeta en su cartera y me llamó a la oficina. Al parecer, los gringos están pidiendo su extradición a Estados Unidos. Lo acusan de haber provocado una falsa alarma en el avión...
Santander lo interrumpió para pedirle el teléfono celular, él no se iba a preocupar por pendejadas que podía resolver su hijo, para algo lo había hecho abogado; lo urgente era averiguar la situación del cenizo. Marcó a la casa mandando a callar al abogado que ya daba muestras de alarma, y habló con Argentina. El gallo seguía mejor y Santander se alegró. Fidelio salió del cuarto lamentándose, regañando a su padre.
—Esos gallos lo van a volver loco, papá.
—¡Por esos gallos pudiste ir a la universidad y hacerte abogado! —sentenció Santander— Así que ve y resuelve la bobería ésa, aunque tengas que hablar con el Presidente en persona. ¡Para algo debes servir, muchacho!
Pasaron dos horas antes de que el abogado regresara. Al entrar al cuarto halló a su padre jugando dominó y charlando entretenidamente sobre gallos con el teniente y el cabo que lo custodiaban. En el piso ya había, escondidas entre periódicos, tres chatas de Brugal Añejo. Santander se levantó y antes de que Fidelio hablara se lo presentó con orgullo manifiesto a los policías. El abogado trajo buenas noticias. El adolescente fue interrogado por las autoridades y se llegó a la conclusión de que éste había mal interpretado el comentario de su compañero de vuelo debido a su deficiente español, por lo que Santander había sido descargado. Los policías celebraron la noticia mostrando, ya abiertamente, la chata de ron. Santander fue liberado minutos después.
Pasada una semana, el cenizo se veía reconciliado con el espíritu de la traba y Santander esperaba que volviera a cacarear para llevarlo a la gallera. Un jueves en la mañana, lo despertó el menor de sus hijos. Santander se inquietó pues desde los percances de Nueva York lo consideraba un pájaro de mal agüero, portador de malas noticias. «Ahí está Leonidas, papá, el hijo del pulpero. Él quiere que le preste el bulto suyo de mano para irse a Nueva York esta tarde. Parece que ayer lo visaron».
—Préstaselo —ordenó, y volvió a conciliar el sueño. A eso de las tres de la tarde, mientras hablaba con el trabero, Santander se alarmó: «¡El bulto! ¡La marca roja! ¡Se jodió Leonidas!»
Cuento
El menor de sus doce hijos le amargó las vacaciones de Navidad en Nueva York, al llamar desde Villa González para darle la noticia, terrible para un gallero congénito, de que el gallo cenizo, el que llevaba veintitrés peleas ganadas y dos tablas, se veía un poco triste. Para Santander era como si a República Dominicana la hubiese sacudido un terremoto. El gallo cenizo, el que ya era inmune a los múltiples venenos con que sus contrarios en el ruedo hervían las espuelas de carey, se veía triste: ¡era espantoso! Hizo que su mujer le pusiera al teléfono a cada uno de sus hijos, incluso a dos de ellos —uno médico y otro abogado— que fueron llamados de urgencia pues ya no vivían en la casa, y preguntó por síntomas específicos para determinar el mal que atentaba con borrar de su traba a su mejor contendiente.
—¡Denme detalles, carajo!
Pero la respuesta fue unánime: «Triste».
Perturbado por la ansiedad, Santander le comunicó a su hija que regresaría de inmediato al país. Adelaida no lo contradijo: sabía que nada sobre la tierra le haría cambiar de opinión si el asunto tenía que ver con sus gallos. Salió de su apartamento del Alto Manhattan y fue a buscar dinero prestado, con que comprar el boleto aéreo para su padre, a casa de Libia, una tía materna un poco excéntrica y vivaracha, que pese a sus peinados despampanantes y sus atuendos llamativos, nadie se atrevía a llamar loca por ser la única rica de la familia. A la vieja se le plegó la cara de alegría al escuchar las buenas nuevas, ya que, sin gasto de correo, le brindaba la oportunidad de enviar el presente que tenía reservado para los hijos de Santander con motivo de las festividades.
—¿Qué es tía? ¿Un par de zapatos? —preguntó la joven, sacudiendo el paquete envuelto en papel platinado, tratando de descifrar el contenido.
—Es una sorpresa. A los muchachos les encantará.
Santander fue menos curioso. Como viajaría sólo con un bulto de mano para no tener que esperar el descargue de maletas en la terminal de Puerto Plata, desechó unas botas de montar que había traído para andar en la nieve, y le hizo lugar al paquete, sin preocuparse por el contenido.
—No dejes de darle las gracias a doña Libia por el regalo— se ocupó de decir, aunque su mente estaba hecha un revoltijo.
Durante la noche llamó siete veces a su casa para irse informando sobre el estado del cenizo, dirigiendo la improvisada brigada de auxilio que había armado con sus hijos, impartiendo órdenes que luego desestimaba, llenando de desasosiego a los muchachos, que se lamentaban, cada vez que el teléfono sonaba despertando hasta las paredes, el no haberle telefoneado después de que el gallo hubiese muerto.
Santander no se levantó en toda la noche de una mecedora, con su mente centrada en Villa González. Cuando el marido de su hija llegó poco después de la medianoche y se enteró de lo que estaba pasando, le preguntó, con sorna, que si iba a dejar la mesa servida por un gallo.
—¿Por un gallo? —exclamó Santander con gravedad, y luego subrayó—: ¡Por un gallo mi abuelo mató un hombre y yo no vacilaría en hacer lo mismo!
Santander era alto y fornido. Con sus sesenta y cinco años bien llevados, el rostro curtido y severo y unas manos enormes de venas brotadas, tenía el aire marcial de un coronel retirado. Cuando en la mañana se montó en el taxi que lo llevaría al aeropuerto, llevaba un abrigo verde olivo, una boina negra de algodón, y era tal su apariencia de miembro de la Armada que el conductor, un ex sargento de verdad, no pudo reprimir las ganas de darle el saludo militar.
Por el retrovisor el chofer avizoró la angustia que arrasaba su semblante y se atrevió a interpelarlo.
—¿No le da miedo viajar en avión con las vainas que están pasando con los terroristas?
El viejo lo fulminó:
—¡El día en que uno se va a morir no se lo despinta nadie!
Al llegar a la terminal, Santander chequeó su boleto con la recepcionista de la aerolínea, y luego, a indicación de ésta, se colocó en una larga fila de viajeros soñolientos y desgarbados. En el aire reinaba un olor rancio a enjuague bucal y a colonia para después de afeitarse. Desde allí se escuchaban los pitos de los detectores de metales y las ordenes cortas y secas de los oficiales de seguridad. Al llegar al puesto de inspección, Santander vació sus bolsillos en un recipiente plástico, como había visto hacer a los que le antecedieron, se quitó los zapatos y los puso con el bulto en la correa rodante de la máquina de rayos equis. Santander cavilaba sobre su gallo enfermo, buscando con la mirada un teléfono público en el pasillo iluminado que conducía a las puertas de embarque, cuando un seguridad, bajito y con bigote de cepillo, le preguntó algo que él no pudo entender, en tanto señalaba una mancha roja en el monitor del detector de metales. Santander no sabía que ese garabato de féferes en una pantalla como de televisión era su bulto de mano. El seguridad se asistió de una oficial latina, que le habló en cristiano.
—Señor —dijo la mujer con cierto aire prepotente—, el oficial quiere saber qué usted lleva en el bulto.
Santander procedió a dar un informe pormenorizado de su equipaje. Cuando ya había nombrado siete calzoncillos, seis pares de medias y dos cajas de productos para teñirse el cabello, la mujer lo interrumpió, abrió el bulto no con poca cautela, y mostró con el dedo, como si señalara un esputo, el extremo platinado de un paquete.
—¡Ah! —se rió Santander— Es un regalo para mis hijos.
—¿Y qué es? —dijo la oficial.
—Un regalo —repitió Santander.
La oficial respiró profundamente, puso el detector de metales portátil sobre la mesa contigua a la máquina, junto al bulto abierto del pasajero, y con una paciencia afectada, en la que dejaba traslucir su indignación, volvió a interrogar al viejo de la boina que pese a exhibir preocupación en el rostro sonreía con amabilidad.
—Muy bien señor, ya sabemos que ese paquete color plata es un regalo —deletreó la oficial—. Ahora, ¡escuche con atención, por favor! Nuestro supervisor desea saber qué contiene el regalo. ¿Qué hay dentro? ¿Comprende?
Santander entendió, pero no pudo contestar: él ignoraba en qué consistía el presente, y sólo atinó a pedir un teléfono para llamar a Libia, la tía de mis... Pero no bien pronunciada la palabra «Libia», una sirena enloqueció el puesto de revisión y en los altoparlantes empezaron a anunciar de manera continua la evacuación inmediata de la terminal. Dando muestras de turbación, Santander sólo decía: «¡Qué sucede; qué pasa!» mientras lo conducían esposado hacia una habitación bien iluminada, y lo sentaban a una mesa rectangular con varias sillas plegadizas.
Si no se alteró en el tiempo durante el cual fue sometido a interrogatorio, fue porque, como buen gallero, Santander era dueño de una templanza a toda prueba y unos nervios de acero. No bien lo dejaron en el saloncito reflexionó: «Todo se arreglará; debe ser un mal entendido. Libia no es tan loca como para ponerme una vaina en el paquete»; y volvió a poner su mente en el cenizo. Tras el escrutinio, los agentes del FBI llegaron a la conclusión de que Libia no se trataba del país ése, lleno de "terroristas", sino de una persona que respondía a ese nombre. Santander ignoraba que en el mundo hubiera un país llamado Libia, pero no lo ponía en duda ya que su señora se llamaba Argentina y él, amigo del tango, tenía conocimiento de aquella nación sudamericana. Afuera, el aeropuerto internacional John F. Kennedy era un pandemonio. La policía había acordonado el área y los viajeros se aglomeraban en el estacionamiento, nerviosos, en espera de noticias oficiales. La brigada antibomba llegó al puesto de revisión en lo que canta un gallo. Un oficial vestido como un astronauta instaló un aparato especial de rayos equis para escanear el paquete sospechoso y luego salió del área con pasos medidos y lentos, como si se moviera en el espacio exterior, para revelar la placa en una unidad móvil preparada con este fin, estacionada frente a la terminal. Media hora después salió, sin el equipo especial, y se enfiló a grandes trancos hacia la estación de seguridad donde mantenían en custodia al sospechoso.
—¡Falsa alarma! —reveló, al entrar al cuarto— Es un juego de Nintendo.
—¿Un Nintendo? —dijeron al unísono los dos agentes del FBI, que trataban de obtener información del viejo con atuendo de guerrillero.
—¡Un Nintendo! —exclamó Santander ante la mirada atónita de los uniformados. De las palabras en inglés de los oficiales era la única que había entendido por pertenecer al idioma universal— ¡A los muchachos les encantará!
Cuando retornó la calma al aeropuerto, Santander fue conducido hacia el mismo puesto de inspección y se sorprendió de que los agentes le revisaran de nuevo, ahora con más pericia y precisión que la vez anterior, como si buscaran entre sus prendas de vestir alguna mecha o algo que pudiera desatar una catástrofe. Le ordenaron que acomodara sus pertenencias dentro del bulto, el cual estaba despanzurrado sobre una mesa. Acto continuo, el seguridad de bigote de cepillo marcó el equipaje de mano de Santander con una cinta pegante roja, que dejaba una huella imborrable, y le indicó con señas que se marchara hacia la sala de espera de donde partiría su avión. Santander se alegró al ver al fin un teléfono en el pasillo y corrió hacia él lleno de ansiedad, acto que despertó suspicacia en los agentes del FBI que, desconfiados, aún monitoreaban los movimientos del viejo a través de las cámaras de seguridad. Intervinieron la llamada justo cuando Santander escuchaba a unos de sus hijos mayores decirle:
—Todo marcha bien. Pronto estará listo para pelear.
Antes de terminar el diálogo, Santander recibió la orden de seguir a dos oficiales. Esta vez lo llevaron a una especie de pabellón, provisto de cortinajes. Le ordenaron que se pusiera tras una mampara y se quitara la ropa. Santander volvió a preguntar que qué pasaba. Una mujer, vestida de blanco, le aconsejó que guardara silencio, que era mejor que cooperara con las autoridades. Ahora fue a Santander a quien le tomaron placas de rayos equis, como si fuese un paquete sospechoso. Le ordenaron que se vistiera y lo sentaron en un banco, frente a un oficial gordo, de cara biliosa, que tras unos minutos de espera despegó su mirada del sospechoso y se distrajo hojeando una revista. Santander suspiraba, un tanto desesperado. Su reloj le decía que en media hora iba a perder el avión si estos gringos locos no lo dejaban marcharse. «Bueno —se consoló—, por lo menos estos americanos son decentes y organizados. Seguro que cuando acabe esta pendejada me buscarán asiento en el primer avión que salga y se disculparán por haberme hecho perder el tiempo. Total, la culpa fue mía por no preguntarle a Libia lo que había dentro de la caja... y el gallo está mejor».
Mientras esperaba, rememoró una de las mejores peleas del cenizo. Se fue a echarlo en motocicleta a Guatapanal, con dos de sus hijos, por dos razones: ese miércoles el gallo había amanecido cacareando, señal inequívoca de que ganaría la pelea, y sólo en Guatapanal había una gallera que abría los miércoles. Lo casó con un pinto alto, de porte elegante, que se veía bien cuidado y por consiguiente en buen estado de salud. Los muchachos se disgustaron, mostrándose remolones cuando Santander les presentó el pinto. Pero cuando el cenizo amanecía cacareando Santander se lo echaba a cualquier gallo, sin medir las consecuencias.
Lo casaron con cinco mil pesos, pero Santander tenía en un macuto otros veinte mil, para apostarlos después de comenzada la pelea. Cuando soltaron los contendientes, se hincharon los plumajes; los peleadores se anudaban en el aire como bolas de fuego, provocando una marea de gritos y voces en las gradas, que hacía temblar la gallera. Poco tiempo pasó para que en el redondel quedara un solo gallo: el pinto; pues el cenizo, de un brutal espuelazo, cayó al piso, de lado, regurgitando sangre, con el aliento entrecortado. La gallera era un solo estallido de ruidos estentóreos, voces agitadas, de llamadas suplicantes de los apostadores que pugnaban por jugar con el viejo de la boina que al parecer había perdido el juicio ya que seguía apostando a favor de su espuela pese a que el reloj de arena del juez de gallos estaba a punto de vaciarse. El cenizo sólo se ponía en pie como para detener el reloj; se sacudía de debajo del pinto, lanzaba un par de espuelazos desordenados, que sólo lograban alentar un poco a los hijos de Santander y poner nerviosos a los apostadores, para caer de nuevo bajo los picotazos y punzadas del pinto. Inmune contra el miedo, Santander conservó la sangre fría. Sólo él veía al cenizo ganar la pelea, por eso sonreía; y sólo como elemento persuasivo, puso al descubierto su pistola por si pasaba por la cabeza de los perdedores armar una reyerta con el objeto evidente de evitarse un dolor de bolsillo.
El agente gordo se extrañó al verle sonreír. Desde el banco, Santander vio al cenizo trepidante en el suelo y supo que en cuestión de segundos se iba a alzar con el triunfo. Lo vio levantar la cabeza con el pico ensangrentado y, con la sutil suavidad con que un encantador de víboras entra la mano en una cesta encrespada de serpientes venenosas, lo vio asirse a la masa movediza que era el pinto. El espuelazo sonó como un golpe de escoba contra una pared, y el pinto cayó pataleando como si le hubiesen arrancado la cabeza.
Santander escuchó el griterío en las gradas en el instante en que entró la mujer de blanco con una expresión de complacencia. Con el bulto a cuestas, Santander fue llevado, por fin, a la sala de espera, donde ya agentes de la aerolínea recibían los boletos de abordaje. Por el pasillo luminoso que conducía a la puerta del avión, oficiales de seguridad, al ver en el equipaje de mano del viejo de la boina la marca roja que sólo ellos podían interpretar, le interrogaron y revisaron con detectores de metales portátiles, en tres puntos diferentes. Al ocupar su asiento, el 29J del Airbus A300, Santander suspiró, aliviado, seguro de que ya los gringos lo dejarían en paz.
El avión despegó y Santander pudo conciliar el sueño durante un par de horas. Cuando despertó la nave estaba a oscura y en las pantallas de televisión pasaban una película de guerra. En ese momento reparó en su compañero de asiento, un jovencito grande y obeso, de cara regordeta, extasiado en la película con los audífonos en las orejas. Santander tenía ganas de conversar, su gallo estaba mejor y ahora le daba risa todo el aparataje al que había sido sometido en el aeropuerto. Cuando encendieron las luces tras terminar la película, Santander sonrió.
—Usted no se imagina, jovencito, lo que me ocurrió en el aeropuerto antes de tomar el avión.
El adolescente, con cuerpo de adulto, se espantó un poco. Su español era muy rudimentario y por esta razón sus padres lo enviaban de vacaciones donde unos familiares, para que mejorara el idioma, ya que a su propia madre, que no dominaba el inglés, se le estaba haciendo difícil comunicarse con él.
—¡Eh! —dijo el muchacho tras quitarse los audífonos— No español.
Pero Santander ya había iniciado su historia, de la cual, el jovencito, sólo pudo captar varias palabras que le contrajeron el corazón. Él había llegado a la terminal, precisamente, cuando empezó la evacuación, y pese a sus ruegos, no pudo convencer a sus padres de posponer el viaje. Estaba, pues, aterrorizado, y comprendía por lo demás el nerviosismo que había en todo el aeropuerto. En la víspera del viaje, él había escuchado la noticia del zapato-bomba y aunque Santander distaba mucho de parecer árabe, el jovencito fue presa de un pavoroso escalofrío porque aún en su cabeza rondaba la noticia del terrorista islámico del vuelo París-Miami de American Airlines, ¡la misma aerolínea!, que portaba explosivos en su calzado, y que tras dos horas de vuelo intentó prender fuego a la suela de una de sus zapatillas deportivas, pero fue detenido a tiempo por una azafata.
Santander se sorprendió de que el gordito se levantara de súbito de su asiento, dejándole las palabras en la boca. Por la torpe rapidez con que se condujo por el pasillo, el gallero dedujo que éste tenía la urgencia de usar al excusado. En esta ocasión a Santander no le dieron oportunidad de preguntar por lo que estaba sucediendo; un golpe contundente en la cabeza lo noqueó por el resto del viaje, y cuando despertó, se encontraba en un cuarto mugriento y pobremente iluminado. No obstante, Santander se alegró sobremanera al enterarse con los policías que lo custodiaban que había llegado, al fin, a la República Dominicana.
De lo que no se enteró, fue del estado de histeria general que se creó dentro del avión. Sus compatriotas querían lincharlo, y las azafatas tuvieron que intervenir. El gordito contó en inglés, con la frente sudorosa y los ojos desorbitados, que el viejo le había asegurado que llevaba una bomba en su bulto de mano. El piloto del avión llamó a la torre de control y las autoridades estadounidenses enviaron inmediatamente dos cazas militares F-15 que escoltaron el Airbus A300 hasta el aeropuerto de Puerto Plata. Al capitán le ordenaron que pilotara la aeronave sin desviarse un milímetro de su ruta hacia la isla del Caribe. De no seguir las órdenes, los cazas tendrían que tomar medidas drásticas con el objeto de proteger a los ciudadanos de Estados Unidos.
Cuando Santander vio entrar a su hijo, el abogado, a la salita donde lo tenían bajo custodia, se le encendió el rostro de alegría.
—¿Cómo sigue el gallo, Fidelio? —preguntó.
El abogado se desconcertó con la pregunta.
—Pero papá, ¿es que todavía a usted no lo han puesto al tanto de lo que está ocurriendo?
El viejo se abrumó de golpe, y una nube de pesar apareció en sus ojos.
—Ya no tienes que decírmelo, Fidelio; el gallo murió.
—¡No, papá, no! Yo no sé nada del gallo. Yo me refiero a su situación con las autoridades norteamericanas. La Interpol halló mi tarjeta en su cartera y me llamó a la oficina. Al parecer, los gringos están pidiendo su extradición a Estados Unidos. Lo acusan de haber provocado una falsa alarma en el avión...
Santander lo interrumpió para pedirle el teléfono celular, él no se iba a preocupar por pendejadas que podía resolver su hijo, para algo lo había hecho abogado; lo urgente era averiguar la situación del cenizo. Marcó a la casa mandando a callar al abogado que ya daba muestras de alarma, y habló con Argentina. El gallo seguía mejor y Santander se alegró. Fidelio salió del cuarto lamentándose, regañando a su padre.
—Esos gallos lo van a volver loco, papá.
—¡Por esos gallos pudiste ir a la universidad y hacerte abogado! —sentenció Santander— Así que ve y resuelve la bobería ésa, aunque tengas que hablar con el Presidente en persona. ¡Para algo debes servir, muchacho!
Pasaron dos horas antes de que el abogado regresara. Al entrar al cuarto halló a su padre jugando dominó y charlando entretenidamente sobre gallos con el teniente y el cabo que lo custodiaban. En el piso ya había, escondidas entre periódicos, tres chatas de Brugal Añejo. Santander se levantó y antes de que Fidelio hablara se lo presentó con orgullo manifiesto a los policías. El abogado trajo buenas noticias. El adolescente fue interrogado por las autoridades y se llegó a la conclusión de que éste había mal interpretado el comentario de su compañero de vuelo debido a su deficiente español, por lo que Santander había sido descargado. Los policías celebraron la noticia mostrando, ya abiertamente, la chata de ron. Santander fue liberado minutos después.
Pasada una semana, el cenizo se veía reconciliado con el espíritu de la traba y Santander esperaba que volviera a cacarear para llevarlo a la gallera. Un jueves en la mañana, lo despertó el menor de sus hijos. Santander se inquietó pues desde los percances de Nueva York lo consideraba un pájaro de mal agüero, portador de malas noticias. «Ahí está Leonidas, papá, el hijo del pulpero. Él quiere que le preste el bulto suyo de mano para irse a Nueva York esta tarde. Parece que ayer lo visaron».
—Préstaselo —ordenó, y volvió a conciliar el sueño. A eso de las tres de la tarde, mientras hablaba con el trabero, Santander se alarmó: «¡El bulto! ¡La marca roja! ¡Se jodió Leonidas!»
5 comentarios:
Hola José.
Esta historias me mantuvo pegado al monitor de princiopio a fin.
Es magistral la forma como va dando cuerpo a la obra y el interez que despierta.
Me parece buen guion para una pelicula.
Felicidaes Hno.
hola, esta historia me parece realmente interesante ya que esta envueve al lector y lo enfrasca en la trama de la misma ,lo recomiendo....adios
hola........
esta historia es realmente interesante la recomiendo
gracias!!!!!! adios.
Cuentazo!!
La manera jocosa de la narrativa de José Acosta no permite que los ojos se separen de su narración. Es brillante estos cuentos deben ser dados a conocer ampliamente a los estudiantes en las escuelas dominicanas. Describe el carácter del dominicano. Cuando expresa que “Libia, una tía materna un poco excéntrica y vivaracha, que pese a sus peinados despampanantes y sus atuendos llamativos, nadie se atrevía a llamar loca por ser la única rica de la familia”. Muestra todos los privilegios de la gente de dineros... en contraposición con los de abajo que son señalados, burlados. La expresión ¡Por un gallo mi abuelo mató un hombre y yo no vacilaría en hacer lo mismo! demuestra el significado de las 'peleas de gallos' en los jugadores.
La expresión da a entender el bajo nivel cultural de gran parte de la gente que viaja al exterior y si conoce a Argentina es porque tiene que ver con sentimientos emociones como el baile del tango...o sea el dominicano es pasional más que racional. "Santander ignoraba que en el mundo hubiera un país llamado Libia, pero no lo ponía en duda ya que su señora se llamaba Argentina y él, amigo del tango, tenía conocimiento de aquella nación sudamericana.
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