miércoles, 21 de febrero de 2007

Los derrotados huyen a París

Los derrotados huyen a París

Cuento


Antes de entrar al tren le hice la seña de siempre a mamá de que yo me sentaría lo más lejos posible de ella. Mamá se zafó de mi mano con su proverbial gesto de enfado y se acomodó junto a un hombre pequeño, de cara enfermiza; sacó un pañuelo de su cartera de charol y se ocupó por unos segundos en limpiar sus espejuelos empañados por la llovizna. Para evitar que alguien consiguiera advertir que yo era su hijo, me instalé en un banco detrás de ella. Algunos viajeros llevaban paraguas en los que, quienes iban de pie, se apoyaban a manera de bastón, dejando en el piso pocillos de agua. Los paraguas siempre me han preocupado porque se pueden convertir en un arma peligrosa en manos de alguien que pierda por un momento la cabeza. Como el vagón no estaba superpoblado y faltaba menos de media hora para llegar a nuestro destino, me tranquilicé un poco viendo caer la lluvia por las ventanillas, pensando en el partido de pelota que por nada del mundo me perdería en la noche, sentado en mi sillón favorito.
Cuando escuché el grito, bajé el rostro y me oculté un poco con el sobretodo que ya había dejado de chorrear.
—¡Por qué me está persiguiendo! —le gritó mamá al hombre enfermizo que iba a su lado. Delante mío noté cómo los rostros se encendían de curiosidad y buscaban con la mirada a la dueña de tal denuncia. Me volví y hallé a mamá con los ojos fijos en el desvalido que, como muchos, no podía creer que un viejita de tan pocas carnes, había podido estremecer los cimientos del tren con semejante grito. Cuando mamá —haciendo una genuflexión monstruosa para acomodarse la dentadura postiza que el grito le había desencajado— volvió a proferir a viva voz que el extraño de su derecha la estaba persiguiendo, el hombre inclinó el cuerpo hacia el pasillo como tratando de evadir un golpe, se levantó de pronto y se echó a correr por entre los viajeros como si lo persiguiera un perro rabioso. El tren se detuvo en su parada habitual y el espacio vacío junto a mamá lo ocupó una mujer de mediana edad, corpulenta y de mirada distante. Muchos le advirtieron a la mujer, con gestos disimulados, que se alejara de allí, pues se había sentado al lado de una loca; pero ésta, sumida al parecer en sus asuntos, no se dio por aludida.
En la siguiente estación entraron al vagón varios jovencitos con mochilas al hombro, un obrero de la construcción con el carné de trabajo prendido del bolsillo superior de un overol mugriento, un anciano más o menos de mi edad y una muchacha gorda de cara espantada y mandíbula colgante; la mujer corpulenta salió y su lugar lo ocupó el anciano, quien se acercó apartando a los estudiantes con un bastón de madera labrada que le daba una aire de caballero medieval. El viejo se sacó el sombrero de hongo que llevaba puesto, le sacudió las goteras con suma delicadeza, y saludó a mamá con una sonrisita desagradable. Mamá, como impulsada por un resorte, se puso de pie y señaló con pulso tembloroso a la muchacha gorda que se había sentado frente a ella.
—Usted está bloqueando mi vista —dijo, y el viejo se rió a carcajadas. Entonces ocurrió lo que había temido desde que mamá empezó con su comportamiento impertinente: que apareciera alguien más decrépito que ella y se armara una gorda de verdad. Con noventa y cinco años y flaca, todo el poder de mamá se reducía a sus gritos y a echar mano de su hijo de setenta años, amparada, muchas veces, por la consideración y el respeto que suele prodigarle la gente a las personas de su edad. Su proceder me había costado un viaje al hospital y ya yo no estaba para hacer de guardaespaldas de nadie, y menos sabiendo en mi fuero interno que las travesuras de mamá no tenían otro objeto sino que el de obligarme a acceder a su descabellado deseo de visitar París. Por eso, cuando la muchacha gorda se levantó decidida a golpearla, yo me integré al público más pasivo, dispuesto a contemplar desde el anonimato en qué iba a concluir el asunto. Para mi sorpresa, cuando la mano regordeta fue en busca de la viejita flaca, un golpe de bastón se lo impidió, tan fuerte, que la gorda cayó al piso y se echó a llorar como un bebé, pataleando y vociferando maldiciones. El viejo del bastón se volvió a quitar, ahora con deferencia heroica, el sombrero de hongo, y por primera vez en mucho tiempo vi a mamá sonreír.
Desde que mis tres hermanos fueron depositados, uno a uno, junto a papá, en el mausoleo de la familia, yo me tuve que hacer cargo de mamá, aunque, debido a un hormigueo en la espalda que me hacía visitar constantemente a un especialista, mamá decía, no con poca sorna, que era ella quien se había hecho cargo de mí. Después de jubilarme de mi puesto de ayudante de fiscal de distrito, mamá y yo decidimos alquilar una casa pequeña en un área tranquila del norte de El Bronx, para esperar la muerte entretenidos en cuestiones hogareñas, como ver televisión o criar gatos. Mientras yo me dedicaba a seguir los pormenores de los partidos de béisbol durante la temporada, mamá se encerraba en su habitación a llorar con los melodramas de las telenovelas. En esto nos pasamos unos doce años que, analizándolos ahora, representaron los más tranquilos y felices de mi vida.
Pero un día, mamá se levantó hablando incoherencias acerca de París, de ese mundo lejano que todo ser humano debe conocer antes de morir. Mencionó, como si tuviera cabal conocimiento de ello, la plaza Charles de Gaulle, el arco del triunfo y la avenida de los Campos Eliseos, lanzando suspiros de adolescente que, la verdad sea dicha, me encogieron el corazón.
—A su edad —le reproché—, el único viaje que le queda por hacer es al cielo.
—Pero en avión con destino a París —me sermoneó, y luego dijo algo que arrasó por completo la paz que habíamos disfrutado—: Recuerda que yo aún estoy viva.
En la siguiente estación, al vagón aún tenso por el altercado y bañado por los gritos de la muchacha gorda, entró un oficial de policía advertido, al parecer, por alguna llamada al número de emergencia hecha desde un teléfono portátil. El uniformado demandó de la gritona ponerse de pie y pidió una explicación a mamá, que al ver a la autoridad, demudó el semblante, transformándose en aquella mujer dulce y tierna que me había acurrucado en sus brazos en otra temporada de mi vida. El oficial tomaba nota en una libreta mientras mamá le decía, cortando la voz, que ella sólo le había pedido a la jovencita que por favor, tuviera la amabilidad de moverse a un lado, para ella poder ver la lluvia caer por la ventana, porque aquello le recordaba su lejana niñez. Al policía casi se les salen las lágrimas y su semblante se enterneció como si tuviera delante a su propia madre.
—Este señor me salvó la vida —añadió mamá señalando al anciano del bastón—. Mi hijo Inocencio no pudo hacer nada porque estaba sentado allá atrás.
Mamá, a sabiendas de que yo odiaba ese nombre, sólo me llamaba Inocencio cuando quería molestarme. Recuerdo que cuando era niño le reclamé, y ella me respondió que agradeciera a Dios, Todopoderoso, el haber nacido el día de ese santo, pues peor habría sido si yo hubiese nacido el día de San Crisóstomo o San Celedonio.
—¿Y hacia dónde se dirigen, señora? —se interesó el oficial.
—Al circo.
—¡Al circo!
—Sí, oficial. Al Universal, el que se está presentando en el estacionamiento del Yankee Stadium. Es por Inocencio, mi hijo. Al pobrecito nunca pude llevarlo de niño al circo y ayer me pidió que lo llevara.
El oficial me dirigió una mirada apenada ignorando que la que pidió ir al circo había sido mamá, aduciendo, como siempre que quería algo, que no dejaría que la depositaran en la tumba sin antes ir al circo aunque sea una vez en la vida. Yo, con tal de que no le cogiera con lo de París, aceptaba sin rechistar todas sus extravagancias. El policía dejó el asunto por concluido, permitiéndonos continuar el viaje. Nos bajamos en la estación del estadio y antes de mezclarnos con la multitud reparé en que el viejo del bastón nos había seguido y venía conversando entretenidamente con mamá, quien se había quedado un poco rezagada.
—Pepito viene con nosotros —dijo mamá, cuando le dirigí una mirada de extrañeza—. Es lo menos que podemos hacer para agradecerle.
—No te preocupes, muchacho —me dijo el tal Pepito, al ver la expresión de mi rostro—. Yo pagaré mi entrada.
Mamá quiso rezongar pero el viejo la controló. Entramos a la larga fila de donde salían y entraban corriendo o saltando niños de diferentes edades. A cada momento se escuchaban voces militares de madres tratando de poner orden. A la derecha se levantaban las gigantescas carpas del circo, y una serie de vagones con animales dibujados. Mamá, embobada con su viejo, me encargó seleccionar los asientos y sólo para importunarla, escogí de los más económicos. Ya adentro, nos abrimos paso por entre los desorientados que se atoraban en los pasillos, y la verdad sea dicha, el viejo y mamá tuvieron que darme una mano para poder escalar la empinada escalera que nos llevaría a nuestros lugares. Llegué abatido y me arrellané en una incómoda silla plegadiza añorando mi sillón y el juego de pelota. La función empezó con un derrame de luces de colores, malabaristas saltando por los aires, payasos corriendo en patinetas. Mamá se ajustó sus espejuelos y el viejo sacó del bolsillo del abrigo una enorme lupa que le agigantaba la cara. Ninguno, para mi sorpresa, protestó por la distancia de los asientos, pero cuando mamá notó que todo el espectáculo se efectuaba a espalda de nosotros, pegó el grito en el cielo, asustando a unos niños sentados frente a ella:
—Mira adonde nos ha sentado mi hijo, Pepito; de aquí sólo se le ve el culo a los elefantes.
Nos libramos del viejo en una de las estaciones y llegamos a casa cuando el partido iba por mitad. A la mañana siguiente, mamá se aseó más de lo habitual y salió —eso supuse— a comprar leche. Era domingo y como tardaba pensé que había asistido a la misa de las diez. Cuando la vi entrar por la puerta no pude menos que echarme a reír. Se había teñido el pelo de un negro intenso y, entre otras ridiculeces, se había hecho delinear las cejas y pintar las uñas.
—Esta tarde voy al cine con Pepito. Me estaba maquillando en el salón de belleza —dijo, como si nada.
—Parece, más bien, que la hubieran maquillado en una funeraria —le reproché.
—¿Tan bien me veo? —respondió mamá y se encerró en el cuarto a cambiarse de ropa.
Desde ese domingo, la atmósfera de la casa se deterioró. Donde antes reinaba el silencio invadido apenas por el sonido de los televisores, empezaron a irrumpir los timbres constantes del teléfono, las salidas de mamá, el olor rancio del viejo, y como para coronar la situación, volvió a aparecer el fantasma de París, no como una proposición, sino como una firme resolución que me amargaba la vida. Mamá estaba decidida a irse de vacaciones con su viejo no bien entrado el verano y yo me sentía impotente ante tal situación. Durante los meses que pasaron me dediqué a hablar pestes de París, de que la ciudad no es como la pintan mamá, con el dinero que usted tiene no le alcanzará sino para alquilar una habitación sin baños, como las hay en abundancia en esa ciudad, llena de cucarachas y nauseabundas, que un amigo que vivía allá me lo contó. Además está la barrera del idioma, imagínese si sufre algún accidente o coge alguna enfermedad mamá, cómo le va a explicar al doctor dónde le duele.
A mis reclamos y advertencias, mamá respondía mostrándome la ropa y enseres que iba echando en una maleta, y cuando, una tarde, me restregó en la cara el boleto aéreo, decidí cambiar de campo de batalla. Conseguí la dirección del viejo en la libreta de mamá y fui a su casa a enfrentarlo. Estaba dispuesto a todo. Por nada del mundo iba a permitir que ese desgraciado se llevara de mi lado a mi madre.
El viejo vivía en el último piso de un edificio mugroso. El ascensor hedía a orines y durante el trayecto sentí que se me iban las fuerzas por falta de oxígeno. Llamé a la puerta. Adentro se escuchaba la televisión encendida en un partido de béisbol. Una mujer de edad imprecisa, alta y de rostro amable, luego de presentarme como el hijo de doña Ernestina, me invitó a esperar a su padre en la sala.
—Supongo que ya usted sabe lo de París — le espeté de golpe. En la televisión había un anuncio de una tarjeta de crédito en el que aparecían rostros felices a bordo de un crucero. La mujer había ido a la cocina y regresaba con unas cervezas.
—Sí —dijo—. No sabe lo feliz que me siento por papá. Desde que se jubiló, siempre soñó con viajar a cualquier parte, pero nunca sacaba tiempo.
No tuve el valor de replicarle. Miré la luz del día por la ventana, el cielo limpio, transparente; la silueta de un avión hundiéndose en la lejanía. El partido iba en el sexto episodio y por primera vez no me importó que mi equipo estuviera perdiendo.

1 comentario:

Mario dijo...

La poesía me gusta mucho y disfruto de leer a diversos poetas. Por eso esta bueno tener la posibilidad de disfrutar de la buena literatura. Cuando logro conseguir con Lan Argentina la posibilidad de viajar a otros lugares, además de disfrutar de practicar el turismo también me gusta conocer la literatura del lugar