jueves, 21 de julio de 2011

La multitud (fragmento)





Premio Nacional de Novela de la República Dominicana 2012


¿Estás ahí, Fred?

  

Del brasero ascendía una corona de luz. El resplandor rojizo refulgía levemente en el espejo de la cómoda y se prendía como partículas de vidrio en los gruesos cortinajes que ocultaban el amanecer. Santana abrió los ojos en medio de la penumbra y apartó la manta con meditada lentitud. Al percibir en el cuerpo el vapor helado que gobernaba el cuarto, se puso en pie y, con pasos de sonámbulo, fue y se guareció en el aura tibia del brasero, cuyos rescoldos se quedó mirando con la vaga inquietud de quien ha olvidado alguna cosa y reconoce a la vez que ya jamás podrá recordarla.

Llevaba puesta una túnica de seda que caía sobre sus hombros con una holgura de sotana, de cuyas mangas salían las manos enormes y, más abajo, los pies abrigados con altos calcetines de lana. Soñoliento, guiándose en la penumbra con ademanes de ciego, llegó hasta la ventana, descorrió la cortina y sintió en el entrecejo la avalancha de luz. Cerró los ojos para acostumbrarlos al albor de la mañana y, poco después, al abrirlos, descubrió en la acera, del otro lado de la calle, no con poco desconsuelo y recriminándose interiormente por haberse compadecido de él en el zoológico, al oso polar escarbando en la nieve con cierta impericia infantil.

Subió el cristal de la ventana y, soportando el viento helado en pleno rostro, trató de espantarlo a gritos, repitiéndole que se valiera de su instinto y regresara al ártico.

El animal levantó la vista como si entendiera, emitió un gruñido ronco que rompió el silencio reinante y sacudió la cabeza con las fauces abiertas, de donde emanaban hilos de baba.

Santana se apartó con un gesto de disgusto, abrió una gaveta de la cómoda, tomó un yesquero y empezó a encender los cirios que había dispersado la víspera por los rincones. Satisfecho con la iluminación igual que un monje con las llamas de su altar, fue y descolgó de la pared de la sala la escopeta con un vago impulso bélico; el crac, ese sonido que a veces parecía no contar con un refugio en el mundo que le diera abrigo, se hundió en su corazón con la punzada de un presentimiento. Apoyado en el alféizar, apuntó primero a la cabeza del oso y luego a un punto muerto de la ciudad cuya silueta parecía haber sido devorada por una oruga; después regresó la mira a la cabeza del animal. No debí dejarlo salir, Odoroto, dijo al sentir en las piernas el resuello cálido del perro. ¡Escuchaste, hermano, no debí dejarte salir!, gritó y, sosteniendo la respiración, apretó el gatillo. El retroceso le golpeó el hombro con violencia. Con el estallido, el perro gimió, ocultándose bajo la cama. Los cristales de una ventana del quinto piso del edificio de enfrente saltaron con un crujido estridente, y el oso polar se echó a correr calle abajo, dejando tras de sí unas huellas casi humanas. Santana lo siguió con la mirada, emocionado interiormente, no por haberlo ahuyentado, sino porque más tarde, cuando saliera con Odoroto a comer a la iglesia, tendría que estar pendiente del oso, y aquella posibilidad de peligro, de un asalto repentino al doblar una esquina o al pasar por una bocacalle, le vaciaba en la sangre unos pájaros fabulosos que conseguían agregarle un poco de alegría a su corazón.

Cerró la ventana, corrió la cortina y regresó a la cama. Ahora no se sentía vacío. Ahora, como en algunas mañanas, quería recordar a Lisa, la imagen borrosa que quedaba de ella en su memoria, sentirla en la piel como la seda de la túnica, como el calor de la manta, como la mano propicia que le tendía el brasero.

Lisa acostada a lo largo de su cuerpo desplegado, de su mole sudorosa. ¿Te acuerdas, Hugo, te acuerdas de nosotros tras la tapia?, y Santana se acordaba y a la vez lamentaba que Lisa no estuviera realmente a su lado las veces en que se juntaban, que la mujer necesitara regresar al pasado a hacer el amor con el hombre que él había sido casi dos décadas atrás, con un joven muerto en los pliegues de otra época, resucitado por artilugios de una fantasía que la hacía temblar y resollar sobre su cara, como si encontrarse con él en la memoria le produjera un cansancio terrible.

Y él, ¿estaba ahí, en el lecho, con Lisa, sirviendo de puente a aquella fantasía? Santana sabía que no, que también él se encontraba en otro lugar, quizás allá, tras la tapia del patio, junto con ella, aspirando el suave perfume de la niña que Lisa había sido en aquel tiempo remoto. Él lo sabía y esa convicción lo retornaba de golpe al presente, le hacía comprender que estaba solo, que la mujer y su cuerpo eran dos vacíos tropezando uno contra el otro con el rencor dulce de los enamorados, y que todo lo que ellos en realidad eran resurgiría hacia el final del placer, desgastado tal vez, pero rebosante de ese misterio que solo un resucitado puede experimentar.

Cabeceó un rato tratando de conciliar el sueño, pero cada vez que sentía aquella anestesia talándole las piernas, el torso, los brazos, le asaltaba la sospecha pavorosa de que el sueño, en cuanto se tragase su cabeza, lo sumergiría en ese territorio sombrío donde presentía que todo lo olvidado en su paso por la vida pugnaba por salir, por escapar, por romper su burbuja y regresar al sitio de la razón que alguna vez lo había engendrado. Esta sensación se repetía invariablemente en las mañanas en que buscaba prolongar el periodo de sueño y, tan pronto lo conseguía, se despertaba con una desazón incomprensible, como si algo sobrehumano le hubiese desprendido parte de su existencia de un desgarrón.

Apartó la manta y, apoyándose en los codos, se irguió con la pesadez de un arbusto que se libera del lodo. Con la vista fija en las sombras que oscilaban con las llamas de los pabilos, se preguntó si ese miedo a quedarse dormido tenía alguna relevancia en el estado en que ahora la vida se le ofrecía, si valía la pena preservar los sentimientos en medio del caos y la desolación. Tras meditar un rato, convino en que tal vez esa fuerza que le hacía amar al perro y temer a algo tan intangible como el sueño era el último recurso que le quedaba para salvar al hombre que había en él, para mantener a raya al salvaje que, posiblemente, desde algún territorio del olvido, buscaba el modo de someterlo, de invadirlo, de aniquilarlo.

Se levantó, miró al hombre de cabellera hirsuta y barba patriarcal en la borrosa luna del espejo de la cómoda y, por unos segundos, no se reconoció. La vibrátil iluminación de las velas le daba a su figura un aire de santo, que a él en el fondo le agradaba. Se inclinó, hundió las manos en la oscuridad y haló de debajo de la cama unas pesadas botas de piel, todavía mojadas por la incursión del día anterior, y, parado, las calzó, percibiendo, a través de los calcetines, un tenue frescor de humedad. ¡Andando, Odoroto!, exclamó, empuñando la escopeta. El perro ladró, emocionado, y dio varias vueltas alrededor de él.

Apagó las velas, cubrió el brasero con una tapa de aluminio y pasó a la sala. Tendido a lo largo del sofá, como otro hombre, descansaba un voluminoso abrigo de plumas de pato. Lo levantó por una manga y se metió en él.

Empujó la puerta y, al salir, la encajó rápidamente en el marco para evitar que el aire viciado, mezcla de humo y basura en descomposición, aposentado en el pasillo como un toro muerto, entrara a su morada. Bajó las escaleras conteniendo la respiración y, cuando alcanzó el vestíbulo, le pareció que un grano de sal se le derretía en el paladar y empezaba a descender por su garganta como un cuchillo. El perro, arañando la puerta vidriera del edificio con las patas delanteras, parecía rogarle que lo dejara escapar. Santana apretó el dispositivo que liberaba el llavín y abrió. Odoroto se deslizó por la abertura como una anguila, dio varias vueltas en círculo sobre la nieve, detectó con el olfato un sitio propicio y, acuclillado de un modo que a Santana le pareció doloroso, empezó a defecar. Santana, parado a su lado, abrió el abrigo, alzó el ruedo de la túnica y, resistiendo las acometidas del viento helado, orinó, describiendo con el caño un garabato en forma de clave musical.

En la intersección de la 184 Street y Morris, dos autos, casi hundidos uno dentro del otro, seguidos de varios vehículos que, por la reacción en cadena del choque, habían fusionado sus carrocerías, abultados bajo un manto de nieve, semejaban una pelea de búfalos detenida en una impresión fotográfica. Santana, al contemplar la escena, se estremeció.

Se ajustó el cuello del abrigo, aspiró profundamente y exhaló. El vaho le borró el rostro. Se terció la escopeta a la espalda y se encaminó por la acera, siguiendo sus propias huellas, ya casi difuminadas en la nieve.

La hilera de edificios que se extendía hasta Fordham Road, con huecos manchados de hollín producidos por las dentelladas de los incendios, recordaba a un grupo de fusilados tomados de las manos que no terminan de caer de bruces. A la derecha se veía una casa consumida como un cigarrillo hasta los cimientos; entre sus ruinas nevadas se levantaban enhiestos esos arbustos de hojas perennes que no entregan sus armas al otoño.

En Fordham Road, filas de autos abrigados de nieve en ambas direcciones, detenidos ante los focos apagados de los semáforos de Morris y Jerome, como si aún estuviesen aguardando la señal de circular. A Santana, cada vez que miraba las líneas de vehículos suspendidas en esa rigidez de columna de soldados en posición de firmes, le parecía que en ese pedazo de la ciudad el tiempo se había detenido, se había congelado.

Con las botas, echó a un lado la nieve acumulada frente a la puerta vidriera de la farmacia Duane Reade; el escaparate se veía mugriento, repleto de frascos de vitaminas y envases con etiquetas ilegibles. Una vez dentro, para limpiarse, zapateó encima del enlosado con los gestos de quien va a echarse a correr, y se sacudió con palmadas los bordes del abrigo; sacó una linterna del bolsillo derecho, desenroscó la tapa y cambió las baterías tomando un paquete del exhibidor del mostrador. La encendió y dirigió el reflector hacia el fondo penumbroso del establecimiento, de donde venía un olor a sala de hospital. Odoroto corrió entre las góndolas cargadas de productos para la higiene personal, persiguiendo el anillo de luz. Santana apagó la linterna y, en los confines de aquel huerto de oscuridad, se escucharon, como un reclamo, los ladridos del perro.

Cuando se disponía a salir, experimentó una especie de vértigo, de claustrofobia; desde donde estaba vio el mundo como si no perteneciera a él, como si el vidrio de la puerta que ahora tocaba como a la superficie de un estanque lo separara de todo lo que ardía del otro lado y él tuviera que aceptarlo de ese modo.

Casi enseguida se repuso y empujó la puerta no con poca aprensión. Dejó salir al perro y lo siguió, con el paso confiado del ciego que, aferrado a su lazarillo, se deja guiar por un laberinto.

Desde la acera miró con expresión sombría el cielo encapotado, de un gris plomizo, que cubría la ciudad. Buscó con la mirada lo que originaba los ladridos del perro, que afanado desenterraba de la nieve un bulto alargado, que resultó ser el cadáver de un ciervo. Santana, ante aquellos despojos, pensó en el oso con un dejo de pena y conmiseración. Apartó al perro y volvió a tapar la carroña.

Se encaminó hacia un estanquillo de periódicos, situado a pocos metros de la entrada de la estación del tren 4, para volver a observar, con cierta curiosidad infantil, una trampa de himenópteros que colgaba como un farol del alero del negocio.

Dentro del estanquillo, a través del cristal del mostrador, comprobó que el moho ya había hecho estragos en las tortas de maíz y los panes rellenos de crema de queso que vendía a los peatones un árabe, tocado con un exótico turbante, de barba antediluviana y unos ojitos lacrimosos que Santana muchas veces imaginaba bien aguzados, buscando un camello perdido entre las ráfagas de una de esas tormentas de arena del desierto que nublan la pantalla del televisor.

Apelmazados por la humedad, al resguardo del alero, se veían filas de periódicos con ilustraciones chorreadas de tinta y grandes titulares cuya lectura llevaban a Santana al inicio de un día particularmente insólito, aterrador, del que recordaba haber salido como se sale de un bosque en llamas. Y, encima de los periódicos, en un extremo, se hallaba la trampita de himenópteros, un pote de plástico de cuello ancho cerrado con una tapa, traspasado por un tubo con un agujero interior que miraba hacia arriba, lleno hasta por debajo del nivel del tubo de un líquido azucarado, color miel. Los insectos, atraídos por la sustancia, entraban por el tubo, salían por el agujero y quedaban atrapados en el interior del recipiente de plástico. Desde el otoño, cada vez que pasaba por el estanquillo, Santana le dedicaba un momento a la trampita, dentro de la cual se apreciaban algunas abejas y avispas, ahora puntos oscuros en un bloque de hielo amarillento, intrigado por la falta de astucia de unos insectos capaces de organizarse en sociedad.

Trampa, se dijo con cierta solemnidad, pensando en las palabras que planeaba incorporar ese día a su enciclopedia: n. f. Dícese de una obra reducida a unas formas geométricas estrictas y a unas modalidades elementales de materia o de color.

Mientras pasaba por debajo del cajón metálico de la estación del tren 4, que en lo alto semejaba una casa móvil levantada en la rama de un árbol, observando los nidos tejidos por las palomas entre los raíles cruzados por las traviesas, le llegó de golpe una imagen que en los momentos más inesperados solía aflorar de su memoria, como esos peces que saltan del agua y caen en la cubierta de los barcos, aleteando y boqueando; era la imagen de un hombre perturbado que, en el andén de la estación de Harlem de la 125 Street, entre el chirrido de los trenes que circulaban, parecía conversar con un ser invisible, parado delante de él.

Santana, que se valía del transporte público para visitar a los clientes que la distribuidora de enciclopedias y libros especializados le indicaba, cuando no andaba con la hora encima, solía dedicarle unos minutos al loco de la estación, atraído y no menos hechizado por su capacidad histriónica. El hombre, de una delgadez extrema y unos ojos enormes y expresivos, envuelto en harapos que despedían un penetrante hedor a agua estancada, ejecutaba un monólogo único, cíclico, que repetía hasta el infinito con una precisión de toma fílmica.

En sus paseos por la ciudad, cargado de manuales, tratados y folletines propagandísticos, Santana había tropezado con muchos de estos personajes. En la Quinta Avenida y la 42 Street, solía ver a un viejo alemán de sonrisa podrida, quien, mientras entonaba una canción del Viejo Oeste, mostraba un letrero garabateado en un trozo de cartón que rezaba: «Hola, mi nombre es Armand von Tlofon. ¡Soy un cantante grandioso! Mi madre siempre me lo decía. Ayúdenme con algo hasta que alguien me descubra y pueda triunfar en los escenarios». A sus pies, abierto como la boca de un cocodrilo, descansaba un estropeado maletín donde relucían algunas monedas.

A las seis de la tarde, frente a la fachada de la oficina postal de Varik Street, ajeno a la vida nocturna que se encendía en esa zona cercana al SoHo, un negro de aspecto desgastado se regodeaba bajo unos cartones, encajado entre dos buzones de correo. A las ocho de la noche, de él únicamente sobresalía, como dos lámparas, la planta sucia de sus pies.

Y en Hudson Street, a una cuadra de la Agencia de Pasaportes, de vez en cuando aparecía la Mujer que Llora: una anciana anglosajona de rostro garabateado y ojeras colgantes como hamacas. Quien ose acercarse a brindarle ayuda —Santana sonrió al recordarlo— sufrirá un colapso: la vieja lo cocinará a insultos y maldiciones.

Pero quien más le inquietaba era el personaje de la estación de Harlem, aquel pez que emergía de la oscuridad y aleteaba y boqueaba en la superficie de su memoria. Tantas veces lo escuchó Santana que no solo memorizó su monólogo, sino que acabó también por completarlo.

—¿Estás ahí, Fred?

Así comenzaba el demente, afincando los pies en el piso del andén con una solidez de plomo. El hombre, dedujo Santana, interpelaba a alguien que, por alguna razón, veía con dificultad, situado a pocos pasos de él, en un tono suplicante, angustioso, como si temiera que el tal Fred se hubiera marchado, lo hubiera dejado solo. Guardaba luego un corto silencio, en el curso del cual parecía recibir una respuesta, y acto seguido reponía, más calmado:

—Qué bueno; creí que te habías marchado. —Esperaba unos segundos, la mirada al suelo, y luego agregaba—: ¿Qué día es hoy, Fred?

El imaginario Fred le respondía.

—¿Cuándo regresaremos a casa?

Fred volvía a contestarle.

—Pero ¿dónde estás, Fred? ¿Por qué no puedo verte?

Y, pasado un par de segundos, el hombre desencajaba el semblante con una conmovedora expresión de horror; su cuerpo, tembloroso, parecía desmoronarse, y, cubriéndose la cara con ambas manos, prorrumpía en llanto.

Tan pronto se dominaba, volvía con lo mismo: rebobinaba la cinta y repetía el video. Era admirable, recordaba ahora Santana, sonriendo para sus adentros. Ya había llegado a la encrucijada que forman University y Fordham Road, y sus ojos sin mirada se posaron en un camión de largo recorrido acostado de lado sobre la vía como un paquidermo muerto, rodeado de varios autos que parecían velarlo. Cruzó la calle usando una mano de visera para protegerse el rostro contra la brisa que ascendía en ráfagas del río Harlem y que, arremolinándose entre los vehículos, levantaba una nevisca cortante. Del otro lado, enclavada en un altozano, se veía la iglesia de San Juan, con su techo abovedado entre dos torres rematadas en cruz y su campanario coronado con un capitel bulboso en donde solían posarse los albatros que se alejaban de la costa. Vio el perro subiendo las escaleras con pasitos alegres, resbalando en los almohadones de nieve, y Santana se acordó, mientras iniciaba el ascenso, de la tarde en que, aguijoneado por la curiosidad, después de completar el cuestionario del loco de Harlem, asumiendo el papel de Fred, aprovechando un instante de soledad en la estación, se atrevió a representarlo.

—¿Estás ahí, Fred?

Santana, sin pensarlo dos veces, con una mezcla de emoción y ansiedad por descubrir qué iba a salir de todo aquello, se acercó al hombre y le dijo, con cierta autoridad en la voz:

—¡Sí, estoy aquí!

—Qué bueno, creí que te habías marchado. ¿Qué día es hoy, Fred?

Santana le dio la fecha, esperando un cambio de reacción, alguna muestra de asombro por la revelación del tiempo justo en que se hallaba ubicado, por haberlo devuelto de golpe al presente. Pero el hombre no se inmutó.

—¿Cuándo regresaremos a casa?

—¡Ahora mismo! —dijo Santana—. Vamos, toma mi mano y sígueme.

Y en ese momento sucedió algo extraordinario: el hombre, no bien sintió la mano de Santana en la suya, rompió el ciclo de su monólogo y lo siguió, con el aire tranquilo y resignado del paciente que se deja llevar por una enfermera por el pasillo de un hospital. Santana lo ayudó a subir las escaleras de salida, en silencio, mirándolo de refilón, tratando de no hacerse notar, de no quebrar el hechizo. El hombre subió los peldaños con el aliento entrecortado, cabizbajo. Cuando sintió el fuego del exterior, cerró los ojos con fuerza, arrugando el rostro, y los mantuvo cerrados durante el corto trecho que caminó a lo largo de la avenida; pero en cuanto los abrió se detuvo, con la expresión de miedo de quien se descubre de repente ante un abismo o ante un muro oculto en la oscuridad. Paseó la vista a su alrededor como si quisiera identificar el sitio del mundo en donde estaba parado, y miró a Santana como al primer hombre que hubiera visto en toda su vida. Cerró los ojos, bajó la cabeza y, apaciblemente, empezó a sollozar.

Santana, estrechándolo entre sus brazos, sintió que aquel hombre le transmitía una mezcla de paz y melancolía, el sentimiento fraternal con el que los ancianos se despiden del mundo cuando ya no guardan rencor a la muerte. En plena avenida, abrazado a aquel desconocido, por un instante le invadió la idea de que aquel hombre era quien lo había sacado a él de una alucinación, quien lo había guiado hasta allí y ahora sufría al golpearse con el lado real de las cosas; se sintió de repente abrumado ante la grandeza del mundo. Empujó la pesada puerta de caoba labrada con arabescos de pasamanería de la iglesia, dejó pasar a Odoroto y entró en el recinto con la sensación de haber entrado a un mausoleo. Se dejó caer en el primer banco que halló a su paso con un golpe seco que se reprodujo en ecos en el fondo de la nave central, y con la mirada fija en los vitrales que representaban a los Doctores de la Iglesia en medio de paisajes bucólicos, pensó que, en su sentido original, la palabra demencia no significa otra cosa que apartamiento del propio yo, convertirse en extraño para el propio ser. Pero, se dijo, ¿cuándo había sucedido aquello? ¿En qué momento? ¿En qué minuto? ¿En qué fracción de segundo? Porque siempre hay un instante donde comienza todo, se dijo. El instante en que se empieza a entrar por el agujero de la trampa.

La imagen del hombre siempre se le presentaba envuelta en estas interrogantes, como un poste atiborrado de carteles. A Santana le intrigaba y dejaba que sus razonamientos corrieran hasta la extenuación.

Aquel hombre, conjeturaba, había salido, primero, de sí mismo, antes de entrar por el agujero de la trampa. Yo fui su vía de escape; salió, miró el mundo, no le agradó lo que vio, y regresó a la trampa.

Al día siguiente del experimento, Santana lo volvió a encontrar en el andén, aferrado, según le pareció, con más ardor, con más firmeza, a aquel monólogo infinito, a aquel trozo de tiempo o de espacio en que se había sumergido, donde había encallado y donde, por haber rechazado otras posibilidades, suponía que ya se sentía a gusto. Pasados unos meses, el hombre desapareció y Santana no lo volvió a ver sino en su memoria, en la sustancia azucarada, en la eternidad de la trampa.

Santana imaginaba a aquel hombre buscando a Fred dentro de sí mismo, porque Fred, según creía, era el hombre mismo, su álter ego. El hombre corría, memoria adentro, pálido, tembloroso, con gestos de náufrago, gritando: «¿Estás ahí, Fred?». Y se encontraba de repente ante un callejón sin salida, ante un muro oculto en la oscuridad. Entonces no veía cómo evolucionar, cómo continuar avanzando. Había llegado al límite de su propio yo y la única opción que le quedaba era regresar sobre sus pasos, renunciar a lo que él era, aceptar aquello en que se había convertido, tolerarse. Pero no, se decía Santana, aquel hombre apenas se permitía dar unos pasos hacia atrás, daba media vuelta y regresaba a padecer el mismo terror ante el callejón sin salida, ante el muro.

Tras levantarse del banco con aire irresoluto, se encaminó hacia la nave lateral y se detuvo un instante ante la decimocuarta estación de la crucifixión, una cruz con una placa metálica donde, en bajorrelieve, se apreciaba el momento en que Jesucristo es depositado en la tumba. Santana entró por un pasillo en penumbra al final de la nave, y encontró al perro arañando la puerta que conducía a la cocina. La abrió y los goznes chillaron. Odoroto, alborotado, comenzó a ladrar en medio de la oscuridad reinante y hundió luego el hocico en un recipiente lleno de comida, oculto en uno de los rincones. Santana encendió un candelabro incrustado en un receptáculo de bronce clavado en la pared, y el mantel de la mesa que servía de comedor se llenó de reflejos anaranjados. Abrió el tanque de gas, colocó una sartén en uno de los hornillos de la estufa y se calentó tres latas de sardina y dos porciones de verduras.

La despensa tenía las puertas abiertas como un libro, preñada de productos enlatados. Santana, evaluando su contenido, sintió en el paladar el sabor de la amargura, un gusto triste, desabrido; la añoranza de la tierra, del barro, del desorden de la lechuga fresca, de la tibieza de la leche, del olor a pan tostado, de aquello que ahora devoraban las bacterias, los hongos y cuyo olor fétido, agrio, se percibía en todos los rincones de la ciudad.

Comiendo con la calmosa resignación de los ancianos en los albergues de desamparados, se alegró al escuchar el repiqueteo del agua contra una pequeña claraboya cuadrada de cristal esmerilado, de donde se derramaba hacia la oscuridad un bostezo de luz semejante a la cabeza de un albino recostada en una almohada negra. Está lloviendo, se dijo. Pronto desaparecerá la nieve y podré hacer las visitas que me propuse para la primavera. Y luego... Santana le temía a esta palabra, porque luego, porque después, le obligaban a pensar en el siguiente paso que debía dar, que tenía que dar.

Después de comer, salió de la cocina y Odoroto lo siguió. Se desnudó, apoyándose en la cancela que rodeaba el altar mayor, colocó la escopeta, el abrigo y sus otras prendas de vestir cerca de unos garrafones de agua que había almacenado en el presbiterio, al pie del púlpito, y, acomodándose dentro de una bañera que servía en otro tiempo de pila bautismal, fue adaptándose al agua fría con ligeros temblores. Frío, pensó, repasando su enciclopedia. n. m. Acumulación de partículas reunidas para atacar una masa.

Lanzó una carcajada que retumbó en los rincones como si otra persona se hubiera reído una milésima de segundo después de él. El perro, tensas las patas, ladró varias veces a ese alguien. La tormenta abrigaba la caja de la iglesia con un murmullo sideral, con el manto con que la noche envuelve la luna. Santana, mirando los vitrales, el agua derramándose, se acordó del oso polar y en ese momento le asaltó el deseo de que aquel animal empujara la puerta de caoba y entrara a guarecerse del temporal. No tenemos la seguridad de que el mundo exterior sea tal como uno lo ve, pensó, considerando que el mundo visto a través de su retina era diferente al que el oso veía a través de la suya. Pero este frío en la piel, el ruido de la tormenta, debe hermanarnos en algún lugar de nuestros cerebros, se dijo.

Y pensó que ese otro que residía en su futuro, aquel que desde su niñez su deseo construía dichoso después de esa luz tan categórica del presente, también veía el mundo de forma distinta a él, al Santana de su pasado, al Santana que lo persigue futuro adentro con anhelos de cazador, ansioso de ocupar su lugar, de llegar hasta donde él se encuentra y relevarlo del dolor de haber sido él mismo durante tanto tiempo. La vejez, se dijo, nos va acercando a aquel de nosotros que vive un poco más adelante, nos va dejando ver lo que el otro ve; entonces esos castillos magníficos, esos huertos fabulosos que el otro veía, ahora con nuestros ojos, al acercarnos, se convierten en oscuras mazmorras, en túneles pestilentes, habitados por los ayes de dolor del que hasta ese momento creíamos feliz.

Cuando salió de la tina, le castañeteaban los dientes. Tomó una toalla de playa que había puesto a secar la víspera, tendida en forma de mantel en el taburete del cáliz, y, envolviéndose en ella, se dirigió al palco, en el segundo piso, iluminado por grandes ventanales de cristales translúcidos, donde, junto al órgano de disímiles hileras de tubos y delante de la primera línea de asientos del coro, había armado su oficina de trabajo: una mesa rectangular repleta de libros, papeles borroneados, estilográficas... En el costado izquierdo de la mesa siseaba un brasero; Santana lo alimentó hundiéndole trozos de carbón con el cuidado con que una madre alimentaría a un recién nacido, y luego se sentó en un sillón acolchado. Abierta ante él, reposaba su enciclopedia, el menhir que esculpía como con un escarpelo, la atalaya desde donde esperaba la llegada de la multitud.


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