Por José Alcántara Almánzar
Aunque
no goza de aceptación general entre los intelectuales que viven en el exterior,
el término «diáspora» ‒«dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de
origen», según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española‒ agrupa
a los que han emigrado en distintos momentos para irse a residir a otros
países, siendo la ciudad de Nueva York la que concentra la mayor población de
dominicanos en los Estados Unidos, donde encontramos una populosa y heterogénea
colectividad integrada por trabajadores industriales, empleados de oficina,
pequeños comerciantes, empresarios, artistas y escritores, entre muchos otros, incluidos
los que han logrado incorporarse a la comunidad académica como docentes, tras
completar un riguroso proceso de formación universitaria.
José
Acosta (Santiago de los Caballeros, 1964) emigró de su ciudad natal hace más de
dos décadas, radicándose en la ciudad de los rascacielos, donde ha desarrollado
su labor de escritor, con brillantes resultados, como lo prueban los numerosos
galardones que ha recibido, algunos de carácter internacional por obras de
poesía, cuento y novela. Podría decirse que para Acosta la creación literaria
ha sido una manera de preservar su identidad personal a través de la lengua,
ese instrumento único que nos sujeta a nuestra cultura con cables de acero, y
que él ha sabido cultivar con dedicación y conciencia de oficio.
Como
casi siempre ocurre, conocemos a un autor por sus obras. Contadas veces tenemos
la oportunidad de entrar en contacto personal con los poetas y narradores cuyos
libros se han convertido en buenos emisarios de sus palabras. Quien les habla tuvo
un fortuito encuentro con Acosta hace un año, en la Feria Internacional del
Libro de Santo Domingo, cuando por casualidad coincidimos en uno de los pabellones
de esa actividad. Allí, en un amistoso intercambio de algunos minutos, terminé
invitando al autor a presentar al Banco Central alguna obra inédita que quisiera
publicar, y cumplió su promesa con el envío de una novela que pasó la
evaluación del Comité de Publicaciones y que hoy ponemos en manos de ustedes.
La tormenta está fuera es el
título de la novela de José Acosta que viene a enriquecer la colección
bibliográfica institucional, en un género que, como la novela, aún supone un
desafío para los escritores dominicanos, de aquí o de allá, por las exigencias técnicas y lingüísticas
que implica un logro cabal en un ámbito reservado a un escogido grupo de
narradores de valía. Y Acosta lo ha conseguido, olvidándose de los tópicos de
la historia, la política y la sociología que han abrumado a nuestros
narradores: la Era de Trujillo, el golpe de Estado contra Bosch, la Revolución
de Abril del 65, los Doce años de Balaguer, entre otros. Su novela, sin
desdeñar el pasado, sin dejar de hurgar en él para pensar y pensarse, es una
ficción sobre el presente.
En el
caso de José Acosta, estamos en presencia de un escritor muy bien formado, con
un indiscutible dominio del castellano, quien lo emplea con una soltura y una
claridad admirables, mediante una prosa que va desplegando con aplomo y
seguridad en cada página. El suyo es un estilo riguroso, conseguido a base de
una puntuación minuciosa y el empleo de un discurso mesurado que evoluciona
como un
Su
escritura, tallada con mano firme por alguien que ha leído mucho, pero sobre
todo que ha sabido asimilar con provecho las lecciones de los maestros, se
desarrolla sin caídas ni pasajes oscuros, sin alardes ni efectos altisonantes,
sino más bien con el ritmo pausado del que intenta atrapar más que impresionar,
aunque la sorpresa, el dato escondido, el detalle escamoteado a conciencia son
ardides muy bien planeados por el autor para mantenernos aferrados a la lectura
hasta el final de las casi trescientas páginas del libro.
La tormenta está fuera es la
historia de Max Otero, un dominicano de El Bronx que llegó a Nueva York de la
mano de su papá, un sujeto resentido y amargado, como lo confiesa el propio
protagonista:
«…mi
padre siempre salía con invectivas: esa isla de mierda es un maldito horno
lleno de mosquitos y enfermedades, habitada sólo por putas y ladrones; ser
dominicano, hijo mío, es una maldición, ni se le vaya a ocurrir que sus hijos
nazcan en ese pulguero de pobres y depravados.»
Pero
Max Otero, desoyendo el consejo paterno, retorna al terruño bajo el pretexto de
saber qué ocurrió con su primer amor, una condiscípula de infancia, pero en
realidad en busca de explicaciones sobre su origen y el pasado de sus padres.
Max Otero deja atrás todo, mujer e hijastro, para regresar al país, internarse
en el laberinto de sus escasos recuerdos de niño e intentar reconstruir una
época lejana a través de las confesiones de personajes relacionados con sus
padres, los conocidos y relacionados que le ayudan a desentrañar misterios
inextricables, como si se tratara de un bosque enmarañado y absurdo. En la
República Dominicana Max Otero redescubre el amor y la solidaridad en Sarah
Espinal, la joven mujer que de guía se convierte en ayudante de la
investigación que él ha emprendido, y termina siendo su amada. La obra tiene un
ostensible entramado de novela policíaca, de
Esta
novela constituye también un intento narrativo de responder a una pregunta
clave que se reitera a lo largo de la obra: «¿Qué es ser dominicano?» La
contestación no está en el paisaje, las escenas campestres tan alejadas de la
ciudad, las abigarradas imágenes de lugares concurridos, sino en las esencias
de lo que somos como pueblo; de ese imán inexplicable que hace que un hombre o
una mujer siempre quieran regresar al paraje o provincia donde han nacido,
aunque al llegar no lo comprendan, ni lo acepten, y quieran volver adonde se
fueron en busca de mejor vida. Porque ese es el drama del que emigra: verse
escindido entre lo entrañable que dejó por algún imperativo (económico,
político, espiritual), y no acomodarse nunca del todo en la patria de adopción,
allí donde trabaja y sueña, donde triunfa o se corrompe, pero donde siempre falta
algo inexplicable que no le permite encajar satisfactoriamente en su nuevo medio.
La pregunta
de Max Otero, que se marchó del país porque descubrió que «En esta isla ya no
había nada para mí. Asumirlo, sin embargo, me desalentaba hasta el
abatimiento.» (Capítulo 10), intenta descifrar por qué los que se van sueñan
siempre con volver aunque nunca lo consigan; por qué los paraísos perdidos se
edifican sobre la base de recuerdos en constante mutación.
Con
un puñado de personajes centrales bien delineados y una trama llena de intriga
y peripecias, José Acosta ha hecho una contribución fundamental a la «novela
sobre la diáspora», para llamarla de algún modo, marcando un contrapunto
elocuente entre El Bronx y Santiago de los Caballeros, entre los avatares del
Santo Domingo,
19 de abril de 2016.
2 comentarios:
Interesante artículo.
Hace falta ese trabajo de la crítica seria e informada para que los escritores avancemos y engrosemos el quehacer literario dominicano con obras de calidad.
La novela a mi lista de espera...
No hay duda de que José Acosta es uno de los grandes. Me encanta que una persona, un gran escritor como es José Alcántara. Halla escrito este ensayo.
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