lunes, 10 de octubre de 2011

El hombre de los binoculares


Todo comenzó como un juego. Cristal, que no soportaba la penumbra, había descorrido las cortinas de los ventanales, el resplandor solar me había puesto todo blanco, y cuando, frunciendo el ceño, ante mis ojos deslumbrados la estancia empezó a delinearse, la hallé completamente desnuda, la ropa hecha un ovillo a sus pies, y le dije que si no temía que alguien la estuviera observando.

―Sólo me verá la ciudad, Álvaro ―me respondió con sorna, poniendo los brazos en cruz como queriendo abarcar las hileras de elevados edificios que se abrían a lo largo y ancho de esa zona de Santo Domingo donde estaba nuestro hotel.

―Sí ―repuse―, pero en esa ciudad hay edificios, y en esos edificios ventanas, ¡muchas ventanas!, y vaya usted a saber, jovencita, si en este preciso instante hay un tipo apuntando hacia acá con unos binoculares.

El hombre de los binoculares ―dijo Cristal imitando el tono lúgubre de los anuncios de películas de horror. Me paré del sillón donde revisaba unos documentos en la computadora, tomé el edredón de la cama y traté de cubrirla, pero ella se me escapó y se puso a saltar como una cabrita por el cuarto, señalando con el dedo hacia la ciudad, vociferando con risotadas discordantes que allá, en aquel balcón lleno de maceteros de flores, alcanzaba a ver al hombre de los binoculares.

―Y al verte a ti vestido con traje y corbata ―continuó ella irónica―, de espaldas a esta hermosura ―acotó señalándose el sexo―, ¿sabes qué estará pensando el hombre de los binoculares?

No la dejé terminar. Me desvestí con premura, casi con violencia, impulsado por esa pasión con que, desde hacía semanas, Cristal había resucitado mi vida sexual. Yo tenía cincuenta y dos años y ella veintiocho; entre su edad y la mía se levantaba ese muro extraño y no menos interesante que separa a los que ya terminaron de vivir de los que empiezan su incursión en los vericuetos del mundo.

La conocí un domingo en el Parque Central. Ese día, debajo de la sudadera, me había puesto una camiseta marrón con una herradura estampada en el pecho, y, como tenía por costumbre, tomé un ligero desayuno en compañía de mi esposa Leticia y mi pequeña hija en la cocina, agarré un libro de bolsillo de mi biblioteca y salí. Caminé unos cinco minutos hasta Columbus Circle, y seguí mi ruta habitual trotando por los senderos arbolados del parque. Encontré a la chica corriendo por una pendiente empinada, y cuando la pasé ella me miró con viva extrañeza, me persiguió y corrimos muy cerca, sin dirigirnos la palabra, hasta una plaza soleada presidida por una estatua ecuestre. Me senté en un banco, tomé el libro y me puse a leer. Casi enseguida escuché una carcajada. La muchacha se paró delante de mí, su sombra me cubrió como una sombrilla; era tan alta como yo, de piernas poderosas y brazos largos y delicados. Su rostro tenía el temple de las cantantes de ópera, un temple balanceado por unos ojos tristes y una boca triunfante.

―Algo quiere decirnos la Providencia ―me dijo.

―¿Por qué lo dice? ―me asombré.

―Por las coincidencias ―se alegró ella. La miré con un gesto de incomprensión. La muchacha señaló, entonces, su camiseta. Era, al igual que la mía, marrón con el estampado de una herradura.

―Vaya ―dije fingiendo una expresión de asombro. La chica se volvió a reír, dejó de cubrirme con su sombra y se sentó a mi lado.

―¿Y ya te fijaste en lo que estamos leyendo?

Los dos llevábamos la novela Una cuestión personal, de Kezamburo Oé.

La chica se presentó, cruzó las piernas, y charlamos. Ella acababa de terminar la carrera de Negocios y, según sus propias palabras, antes de apuntarse como esclava en el sistema laboral, se estaba regalando unas vacaciones. Cerca del mediodía, la invité a comer. Ella rehusó diciendo que tenía todo dispuesto en su cocina para prepararse un estofado de camarones, y sin siquiera esperar a que aceptara su invitación, me tomó de una mano como a un niño y me ordenó que la acompañara. Bajamos, charlando, hasta el SoHo. La conversación era amena, matizada por los estallidos de risa de Cristal y mis graves acotaciones. La muchacha, en algunos tramos de la acera, me tomaba la mano y entrecruzaba sus dedos con los míos; yo la contemplaba, entre asustado y nervioso; en mis veinte años de matrimonio con Leticia, era la primera vez que salía con una chica. En varias ocasiones, arrepentido, estuve a punto de devolverme; pero ella parecía darse cuenta y me atraía hacia su cuerpo como una bufanda.

Llegamos a su apartamento, una estancia no más grande que el recibidor de mi casa, limpia como un pañuelo y más iluminada que un campo de béisbol; en las ventanas no colgaban cortinas y no se veía un rincón donde no fulgurara una lámpara.

―¿No temes que se te olvide la oscuridad? ―le comenté, deslumbrado.

―No ―respondió―; los párpados siempre sabrán recordármela.

Me indicó una silla; me senté. Cristal entró al aposento, separado de la salita-cocina por un anaquel atiborrado de libros, escuché los goznes de una puerta, un silencio prolongado, y poco después ella se presentó vestida con una bata de un azul desvaído y el pelo recogido en un moño a un lado de la cabeza. No sé por qué, mientras la veía de espaldas pelar patatas, cortar pimientos, lavar verduras... como una sucesión de relámpagos, cruzó mi vida entera delante de mí; me acordé de mi infancia, de mi madre, de mis años con Leticia, de mi pequeña hija. Sentí que hasta ese momento había estado parado en medio de una tormenta y ahora daba los primeros pasos para buscar refugio. Y esa sensación se intensificó cuando, después de comer, Cristal y yo nos fuimos a la cama.

―Me siento como en otra dimensión ―le dije en un éxtasis de placer.

―Y lo estás ―me contestó ella, cerrándome la boca con un beso.

Cuando regresé a casa, me dio la impresión de que entraba a un lugar equivocado, desconocido, falso; que una parte de mí, esa parte exuberante y bullente que creía haber abandonado en la juventud, regresaba y se me imponía, me obligaba a mirar a mi alrededor con otros ojos. Leticia y yo éramos un matrimonio viejo, y cuando ya nos habíamos resignado a continuar nuestras vidas compartiendo nuestra soledad, llegó la niña y con ella se perdió la pasión que nos había unido hasta entonces. Leticia había heredado la fortuna de su padre, que consistía en una importadora de textiles, y yo me encargaba de administrarla. Y aquel día que llegué a casa, por primera vez me di cuenta que Leticia y yo nos habíamos acostumbrado a vivir juntos pero ignorándonos, como dos fantasmas que comparten una misma vivienda pero en siglos diferentes.

Y después del viaje a Santo Domingo, a la pasión del sexo entre Cristal y yo, a ese mundo mágico que levantábamos entre su cama acogedora y su cocina, entre su colección de música y sus libros, se agregó la comicidad del hombre de los binoculares.

El tipo salía a relucir en el momento menos esperado.

Una tarde (ya llevábamos tres meses saliendo), caminando por una calle del SoHo, tomé de un jardín maltrecho una ramita seca de un rosal (tenía la costumbre de caminar con una ramita en la mano, y le había comentado que era por falta de seguridad), y ella, al darse cuenta, se enojó.

―¿Prefieres agarrarte de esa cosa que de mi mano? ―me regañó―. ¡Caramba, Álvaro! ¡Qué estará diciendo de ti el hombre de los binoculares!

En el cuarto mes de relación viajamos a Madrid, donde tenía que firmar unos contratos, y cuando a la hora de irnos a la cama vio que me ponía el pijama, estalló en una risa incontrolable.

―¡Pobre hombre de los binoculares! ―decía―. ¡Cómo estará sufriendo!

Con los meses, la chica y yo habíamos llegado a un punto que no podíamos pasar un día sin vernos, sin hablarnos, sin enviarnos mensajes telefónicos.

Lo que más me sorprendía era que en casa, Leticia parecía no darse cuenta de nada. Nunca hubo un reclamo, un reproche. En verdad vivimos en planetas diferentes, me decía por lo bajo, cuando llegaba y me sentía el olor de Cristal en el cuello, en la yema de los dedos, en el bigote.

Me había ilusionado en creer que la magia duraría toda la vida, que Cristal siempre estaría cerca de mí dándole sentido a mi existencia. Sin embargo, pasado un año, la muchacha decidió empezar a trabajar. Consiguió una buena oferta en Washington D.C., hizo las maletas y se marchó. Intenté retenerla de mil formas, hasta le ofrecí una colocación en la importadora.

―El círculo en donde hemos estado, aunque hermoso, nunca pasará de ser un círculo ―me dijo camino a la estación―. Tú tienes tu vida, amas más que a ti mismo a tu hija, y no voy a ser yo quien te aleje de ella.

―Pero Cristal, al menos permíteme ir a verte ―le dije―; no me cierres esa puerta.

―No, Álvaro ―se echó a llorar―. Ha llegado la hora de que salga a buscar mi futuro.

La dejé ir. Llegué a casa, me encerré en mi estudio y me dejé caer en el sillón. Me pasé la noche lamentándome, presa de angustia, hasta comprender que ella tenía razón. Yo era un viejo, encerrado a cal y canto en la cárcel de mi familia, había abierto los ojos y había visto lo que era el amor, el verdadero amor, y ahora debía cerrarlos, volver a no ver, a fingir.

Una semana después de Cristal marcharse, revisando mi correo en la oficina, encontré un extraño sobre amarillo con una tarjetita: “Roger Santander, Detective Privado”. No tenía teléfono ni dirección. En el reverso se leía: “Si no desea que su esposa se entere, lleve esta suma en efectivo a esta dirección”. Dentro del sobre, el tal Santander me enviaba una foto borrosa, que reconocí de inmediato como el trasero de Cristal, visto a través de una ventana.

Me alarmé. De pronto supe que Leticia no estaba en la inopia, que ella siempre había sospechado mi infidelidad y había pagado los servicios de un detective para que me siguiera. Ahora, colegí, Santander quiere jugar a quién paga más. Esta deducción, en cierto modo, me tranquilizó. Salí a la calle bajo la sospecha de que mis teléfonos estaban intervenidos, y llamé a Cristal. La chica se rió.

―Álvaro ―me dijo divertida―, ¿no te has dado cuenta de lo que acaba de suceder? Ese Santander es el hombre de los binoculares.

Le colgué, indignado. La cita con el detective era en un bar de mala muerte en el sur de El Bronx. Llegué una hora antes para calibrar el ambiente. Pedí un whisky y me senté, primero, en la barra, y luego en una mesa oculta en un rincón. En el aire reinaba un olor agrio a tabaco y una vellonera sonaba boleros antiguos. Pasados unos minutos de la hora de la cita, me puse nervioso. O Santander era impuntual, o en un arrebato de honestidad el detective había preferido apegarse al profesionalismo y acudir a su contratante. Cuando los minutos se volvieron horas y el tipo no llegaba, tomé mi maletín y regresé a casa con la certeza de que ya mi suerte estaba echada. Abrí la puerta con viva ansiedad y, contrario a lo imaginado, encontré a Leticia como siempre sentada apaciblemente en su eterno sillón, frente a la televisión encendida en uno de esos programas espantosos que la entretenían.

Durante los días siguientes, el correo se tornó en un enemigo, me mantenía en un constante estado de desasosiego. Cada vez que llegaba a la oficina y mi secretaria depositaba en el escritorio la correspondencia, era como poner a prueba mis nervios, mi capacidad de resistencia. Pasó un mes y no tuve noticias de Santander. Pasó otro mes y nada del detective, ni una carta, ni un anónimo, ni una llamada. A los cuatro meses ya me parecía que todo aquello era una pesadilla, una pesadilla que la foto del trasero de Cristal transfería irremisiblemente al terreno de la realidad.

Leticia murió al año siguiente de una apoplejía, producida por una embolia cerebral. Su muerte, en cierto modo, volvió a unirnos, o más bien a reunirnos; la mujer dulce, silenciosa, que rondaba la casa en chanclos de lana, la mujer de la que yo me había enamorado hacía más de dos décadas, reapareció de pronto en su rostro muerto, en su perfecto mutismo. Llamé a Cristal para informarle de mi nueva situación. Ya libre, abrigaba la esperanza de que regresáramos. No la hallé. Luego supe que había dejado el empleo y se había marchado del país. Nadie conocía hacia dónde. La noticia me derrumbó; durante esos días envejecí todo lo que me faltaba por envejecer; me la pasé caminando de un rincón a otro de la casa, pensando en Cristal, en mi Cristal, en la chica que me había resucitado. Hasta conseguí alquilar su pieza en el SoHo, e iba y me pasaba tardes enteras mirando las paredes, los rincones, armando con la memoria el lugar mágico, puro, donde había sido realmente feliz.

Cerca de dos años después, reapareció el hombre de los binoculares. Esta vez, junto con la misma tarjetita sin teléfono ni dirección, algo amarillenta, envió una foto de Cristal asomada a una ventana, pechos al aire, inexpresiva, reconcentrada, como si contemplara la ciudad con melancolía. En un opaco segundo plano, se vislumbraba la silueta de un viejo en pijama. Me reí; Santander, deduje, desconocía mis nuevas circunstancias y por ello se atrevía a extorsionarme. Cuando me disponía a romper la tarjetita, de repente me asaltó una mezcla de alegría y desconcierto; el detective, pensé, era el único vínculo que me quedaba con Cristal, y en su poder estaban las fotos, no de la Cristal que se había marchado a Washington, sino de la Cristal mía, de la que gemía y se estremecía bajo mi cuerpo, de la muchacha que me devolvió durante un tiempo la vida.

Corrí a la cita. Esta vez el detective había escogido un parquecito mugriento en Brooklyn. Fue puntual. Con aire huraño y visiblemente nervioso, el rostro deformado en un gesto de duda, de temor, se presentó ante mí la figura escuálida de un hombre maltrecho, sufrido. Se apoyaba con dificultad en dos muletas, que casi salen disparadas cuando se dejó caer en el banco, a mi lado.

―¿Trajo el dinero? ―me abordó de inmediato.

―¿Trajo las fotos? ―repliqué ansioso. De un macuto de tela que llevaba colgado al hombro, extrajo un sobre abultado. Lo tomé como si tomara mi alma y le pasé el dinero. El detective ni siquiera lo contó. Recogí las muletas y lo ayudé a ponerse en pie.

―Hace unos años... ―le dije, y Santander me interrumpió.

―Sí ―confesó―, falté a la cita. El día anterior me pegaron un tiro; estuve en estado de coma.

Le dije que lo sentía y lo observé con pena y a la vez con nostalgia alejarse por la acera con paso renqueante. En mi memoria se presentó el rostro risueño de Cristal, de la chica desnuda apoyada contra un ventanal, diciéndome, como aquella vez en Santo Domingo:

―Mira, Álvaro, en ese balcón lleno de maceteros de flores, alcanzo a ver al hombre de los binoculares.

Agarré el paquete de fotos y me marché a casa, con el aire cansado de los que ya le perdieron el sentido a la vida.



..................................


Ediciones Parada Creativa

Colección Libro Súbito

Barquisimeto, Venezuela, 2011

www.paradacreativa.com



2 comentarios:

Lourdes Batista dijo...

Me gusta, me mantuvo en suspenso la trama, excelente Jose, genial Acosta!!

BRAYNER ABRAHAN GOMEZ BAEZ dijo...

hola amigo soy un escritor nobel buscando asesoría de alguien con su experiencia puede googlear mi nombre BRAYNER ABRAHAN GOMEZ BAEZ
DESEO EDITAR O PUBLICAR MI PRIMER POEMARIO