jueves, 21 de julio de 2011

La multitud (fragmento)





Premio Nacional de Novela de la República Dominicana 2012
5
Morir
Salieron del café y el abogado, pese a sus objeciones, se empeñó en llevarlo hasta su vivienda. Parado en la acera, observando la fachada del edificio con el gesto vacilante de quien busca una dirección, Santana calibró con un dejo melancólico toda el agua que aquella torcedura del destino había derramado sobre él. Bajó la mirada y se condujo hacia la puerta vidriera, agobiado por una asfixiante sensación de angustia. Subió las escaleras con paso lento, como si el espacio entre él y la entrada de su residencia se hubiese solidificado.
Una vez dentro, encendió todas las bombillas del apartamento con la intención de evitar que de la penumbra surgieran, lograran concretizarse, los ojitos siniestros que desde que se separó de Willie veía flotar en su memoria como una nube de moscardones. Observando el escaso mobiliario, las paredes adornadas con la frugalidad de un ermitaño, el techo manchado, los objetos que parecían hacer guardia en los rincones en espera de su amo, a Santana le pareció que todo había cambiado, que durante el lapso transcurrido desde la tarde del día anterior hasta aquel preciso momento, unos duendecillos desquiciados se habían consagrado a transformar su mundo, pero de un modo tan imperceptible, que sólo una mente tan meticulosa como la suya podía captarlo. Es el tiempo, pensó, el polvillo que va enterrando ciudades y pueblos para darle paso a otras ciudades y pueblos infinitamente.
Había recibido una herida, y la bala que acababan de extraerle, en lugar de tirarla a la basura, la sostenía entre el índice y el pulgar como a una moneda, la examinaba por un instante con resentimiento y luego la envolvía en un pañuelo y la guardaba en un cajón de su memoria. Así obraba con todo lo que atentara con cambiar su género de vida. Era como colocar paréntesis y seguir caminando, dejando en un sitio visible la piedra del tropiezo. La noche bajo arresto, entre paréntesis. Su reencuentro con Willie, entre paréntesis... Pero el tener conciencia de que en el cajón estaban aquellos pañuelos, le embotaba los sentidos, le interrumpía la corriente de sus pensamientos y sondearse a sí mismo era entonces como subir por una pendiente sembrada de obstáculos.
Tratar de enterrar un recuerdo es sacarlo de su tumba y echarlo a andar, se dijo. Y fueron aquellas evocaciones involuntarias las que lo confinaron durante varios días en su habitación, en el curso de los cuales sudó la fiebre y las tenazas que lo apretaban parecieron ceder un poco.
Odoroto nubló el cristal de la ventana al pegar el hocico cuando su amo descorrió la cortina para mirar la calle. El oso polar no estaba allí. Pero unas manchas oscuras en la acera, del tamaño de un par de zapatos, lo hicieron dudar. Duda, se dijo, mirando la sonrisa que su doble dibujaba en el espejo. n. f. Obra de arte en que el ingenio o la fantasía rompen la observación de las reglas.
Bajó y confirmó sus sospechas. Aquellas manchas no eran sino las deyecciones del oso, que al parecer no había dejado de regresar al lugar donde antiguamente le daban de comer. Santana, sosteniendo la escopeta por el extremo de la culata, apoyó la base del cañón en el hombro derecho y emprendió la caminata hacia la iglesia. Odoroto trotaba a su lado. Su paso resuelto y alegre inyectaba confianza y tranquilidad a su amo, quien aún sentía con la amenaza que representaba el oso polar esa mezcla de gozo y temor que cualquier aventura, por insignificante que sea, insufla en un corazón poseído por el tedio y la monotonía.
En el estanquillo de periódicos, se detuvo como de costumbre ante la trampita de himenópteros. Girándola por la tapa superior, revisó los agujeros del tubo como un pediatra examinaría los oídos de un niño, impulsado por el deseo de hallar algún insecto a mitad de camino de su perdición. El tubo estaba limpio, lo que le produjo un vago resentimiento. ¿Por qué? Miró a su alrededor como buscando una explicación a aquel extraño sentimiento, y el vacío que vio pareció acentuarse, como si el contorno de las cosas hubiese acabado de brotar de entre las brumas. Esta soledad, se dijo, ¿acaso no es el fruto de mi modo de arrojarme al mundo? ¿No es el premio concedido por aquello que sin cesar he estado buscando y que ahora se presenta ante mí con un perfil tan espectacular que apenas deja espacio al asombro? Los otros pasaban por la vida sin detenerse a contemplarla, que es la forma más plena de vivirla. Yo, un día que ya no recuerdo, por alguna razón me sentí impelido a contemplarla con todo mi corazón, poniendo en ello toda mi energía, y heme aquí, detenido en un punto muerto, vagando alrededor de una Cosa que veo y que comprendo y a la vez ni veo ni logro comprender.
Mientras así pensaba, sus pasos lo llevaron hasta Odoroto, que olfateaba la carroña del ciervo, hirviente de gusanos en la acera. Santana entró a la nube nauseabunda que manaba del cadáver, conteniendo la respiración, para observar la laboriosidad de las larvas, y prosiguió su camino al oír en su memoria el timbre de un teléfono. No era Lisa, como había imaginado. Habían pasado varios meses desde el incidente de la policía y Willie lo llamaba para participarle el agravamiento de su padre, quien en un breve intervalo de su agonía había preguntado por él.
—Abuela Tita —explicó Willie con voz sombría— está ahora junto a su lecho, ayudándolo a morir, pero el viejo se resiste; le teme mucho a la muerte.
Resignado y no teniendo una buena excusa que le evitara abrir otro paréntesis, Santana tomó el tren y luego el ferry y una hora y media después se hallaba en Staten Island, llamando a la puerta del profesor Peralta. Una sombra se asomó por un postigo y le indicó en tono quejumbroso que entrara por la puerta lateral, a la izquierda, que comunicaba a la sala de estar de la casona. Santana conocía la vivienda como la palma de su mano. Willie lo había llevado infinidad de veces y aquel lugar era uno de los pocos hacia dónde él se dejaba arrastrar por su amigo con gusto, sólo por charlar con don William, por saborear una de sus tantas anécdotas, aquellas historias hijas de la parábola, del aforismo, del cuento popular, con que el padre de Willie aderezaba sus razonamientos, produciendo el efecto de puertas que se abren hacia terrazas llenas de luz.
Empujó la puerta indicada, que estaba entornada, y pasó con aire tímido a la sala de estar, cuyos muebles, adosados a la pared con el propósito de agregar amplitud al recinto, añadían lobreguez a aquella atmósfera de pesar. Una mujer alta y esbelta, de porte adusto, lo recibió, identificándose, para su sorpresa, como Silvia, la esposa de Willie. A pesar del luto cerrado con que vestía, la juventud, esa llama alegre e inquieta, brotaba de ella como un chorro de agua. Un olor a flores marchitas, a fármacos, a ropa sudada, gobernaba la estancia. En el piso, a la luz de la araña del techo, se apreciaban infinidad de huellas que denunciaban la prisa, la angustia, el desasosiego. Silvia era de esas criaturas maleables, pero no por ello dóciles, acostumbradas a acomodarse a cualquier situación; en medio de la lobreguez se confundía con la lobreguez misma y ya junto a Santana, mientras lo conducía hasta la antesala del enfermo, parecía transfigurada en esa mansedumbre que aquel hombre irradiaba.
Conversaron un buen rato, como viejos camaradas, sobre tantos temas y tocando asuntos tan íntimos, que quien los hubiese escuchado juraría que ambos se conocían de toda la vida.
Era como hablar conmigo mismo, se dijo Santana, observando a Odoroto.
La sombra que se había asomado al postigo apareció en la antesala, pidió permiso y se llevó a Silvia hacia una recámara, cuya puerta al abrirse dejó entrever otras sombras, con tazas en las manos, que charlaban en voz baja, soltando a veces risitas contenidas, que nacían del recuerdo de alguna anécdota referida por el moribundo. Eran, coligió Santana, antiguos alumnos y viejos colegas del profesor, esperando el portazo final.
Parado ante una puerta de donde escapaban, de cuando en cuando, frases de aliento y alguna que otra imprecación, y no comprendiendo del todo las razones por las cuales le hacían esperar en aquel aislamiento, su memoria, incitada por aquella atmósfera fúnebre, no pudo sustraerle del recuerdo de algunos de sus encuentros con don William. Se vio de pronto sentado en la sala, junto a otros jóvenes, escuchando animadamente al profesor, quien fumaba su pipa contrayendo el rostro con un gesto apacible y confiado.
—En una época inmemorial —decía don William—, Eliot, un pescador israelí, encontró, en las márgenes del río Jordán, enredada en su red, una botella extraña. La botella tenía forma de mujer, ranuras en la mitad inferior y una inscripción sin paralelo en el lenguaje del joven: Coca-Cola. Dentro del envase de vidrio había un papel. Eliot sacó de un tirón el corcho con que estaba sellado y extrajo un manuscrito redactado con unos símbolos que él jamás había visto.
»Presa de ansiosa curiosidad, llevó el papel a uno de los sabios de la aldea, erigida desde milenios a orillas del Jordán. La jaima de Ymil —que así se llamaba el sabio— estaba cubierta de brea y arcilla; en su interior reinaba un aroma a especias e incienso recién cremados.
»—El Señor esté contigo, Eliot; pasa adelante.
»El joven se acomodó sobre una alfombra persa, extendida alrededor de una mesa redonda que soportaba un hermoso jarrón ornado con relucientes filigranas de oro y plata.
»—Mi señor —dijo Eliot—, perdone que le interrumpa en sus oraciones, pero lo que me trae hasta la puerta de su jaima sólo con su sabiduría podría descifrarse.
»—Pues bien, ¿de qué se trata? —dijo el anciano, que aún permanecía inmóvil junto al fuego.
»—A sabiendas de que usted ha caminado por todo el Occidente, y ha aprendido otras lenguas, quisiera, mi señor, que me tradujera este extraño manuscrito que encontré esta mañana entre mis redes.
»El anciano, frente al fuego, lo leyó:
“Quien ha hallado este manuscrito es, en este instante, el personaje de un sueño, y para poder despertar en el lugar donde se encuentra dormido, le será necesario morir. Si al caer la tarde de este día no ha muerto, entonces morirá en el lugar en donde está dormido y, por consiguiente, se quedará para siempre atrapado en su sueño”.
»El sabio, al terminar la lectura, con manos trémulas, lanzó el manuscrito a las llamas, y despidió a su visitante sin más reparos, dejando entrever lo terrible de aquel descubrimiento.
»Eliot, perseguido por la curiosidad y temeroso de ser, como sus ancestros, un eterno pescador del Jordán, se suicidó antes del atardecer, clavándose una daga en el pecho. En ese mismo instante, en el segundo piso de un edificio de Nueva York, una ventana se iluminó.
Santana recordó que, concluida la historia, uno de los jóvenes había preguntado qué hubiera sucedido con Eliot de no haber optado por el suicidio.
—Pues que tal vez usted nunca me hubiera conocido, bachiller —había respondido don William.
Y ahora el viejo profesor se está muriendo, se dijo Santana. ¿Qué pasará por su mente en este instante en que está a punto de tocar el otro extremo del muro, como él lo llamaba?
La puerta se abrió con estrépito y el rostro afligido de Willie lo invitó a pasar.
El profesor William Peralta yacía en una cama tan enorme para su tamaño que encima de ella parecía un niño. Estaba cubierto con una colcha de paño crema hasta la altura del corazón, que agarraba con unos deditos tiesos y leñosos, de piel translúcida, con la tensión con que, para poder mirar, se agarraría del alféizar de una ventana situada más arriba de su cabeza. Aquel pelo castaño que con la raya al lado le daba cierto aire juvenil, lo sustituía ahora una pelusa gris, de aspecto repulsivo, semejante a esos hongos que invaden las patatas podridas. Una estatua de cera a medio derretir habría tenido mejor aspecto que aquel rostro apagado, lívido, a punto de extinguirse, donde la piel exangüe dejaba ver un cráneo rocoso, cerúleo, de hendiduras bien marcadas.
Aparte de la cama, en la habitación no había otro mobiliario que cuatro sólidas sillas de caoba, tapizadas de pana, en el espaldar de una de las cuales, entre dos desgarrones deshilachados, se apreciaban pelos de gato. La madre del profesor, una anciana enjuta que rumiaba oraciones pasando las cuentas de un rosario, embalsamada en un traje negro de cuello redondo, ocupaba una a la cabecera del enfermo; las otras sillas estaban vacías. El rostro de la mujer ya mostraba los estragos de los días de suplicio al lado del convaleciente, y en aquella última hora comenzaban a aparecer en su perfil un aplomo y una entereza que añadían una vaga crueldad a su semblante, fruto acaso de la languidez que produce el ejercicio de la compasión. ¿Rezaba? Sí, pero ya distanciada de su propio rezo, ya sin fervor.
Al final de la resignación, pensó Santana al evocar a aquella mujer mientras entraba a la iglesia seguido de Odoroto, hay un camino pedregoso, de amargo tránsito; es el camino del remordimiento. Y como la oración es a las ancianas lo que el bastón al ciego, doña Tita, una vez perdida la esperanza, encontrando frente a ella ese camino, se aferraba a las cuentas del rosario para sostenerse y poder atravesarlo.
De la agonía del moribundo, se dijo, emana toda la grandeza de una lucha. Es un gladiador ciego lanzando estocadas furiosas contra una sombra, inflamado por los gritos del coliseo.
Cuando anunciaron la presencia de Santana en la alcoba, esa especie de cauteloso recelo de quien despierta de una pesadilla animó los ojos del profesor con un remedo de vida, pero rápidamente volvieron a nublarse.
La madre, atenta a sus reacciones, en un tono imperativo y no menos suplicante, exclamó: «¡Hijo mío, debes tener valor!»
Don William tembló al escucharla, apartó la colcha con un movimiento brusco y seco, de resorte, que sorprendió a los presentes, y por la expresión de su semblante pareció comprender de súbito la magnitud de todo lo que sucedía a su alrededor.
—¡Mamá!, ¡Júnior! —dijo con un hilo de voz, no exenta de gravedad—, ¿en qué lobreguez me han metido? ¡Madre, quítese ese vestido fantasmal, que aún no he muerto! ¡Póngase un traje rojo, de muchas flores! —La anciana se persignó—. ¡No es justo —siguió diciendo el enfermo— tener que marcharme en medio de tanta tristeza! Ven que me ahogo y lanzan cántaros de agua al mar. ¡Júnior —gritó, con los ojos enardecidos—, pon música de la que escuchaba en mi infancia, destapa una botella de champaña; el viejo profesor se disipa para siempre y hay que despedirlo en grande!
Doña Tita no aguantó más.
—Hijo, la hora de la fiesta ha acabado. Ahora debes entregar tu alma a Dios.
—Mamá —dijo don William, con la cólera que sólo puede irradiar un moribundo—, si es de Dios, ¿para qué pues tengo yo que entregársela? Dentro de poco moriré y el Polvo y la Providencia darán buena cuenta del pobre profesor Peralta.
—Papá —intervino Willie—, aquí está Hugo.
El enfermo aguzó la mirada, paseándola por la habitación.
—¿Qué Hugo? —preguntó.
—Goliat, mi amigo.
—¿El bachiller Santana? ¡Por fin me traen alguna alegría! —el rostro de don William se iluminó—. ¡Bachiller, acérquese! A ver, deme la mano para saber si aún está vivo. No tema. ¡Oh, bachiller, qué vivo está usted! ¡Cuánta realidad acumulan sus dedos!
A Santana le pareció que aquella mano que tocaba la suya era un puñito de nieve a punto de derretirse.
—Profesor...
—Ah, bachiller —lamentó don William—, como ve, me están expulsando del Paraíso y ya no tendré a dónde ir. ¡Mamá! —gritó de pronto, como si se hallara en medio de un bosque. Doña Tita respondió: «Aquí estoy»—. Mamá cree que tengo miedo —dijo el enfermo—; me ve temblar, y cree que tengo miedo. ¡Yo no tengo miedo, bachiller Santana! ¡No sabe cuánto daría por salir de mi cuerpo, de eso que se ha convertido en mi enemigo! Tanto me hace sufrir, que preferiría mejor acomodarme en un baúl de alacranes o de alambre de espino que dentro de él. Pero no tengo a dónde ir. ¿Cómo marcharme sin un lugar a dónde ir?
—Irás al Cielo, como debe ser —se dulcificó la anciana.
El profesor se sulfuró.
—¡Mamá —estalló, con la respiración cortada y la mirada torva—, escuche el clamor de un moribundo! ¡Salga, mamá! ¡Júnior, llévate a mamá y échale el cerrojo a la puerta! ¡Déjenme solo con el bachiller Santana! ¿Cómo le llamaba Martha a ustedes dos? David y Goliat, ya lo recuerdo. Pobre Martha, ahora la comprendo. ¡Cuánto duele alejarse de este mundo!
Doña Tita, saliendo del cuarto a regañadientes, farfulló: «Cuando venga el padre Felipe, lo haré pasar para que te tome la confesión».
—Madre —respondió el enfermo—, cuando venga el sacerdote, ya me habré confesado.
Tan pronto fue cerrada la puerta, el profesor Peralta, presa de nerviosismo, le pidió a su acompañante que levantara un extremo del colchón, donde escondía una cajetilla de cigarrillos y un encendedor; le ordenó, con una autoridad que no admitía réplica, que le pusiera uno en la boca. Lo caló. La ansiedad que había agitado su rostro se fue extinguiendo, y don William fue cayendo en un profundo letargo, del que de vez en cuando salía para aspirar el humo del tabaco con la pasión de un adolescente.
Quien lo veía como ahora lo veía Santana, habría jurado que aquel ser ya había vencido a la muerte.
—Escuche bachiller —dijo, con voz apagada, saliendo de la ensoñación en que se había sumergido—, una vez, en mi adolescencia, tuve un sueño. Un sueño grato, apacible en apariencia, al que temí desde el momento mismo de haber despertado, porque creí ver en él el lugar hacia donde me llevaría el destino. —Don William guardó silencio por unos segundos, como si sus ojos estuviesen recorriendo aquel lugar—. Era un escenario sencillo, claro, rebosante de esa paz que estoy seguro el hombre no soporta por mucho tiempo sin sentir la anquilosis del tedio. Me veía en una casa de madera rústica, tendido en una cama, en la habitación trasera, estrecha y larga. La delantera la ocupaba una bodega, vacía, arruinada. De algunos clavos, en las estanterías, colgaban unas bolsas blancas, gordas como cojines, las cuales, no conociendo su contenido, me parecían siniestras. En el sueño alguien entraba a la bodega, llamaba con unos toques al mostrador, yo me levantaba e iba a atenderlo. Ahí acababa todo.
El profesor se quedó pensativo, respirando con la dificultad con que habría respirado una piedra. Santana separó de sus deditos casi momificados la colilla de cigarrillo, que amenazaba con caer en la cama.
—En los momentos difíciles de mi vida —continuó el enfermo, con voz quebrada—, en que el futuro se me llenaba de incertidumbre, acudía a mi memoria aquel sueño, que más que sueño era para mí una visión, y el corazón se me helaba de pánico. Aquel lugar me aterrorizaba. Todo lo que hice en mi vida, mis años de estudios, mi trabajo, fue con el empeño de evadir aquella profecía, con la intención de sortear aquella casa. Bachiller —dijo, clavando sus ojitos amarillentos en los de su interlocutor—, mamá cree que tengo miedo de morir. A lo que le temo es a esa casa, bachiller; me da pánico, horror, cerrar los ojos y despertar en esa casa. Me aterra pensar que dentro de poco, no bien me aleje de aquí, por obra inexorable del destino, aparezca ante aquellas paredes rústicas, rodeado de aquella paz, y alguien llame al mostrador y yo me tenga que levantar a atenderle, y me pida lo que contienen las bolsas blancas, eso que no sé lo que es. Si me dieran a escoger entre el infierno y esa casa, bachiller, ¡no me temblaría la voz!
En su última frase, en su mirada terrosa, había más desafío que miedo; la gravedad del guerrero que sale del castillo para enfrentar al enemigo.
—¿Ha pensado en la muerte, bachiller Santana?
—No, profesor. Todo mi tiempo lo he consumido desandando el pasado, y ya creo que he ido demasiado lejos para regresar al presente.
—El suyo es un destino invertido —dijo don William, blandamente—. El día en que usted muera, se habrá quedado atrás; tendrá que correr mucho para alcanzar su cadáver. Mientras nosotros nos dejamos resbalar por la pendiente, usted la escala, se devuelve como el niño que ha perdido una moneda. A propósito, ¿ya encontró esa moneda, bachiller?
—Aún no —respondió Santana, con una viva expresión de desaliento.
—Me atrevería a jurar que ya la ha hallado, pero es tan obvia que usted no la ve, o no admite que sea ella la que ha estado buscando.
—De cuál se trata, profesor.
—De usted mismo, bachiller —tosió el enfermo, con un jadeo sonoro—. Esa moneda es usted. El día en que se anime a recogerla, se llevará un buen susto; no hay nada más abominable que el yo; no el que suponemos, sino el que se es en realidad. Hurgar en el pasado no es sino hurgar en el yo.
—Puede que tenga razón, profesor —dijo Santana con humildad—, pero mi meta no es el yo. Si me tropiezo con él, ya sabré a qué atenerme. Mi búsqueda va por otro lado...
Como don William, ante la cercanía de su fin, ya había perdido el interés por las cosas del mundo, no titubeó en interrumpir al amigo de su hijo.
—¿Sabe qué pasa a veces por mi cabeza, bachiller? Que nacer fue equivocar el rumbo, un ir al lugar a donde nunca habríamos querido estar; que nacer fue la única forma que nos dieron de romper nuestro pacto con la eternidad. Este pensamiento me tranquiliza —confesó el profesor—, porque si al cerrar los ojos se acaba todo, entonces la casa ya no estará.
Santana comprendió, en ese momento, la razón por la cual había sido llamado. El doctor Peralta le ponía un espejo ante los ojos y le preguntaba ¿qué ve? Y él, con un nudo en el corazón, se veía en la obligación de responder.
—Don William —dijo—, creo que usted se pierde en especulaciones y eso le martiriza. Perdone que se lo diga en el estado en que se encuentra. El futuro, compuesto exclusivamente de lo desconocido, sólo se presta a suposiciones sin fundamento. Usted, que siempre ha creído en el Destino, que, como ha dicho, se ha dejado resbalar por la pendiente, ¿por qué lucha ahora contra él? ¿Qué gana con resistir en estos momentos? Yo, en su lugar, me dejaría llevar a esa casa; atendería al cliente y para satisfacer mi curiosidad abriría aquellas bolsas blancas que tanto le intrigan. Creo, profesor —continuó Santana—, que en realidad usted no le teme a esa casa; usted le teme al habitante de esa casa: a usted mismo. ¿Por qué? Porque no lo comprende. Desprecia su pasividad, su resignación, aquellos sentimientos que no le son consustanciales. En fin, usted odia ser aquel don William del sueño. La casa es una excusa a su miedo. De la casa usted puede escapar, eso usted lo sabe. Pero ¿escapar de usted mismo? ¿Cómo puede salirse el hombre de su propia sombra?
—Entonces, no hay ningún remedio, bachiller —lamentó el doctor Peralta, con aire contrito.
—Sí —sentenció Santana—, hay uno, profesor.
—Cuál.
—Morir.

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