Antes de entrar al tren, le hice
la seña de siempre a mamá de que yo me sentaría lo más lejos posible de ella.
Mamá se zafó de mi mano con su proverbial gesto de enfado y se acomodó junto a
un hombre pequeño, de cara enfermiza; sacó un pañuelo de su cartera de charol y
se ocupó por unos segundos en limpiar sus espejuelos empañados por la llovizna.
Para evitar que alguien consiguiera advertir que yo era su hijo, me instalé en
un banco detrás de ella. Algunos viajeros llevaban paraguas en los que, quienes
iban de pie, se apoyaban a manera de bastón, dejando en el piso pocillos de
agua. Los paraguas siempre me han preocupado porque pueden convertirse en un
arma peligrosa en manos de alguien que pierda por un momento la cabeza. Como el
vagón no estaba superpoblado y faltaba menos de media hora para llegar a
nuestro destino, me tranquilicé un poco viendo caer la lluvia por las
ventanillas, pensando en el partido de pelota que por nada del mundo me
perdería esa noche, sentado en mi sillón favorito.
Cuando
escuché el grito, bajé el rostro y me oculté un poco con el sobretodo que ya había
dejado de chorrear.
—¡¿Por
qué me está persiguiendo?! —le gritó mamá al hombre enfermizo que iba a su
lado. Delante de mí, noté cómo los rostros se encendían de curiosidad y
buscaban con la mirada a la dueña de tal denuncia. Me volví y hallé a mamá con
los ojos fijos en el desvalido que, como muchos, no podía creer que una viejita
de tan pocas carnes había podido estremecer los cimientos del tren con
semejante grito. Cuando mamá —haciendo una genuflexión monstruosa para
acomodarse la dentadura postiza que el grito le había desencajado— volvió a
proferir a viva voz que el extraño a su derecha la estaba persiguiendo, el
hombre inclinó el cuerpo hacia el pasillo como tratando de evadir un golpe, se
levantó de pronto y se echó a correr por entre los viajeros como si lo
persiguiera un perro rabioso. El tren se detuvo en su parada habitual y el
espacio vacío junto a mamá lo ocupó una mujer de mediana edad, corpulenta y de
mirada distante. Muchos le advirtieron a la mujer, con gestos disimulados, que
se alejara de allí, pues se había sentado al lado de una loca; pero esta,
sumida al parecer en sus asuntos, no se dio por aludida.
En
la siguiente estación entraron al vagón varios jovencitos con mochilas al
hombro, un obrero de la construcción con el carné de trabajo prendido del
bolsillo pectoral de un overol mugriento, un anciano más o menos de mi edad y
una muchacha gorda, de cara espantada y mandíbula colgante; la mujer corpulenta
salió y su lugar lo ocupó el anciano, quien se acercó apartando a los
estudiantes con un bastón de madera labrada que le daba un aire de caballero
medieval. El viejo se sacó el sombrero de hongo que llevaba puesto, le sacudió
las gotas con suma delicadeza y saludó a mamá con una sonrisita desagradable.
Mamá, como impulsada por un resorte, se puso de pie y señaló con pulso
tembloroso a la muchacha gorda que se había sentado frente a ella.
—¡Usted
me está bloqueando la vista! —dijo, y el viejo se rio a carcajadas. Entonces
ocurrió lo que había temido desde que mamá empezó con su comportamiento
impertinente: que apareciera alguien más decrépito que ella y se armara una
gorda de verdad. Con noventa y cinco años y flaca, todo el poder de mamá se
reducía a sus gritos y a echar mano de su hijo de setenta años, amparada,
muchas veces, por la consideración y el respeto que suele prodigarles la gente
a las personas de su edad. Su proceder me había costado un viaje al hospital y
ya yo no estaba para hacer de guardaespaldas de nadie, y menos sabiendo en mi
fuero interno que las travesuras de mamá no tenían otro objeto sino que el de
obligarme a acceder a su descabellado deseo de visitar París.
Por eso, cuando la muchacha
gorda se levantó decidida a golpearla, yo me integré al público más pasivo,
dispuesto a contemplar desde el anonimato en qué iba a concluir el asunto. Para
mi sorpresa, cuando la mano regordeta fue en busca de la viejita flaca, un
golpe de bastón se lo impidió, tan fuerte que la gorda cayó al piso y se echó a
llorar como un bebé, pataleando y vociferando maldiciones. El viejo del bastón
se volvió a quitar, ahora con deferencia heroica, el sombrero de hongo, y por
primera vez en mucho tiempo vi a mamá sonreír.
Desde
que mis tres hermanos fueron depositados, uno a uno, junto con papá, en el
mausoleo de la familia, yo me tuve que hacer cargo de mamá, aunque, debido a un
hormigueo en la espalda que me hacía visitar constantemente a un especialista,
mamá decía, no con poca sorna, que era ella quien se había hecho cargo de mí.
Después de jubilarme de mi puesto de ayudante de fiscal de distrito, mamá y yo
decidimos alquilar una casa pequeña en un área tranquila del norte de El Bronx,
para esperar la muerte entretenidos en cuestiones hogareñas, como ver
televisión o criar gatos. Mientras yo me dedicaba a seguir los pormenores de
los partidos de béisbol durante la temporada, mamá se encerraba en su
habitación a llorar con los melodramas de las telenovelas. En esto nos pasamos
unos doce años que, analizándolos ahora, representaron los más tranquilos y
felices de mi vida.
Pero
un día, mamá se levantó hablando incoherencias acerca de París, de ese mundo
lejano que todo ser humano debe conocer antes de morir. Mencionó, como si
tuviera cabal conocimiento de ello, la plaza Charles de Gaulle, el Arco del
Triunfo y la avenida de los Campos Elíseos, lanzando suspiros de adolescente
que, la verdad sea dicha, me encogieron el corazón.
—A
su edad —le reproché—, el único viaje que le queda por hacer es al cielo.
—Pero
en avión con destino a París —me sermoneó, y luego dijo algo que arrasó por
completo la paz que habíamos disfrutado—: Recuerda que yo aún estoy viva.
En
la siguiente estación, al vagón, aún tenso por el altercado y bañado por los
gritos de la muchacha gorda, entró un agente de policía advertido, al parecer,
por alguna llamada al número de emergencia hecha desde un teléfono portátil. El
uniformado demandó de la gritona ponerse de pie y pidió una explicación a mamá,
que, al ver a la autoridad, demudó el semblante, transformándose en aquella
mujer dulce y tierna que me había acurrucado en sus brazos en otra temporada de
mi vida. El agente tomaba nota en una libreta mientras mamá le decía, quebrando
la voz, que ella solo le había pedido a la jovencita que, por favor, tuviera la
amabilidad de moverse a un lado, para ella poder ver la lluvia caer por la
ventana, porque aquello le recordaba su lejana niñez. Al policía casi se le
salen las lágrimas y el semblante se le enterneció como si tuviera delante a su
propia madre.
—¡Este
señor me salvó la vida! —añadió mamá señalando al anciano del bastón—. Mi hijo
Inocencio no pudo hacer nada porque estaba sentado allá atrás.
Mamá,
a sabiendas de que yo odiaba ese nombre, solo me llamaba Inocencio cuando
quería molestarme. Recuerdo que cuando era niño le reclamé, y ella me respondió
que agradeciera a Dios, Todopoderoso, el haber nacido el día de ese santo, pues
peor habría sido si yo hubiese nacido el día de san Crisóstomo o san Celedonio.
—¿Y
hacia dónde se dirigen, señora? —se interesó el agente.
—Al
circo.
—¡¿Al
circo?!
—Sí,
agente. Al Universal, el que se está presentando en el estacionamiento del
Yankee Stadium. Es por Inocencio, mi hijo. Al pobrecito nunca pude llevarlo de
niño al circo y ayer me pidió que lo llevara.
El agente me dirigió una mirada
apenada, ignorando que quien había pedido ir al circo era mamá, aduciendo, como
siempre que quería algo, que no dejaría que la depositaran en la tumba sin
antes ir al circo aunque fuera una vez en la vida. Yo, con tal de que no le
cogiera con lo de París, aceptaba sin rechistar todas sus extravagancias. El
policía dejó el asunto por concluido, permitiéndonos continuar el viaje. Nos
bajamos en la estación del estadio y antes de mezclarnos con la multitud,
reparé en que el viejo del bastón nos había seguido y venía conversando
entretenidamente con mamá, quien se había quedado un poco rezagada.
—Pepito
viene con nosotros —dijo mamá cuando le dirigí una mirada de extrañeza—. Es lo
menos que podemos hacer para agradecerle.
—No
te preocupes, muchacho —me dijo el tal Pepito, al ver la expresión de mi
rostro—. Yo pagaré mi entrada.
Mamá
quiso rezongar, pero el viejo la controló. Nos colocamos al final de la larga
fila de donde salían y entraban corriendo o saltando niños de diferentes
edades. A cada momento se escuchaban voces militares de madres tratando de
poner orden. A la derecha se levantaban las gigantescas carpas del circo y una
serie de vagones con animales dibujados. Mamá, embobada con su viejo, me
encargó de seleccionar los asientos y, solo para importunarla, escogí los más
económicos.
Ya
adentro, nos abrimos paso por entre los desorientados que se atoraban en los
pasillos y, la verdad sea dicha, el viejo y mamá tuvieron que darme una mano
para poder escalar la empinada escalera que nos llevaría a nuestros lugares.
Llegué abatido y me arrellané en una incómoda silla plegadiza, añorando mi
sillón y el juego de pelota. La función empezó con un derrame de luces de
colores, malabaristas saltando por los aires y payasos corriendo en patinetas.
Mamá se ajustó los espejuelos y el viejo sacó del bolsillo del abrigo una
enorme lupa que le agigantaba la cara. Ninguno, para mi sorpresa, protestó por
la distancia de los asientos, pero cuando mamá notó que todo el espectáculo se
efectuaba a la espalda de nosotros, pegó el grito en el cielo, asustando a unos
niños sentados frente a ella:
—Mira
dónde nos ha sentado mi hijo, Pepito; desde aquí solo se les ve el culo a los
elefantes.
Nos
libramos del viejo en una de las estaciones y llegamos a casa cuando el partido
iba por mitad. A la mañana siguiente, mamá se aseó más de lo habitual y salió
—eso supuse— a comprar leche. Era domingo y como tardaba, pensé que había
asistido a la misa de las diez. Cuando la vi entrar por la puerta, no pude
menos que echarme a reír. Se había teñido el pelo de un negro intenso y, entre
otras ridiculeces, se había delineado las cejas y pintado las uñas.
—Esta
tarde voy al cine con Pepito. Me estaba maquillando en el salón de belleza
—dijo, como si nada.
—Parece,
más bien, que la hubieran maquillado en una funeraria —le reproché.
—¿Tan
bien me veo? —respondió mamá y se encerró en el cuarto a cambiarse de ropa.
Desde
ese domingo, la atmósfera de la casa se deterioró. Donde antes reinaba el
silencio, invadido apenas por el sonido de los televisores, empezaron a
irrumpir los timbres constantes del teléfono, las salidas de mamá, el olor
rancio del viejo y, como para coronar la situación, volvió a aparecer el
fantasma de París, no como una proposición, sino como una firme resolución que
me amargaba la vida. Mamá estaba decidida a irse de vacaciones con su viejo no
bien entrara el verano, y yo me sentía impotente ante tal situación. Durante
los meses que pasaron, me dediqué a hablar pestes de París: que la ciudad no es
como la pintan, mamá; con el dinero que usted tiene, no le alcanzará sino para
alquilar una habitación sin baños, como las hay en abundancia en esa ciudad,
llena de cucarachas y nauseabunda; que un amigo que vivía allá me lo contó.
Además, está la barrera del idioma; imagínese si sufre algún accidente o coge
alguna enfermedad, mamá, cómo le va a explicar al doctor dónde le duele.
A
mis reclamos y advertencias, mamá respondía mostrándome la ropa y enseres que
iba echando en una maleta, y cuando, una tarde, me restregó en la cara el
boleto aéreo, decidí cambiar de campo de batalla. Conseguí la dirección del
viejo en la libreta de mamá y fui a su casa a enfrentarlo. Estaba dispuesto a
todo. Por nada del mundo iba a permitir que ese desgraciado se llevara de mi
lado a mi madre.
El
viejo vivía en el último piso de un edificio mugroso. El ascensor hedía a
orines y durante el trayecto sentí que se me iban las fuerzas por falta de
oxígeno. Llamé a la puerta. Adentro se escuchaba la televisión encendida en un
partido de béisbol. Una mujer de edad imprecisa, alta y de rostro amable, tras
presentarme como el hijo de doña Ernestina, me invitó a esperar a su padre en
la sala.
—Supongo que ya usted sabe lo de
París —le espeté de golpe. En la televisión había un anuncio de una tarjeta de
crédito en el que aparecían rostros felices a bordo de un crucero. La mujer había
ido a la cocina y regresaba con unas cervezas.
—Sí
—dijo—. No sabe lo feliz que me siento por papá. Desde que se jubiló, siempre
soñó con viajar a cualquier parte, pero nunca sacaba tiempo.
No
tuve el valor de replicarle. Miré la luz del día por la ventana, el cielo
limpio, transparente; la silueta de un avión hundiéndose en la lejanía. El
partido iba en el sexto episodio y, por primera vez, no me importó que mi
equipo estuviera perdiendo.
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1 comentario:
La poesía me gusta mucho y disfruto de leer a diversos poetas. Por eso esta bueno tener la posibilidad de disfrutar de la buena literatura. Cuando logro conseguir con Lan Argentina la posibilidad de viajar a otros lugares, además de disfrutar de practicar el turismo también me gusta conocer la literatura del lugar
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