jueves, 17 de abril de 2008

El tigre



El tigre

Cuento


Mamá, esta es la tercera carta que te escribo desde el lugar donde me tiene escondido el FBI, para jurarte que no es verdad lo que andan diciendo de mí en el barrio. No sabes la tristeza que me causó enterarme a través de Altagracia, que los muchachos del bloque te han estado llenando la cabeza de basura. Sólo espero que esta carta sí llegue a tus manos para que puedas entender mi súbita desaparición.

SE DECLARA INOCENTE HOMBRE LIBERÓ TIGRE DE BENGALA

AP
NUEVA YORK — El hombre que en junio pasado dejó abierta la puerta de seguridad del territorio del zoológico de El Bronx donde mantienen en cautiverio a un tigre de Bengala, se declaró inocente ayer de los cargos que pesan en su contra.
El zoólogo Carl Jefferson, de 64 años de edad, fue acusado de varios cargos de negligencia en segundo grado, tras admitir haber dejado en libertad al felino, asegurando haber obrado a pedido del animal.
Jefferson declinó la defensa de sus abogados basada en locura temporal, y volvió a sostener ayer delante del jurado, compuesto por nueve hombres y tres mujeres, que el tigre de Bengala le pidió “que lo dejara en libertad porque quería regresar a la India”.


Corte Suprema de Justicia

Un oficial de camisa blanca impecable, sin inflexión en la voz pero con cierta solemnidad, anunció la entrada a la sala del honorable juez Michael Kais. Los asientos vacíos del court room, los rostros largos, somnolientos, de los doce miembros del jurado, junto al constante tecleo de la flaca y encorvada escribiente, envolvían la atmósfera en un velo pesado, aburrido.
Ya llevaban dos semanas discutiendo tecnicismos. Dos semanas que habían logrado borrar de los asientos a los reporteros que en principio se hicieron eco del extraño caso, y amenazaban además con languidecer al juez Kais, el cual, como una columna, más bien del edificio de la corte que del sistema judicial, y a fuerza de costumbre, había adquirido la destreza de dormir con los ojos abiertos, con una expresión un tanto improbable de atención o de interés en su rostro afeitado y como pulido a navajazos.
Fue, quizás, a causa de ese estado, que se podría calificar de despierta somnolencia, que el magistrado aceptó, y así lo comprobó la semana siguiente en el reporte de la taquígrafa, la petición absurda de la barra de la defensa, que ya había agotado todos sus recursos a favor de su cliente, de traer a la sala del tribunal al tigre de Bengala para que el jurado tuviera ocasión de confirmar por sí mismo las declaraciones de su defendido.
Al honorable juez Kais se le cayó la acicalada mandíbula al escuchar a uno de los abogados defensores pedir la presencia en la sala del animal. Golpeando nerviosamente el estrado con el martillo, y pidiendo orden en la sala pese a que ésta observaba un silencio sepulcral, el magistrado exigió una explicación acerca de la presencia del felino y, tras obtenerla, pidió leer sus propias palabras en la cinta de la lánguida reportera de la corte. No tuvo más remedio que aceptar al cuadrúpedo testigo que, luego de entrar, con su elástico cuerpo cubierto de rayas negras sobre un fondo pardo herrumbroso, realizó varias cabriolas dentro de la jaula, defecó abundantemente como para marcar su nuevo territorio en tanto miraba al jurado que de repente parecía zafarse de un sueño profundo, como si en ese instante descubriera que se hallaba en una sala de la corte, en un proceso judicial y ante un juez.


Todo ocurrió el verano pasado, mamá, en un juicio que se le seguía a un viejo que dejó escapar del zoológico de El Bronx a un tigre de Bengala y en el cual serví de jurado. Fue un acontecimiento que pasó un tanto desapercibido por los medios de comunicación, pero ya le pedí a Altagracia que te lleve como prueba los artículos que se publicaron a raíz de la liberación del animal, que por suerte fue atrapado enseguida en los muelles del sur del condado, tratando, al parecer, de colarse en uno de los barcos mercantes.
Pasamos muchas horas aburridas escuchando las declaraciones del acusado. El tipo, en principio, me pareció un caso psiquiátrico ya que nunca cejó en afirmar que el tigre le había hablado. Porque de eso se trata, mamá, de un tipo que juraba que un animal de la selva, de esos que salen en la televisión, había conversado con él con palabras humanas, y le había pedido que lo dejara regresar a su tierra, a la India.
Yo sé que esto te suena a historieta barata, a especie de doctor Doolitle, pero recuerda que yo nunca te mentiría, mamá, y menos conociendo de sobra tu estado de salud.


—Señor Carl Jefferson, ¿podría usted darnos sus generales para ilustración del jurado?
—Con gusto: mi nombre es Carl Louis Jefferson; nací en California el 17 de abril de 1936. Casado, tres hijos; una maestría en veterinaria por la Universidad Columbia de la ciudad de Nueva York y un doctorado en zootecnia por la Complutense de Madrid.
—¿Cuántos años ha trabajado en el Zoológico de El Bronx?
—Siete.
—¿Podría usted explicarnos qué sucedió el pasado 14 de junio?
—Eran las doce del mediodía cuando escuché aquella voz mezclada con cortos gruñidos. Yo me encontraba cerca del área del zoológico seccionada con altas vallas, especialmente construida para el tigre de la India, que el parque había adquirido dos años atrás. Al principio pensé que el felino tenía atrapado a algún visitante, y que, además, por los gruñidos, lo estaba devorando. Debo reconocer, empero, que aquella voz no era, ni expresaba, pedido alguno de auxilio. Luego, al observar a través de los visillos de la valla, me encontré con tamaña sorpresa: el tigre de Bengala era el que hablaba, y me hablaba a mí.
—¿Hablaba como una cotorra, como un papagayo?
—No; esas clases de aves no hablan; imitan sonidos humanos. El tigre de Bengala me habló como yo le estoy hablando a usted en este momento.
—No más preguntas, su señoría.


El abogado de la defensa utilizó todos los medios a su alcance para intentar convencernos de que el doctor había cometido un acto de amor por los animales. Muchos de los compañeros del jurado, desde la primera reunión que sostuvimos en privado, ya habían decidido su veredicto: culpable. Y era que todas las pruebas, además del sentido común, así lo señalaban. Pero, mamá, el día que trajeron a la bestia a la sala, todo cambió. Aunque no lo creas, madrecita del alma, te lo juro por la Virgen de la Altagracia, el tigre de Bengala, después de quedarse mirando al acusado largamente, como dominado por una tristeza infinita, habló. El felino se expresó coherentemente, con la serenidad y la sutil inflexión admonitoria con que suelen hablar los clérigos durante la homilía. El juez sufrió un colapso. Cayó patas arriba distrayendo por un instante el monólogo del animal que, apoyando sus garras en los barrotes, sólo le dirigió una mirada amarilla e indiferente, como si viera en la acción del juez a un conejo escabullirse dentro de su cueva.
La taquígrafa enderezó su joroba, miró hacia todos lados como tratando de descifrar el origen de aquella voz subyugante y pausada, pegó el grito en el cielo, y quiso salir huyendo de la sala sacudiendo los brazos hacia el techo y gritando incoherencias. Un policía de la corte, indeciso entre cumplir con su deber o escapar también de aquello, a todas luces inefable, la detuvo un instante hasta que los dos, tomados de las manos como dos novios que corren por los pasillos de un barco que se hunde, se dieron a la fuga sembrando el terror en todo el edificio. No fue sino hasta que un grupo de uniformados entró abruptamente a la sala, que el animal guardó un silencio casi humano y luego, cuando la atmósfera se distendió, empezó a emitir los gruñidos propios de su naturaleza.
Al otro día me fueron a buscar a mi apartamento, mamá. Era el FBI. Por razones de seguridad, las personas que presenciaron el inusual acontecimiento, tenían que ser sometidos a tratamiento psiquiátrico. Después de un mes en una clínica, nos obligaron a escondernos de la sociedad, bajo el programa de protección de testigos del Buró Federal de Investigaciones. Ya llevo dos años viviendo en un sitio de donde sólo se ve, desde mi ventana, un inmenso campo de algodón, varios terraplenes, y el hilo resplandeciente de un río lejano. Tenemos salidas restringidas y todos los meses aceptan que nos visite una persona. Altagracia ya ha venido dos veces. Es con ella con quien te envío esta carta, mamá, para que no creas lo que dicen los muchachos del bloque, que dizque a mí me sentenciaron a cadena perpetua por traficante de droga. Yo sé que tú no les vas a creer esas mentiras a esos desgraciados, porque tú sabes que yo nunca te mentiría, y menos en el estado en que te encuentras.

3 comentarios:

Abol dijo...

Estimado José: Van mis felicitaciones por tu blog.
Un abrazo desde Santiago de Chile,
Lilian Elphick.

José Acosta dijo...

Gracias Lilian

J. A.

Diego dijo...

Hola jose,
sobre tu cuento "El Tigre" quiero decirte que me gustó mucho y que ademas deja una buena moraleja.

muchas Felicidades desde santiago, Republica Dominicana Wilton Curiel (Diego)