PREMIO NACIONAL DE NOVELA
Manuel de
Jesús Galván 2019
REPÚBLICA DOMINICANA
I
El viaje a la aldea natal de su madre se le convirtió en
una verdadera expedición a un mundo inexplorado. Los desgarrones, manchas de
lodo y rastros de cadillos que ahora, desde el sofá, contemplaba en su mochila,
denunciaban lo escabrosa que había sido la travesía. Apenas retornó, empezó a
experimentar la sensación de hallarse encerrado en una burbuja de la cual no
encontraba el modo de evadirse. Las imágenes, como una jauría salvaje, lo
perseguían y lo acorralaban en un rincón que él evitaba visitar a toda costa:
el rincón de sí mismo.
Meditabundo,
se puso en pie y caminó hasta la ventana. Hacía menos de una hora que la
tormenta se había desatado y ya la nieve había borrado las calzadas y formado
un almohadón en la capota de los vehículos estacionados a lo largo de la
Morris. Los mansos copos, agitados a ratos por el vendaval, parecían encerrar
una suerte de furia contenida. El día se hundía en la noche como un espejo en
un cenagal.
La
vibración del celular en el bolsillo del pantalón lo retornó a su mundo. Era un
mensaje de texto: «Rocka, sal». Cerró los ojos; con la barbilla levantada,
aspiró hasta llenarse los pulmones y expiró de golpe, abriendo los ojos con el
arrebato de quien despierta de una pesadilla. Pensativo, entró en la habitación
—amplia y ordenada, amueblada con una pesada cómoda de espejo ovalado, un
pequeño librero dedicado a la colección completa de la obra de Georges Simenon
y una cama tendida con esmero militar— y sacó el revólver de debajo de la
almohada, un Smith & Wesson calibre .38, que sopesó en la palma de la mano
como un cuervo muerto. Abrió el tambor: dos de las recámaras estaban vacías.
Haló una gaveta de la cómoda, extrajo una caja de balas y completó la munición.
Tras guardar el arma en el bolsillo interior de su chaqueta de cuero, se miró
al espejo y sonrió al encontrarse en el semblante el gesto adusto y calculador
que le caracterizaba. Era de mediana estatura, cargado de hombros y tenía manos
pequeñas, delicadas y poco varoniles, a las que trataba de añadirles ferocidad,
ornándolas en ocasiones con unos horribles anillos de bisutería barata. Antes
de salir, apegado a una costumbre, sacó su pasaporte de la mochila y, parándose
delante del librero, lo guardó entre las páginas de El hombre que miraba
pasar los trenes.
Vivía
en el norte de El Bronx en una casa de apariencia ruinosa, que habitaba como un
pajarraco arisco en un campanario. En el porche, mientras giraba la llave en la
cerradura de la puerta de espaldas a la nevada, escuchó el timbre de un
teléfono, no dentro de la casa sino lejano, en su memoria; era del asilo San
Lucas. ¿Señor Ricardo Brea?, le preguntaron. Él presintió lo peor; en los
quince años que llevaba su madre residiendo en aquel hogar de ancianos, nunca
lo habían telefoneado. Tranquilícese, señor Brea, le dijo sor Theresa, la
religiosa con quien solía comunicarse varias veces al año para informarse sobre
el estado de su progenitora; Doña Lula, dentro de su condición, se encuentra
bien. Pero últimamente le están dando unos episodios de tristeza que nos tienen
muy preocupadas; pareciera como si hubiese perdido todo interés por las cosas
del mundo. Hasta dejó de confeccionar pellizas, labor a la que se entregaba con
devoción, y se pasa horas muertas sentada en un rincón de la galería,
reconcentrada, en silencio.
Ricardo
Brea la escuchó con un nudo en el corazón. La monja le recordó los cinco años
que llevaba sin visitar el asilo. Los viejos son como los niños, le dijo, y a
veces están faltos de afecto. Venga aunque sea por unos días; le aseguro que a
ella le sentará bien.
Tras
ajustarse la bufanda y ponerse los guantes, se cubrió la cabeza con un
pasamontañas y se entregó a los azotes de la tormenta. Anochecía. Bajo las
luces del alumbrado público, las aceras forradas de nieve despedían un ligero
vapor resplandeciente. Por momentos el silencio era tan profundo que él solo
escuchaba su propia respiración sofocada y el crujido de la nieve bajo sus
botas. Al doblar por la calle 188, las fuertes ráfagas le dieron de frente, los
copos lo golpearon, cortantes como partículas de vidrio, y tuvo que hacer
visera con ambas manos para protegerse los ojos. La avenida Grand Concourse,
donde, como medida de precaución, había pedido que lo esperasen (en el semáforo
de la Morris había una cámara de vigilancia que miraba hacia su vivienda), se
hallaba a apenas cuatro cuadras de su casa, pero el trayecto le pareció más
extenso que nunca. El intenso frío le había entumecido las articulaciones. Para
entrar en calor, decidió guarecerse un instante en el restaurante jamaiquino de
la Creston, de atmósfera tan lúgubre que recordaba un depósito de ataúdes. En
la estancia reinaba un olor a ajo en descomposición. Se sacó el pasamontañas,
se sacudió la nieve y, ante la mirada inquisitiva de la camarera, una morena de
cara grasienta y ojos enardecidos, ordenó un chocolate caliente. Pagó con un
billete de veinte dólares. La cajera de la casa de cambio de divisas del Banco
de Reservas le entregó un fajo de billetes dominicanos que él, sin contarlos,
guardó en su mochila. Se encontraba en la terminal del Aeropuerto Internacional
del Cibao de la ciudad de Santiago, en la República Dominicana. Su memoria
volvía a arrastrarlo, a llevárselo lejos. ¿Qué me está sucediendo?, se
preguntó, y una frase de su madre se alzó de súbito en su mente como un mástil:
«El hombre que se marcha nunca regresa: el viaje lo convierte en otro hombre».
Pero yo soy el mismo, se dijo con una rabia que bordeaba la resignación, yo no
he cambiado. Sacudió la cabeza, reencontró la tormenta de nieve recostada como un
borracho contra la puerta vidriera del restaurante, bebió un sorbo de chocolate
y se vio a sí mismo preguntando por una agencia de alquiler de vehículos allá,
en su memoria. Encontró el Rent-A-Car, como le indicaron, en el ala
derecha de la sala de espera de la terminal, junto a una tienda de souvenirs.
Poco después circulaba por la autopista Duarte, con un sol de hierro
refulgiendo en la superficie cromada del capó.
El
asilo San Lucas, situado en las afueras de la ciudad, en un paraje llamado La
Herradura, era un edificio de tres pisos con un sobrio frontispicio de
ladrillo, rodeado por una amplia galería adornada con frondosos maceteros de
anturios y begonias. En el centro del patio se elevaba una caoba centenaria
cuyas ramas, de un verde negruzco, cubrían como una sombrilla tres bancos de
granito, donados, según indicaba una diminuta placa de bronce, por el
ayuntamiento municipal. Ricardo Brea tiró el vaso de chocolate en el primer
bote de basura que encontró en el camino, apretó el paso y, ya en la Grand
Concourse, miró hacia ambos lados de la vía en busca del vehículo de sus
colegas. Escuchó un claxon y casi enseguida se detuvo ante él un todoterreno
cuyo color, rojo bistec, demasiado llamativo para su gusto, bajo otras
circunstancias, le habría amargado el semblante.
Cinco
minutos más y habrías tenido que buscar una pala para rescatarnos de esta
avalancha, le dijo con sorna Lebrón, el jefe del grupo, mostrándole sus
mugrientos dientes caballunos. Era alto y corpulento, de rostro sanguíneo y
ojos maliciosos; llevaba, como de costumbre, un overol de mecánico bajo un
abrigo de lana de ojales desbocados. Maelo acaba de llamar, continuó Lebrón.
Todo marcha bien.
Cuando
se abrochaba el cinturón de seguridad, un olor a vainilla que percibió en el
vapor que caldeaba el vehículo le provocó un escalofrío de espanto que
consiguió sustraerlo de golpe del limbo hacia donde por ratos lo retrotraía su mente.
Ricardo Brea volvió ligeramente el rostro y comprobó sus temores. Acurrucada en
el asiento posterior, envuelta en un abrigo gris, con su carita de santa, iba
Megan, la novia de Lebrón. Sus miradas se cruzaron y ella lo saludó con una
mueca de suficiencia. «Aquí estoy», parecía estrujarle en la cara. Trajiste a
la Carmañola, se alteró él. Lebrón le respondió con una ruidosa carcajada que
sacudió su pesado corpachón, al tiempo que, aferrado al volante, maniobraba con
cuidado sobre la nieve para poder avanzar por Fordham Road. Todo será rápido, expresó
poco después. Ella no va a estorbar.
Cuando
circulaban por la autopista Major
Deegan, siguiendo el rastro de sal que iba dejando un camión
quitanieves del municipio, Ricardo Brea ya había recobrado la disposición de
ánimo necesaria para calibrar la nueva situación y entregarse a ella con el
espíritu resignado, pero resuelto, del soldado que penetra en territorio
enemigo. Sabía que tenía que estar alerta. La banda de Lebrón, en los momentos
cruciales, solía perder los estribos, convertirse en una especie de estampida
de búfalos corriendo enceguecida hacia el borde de un precipicio. Nosotros
pensamos con los puños, pero tú siempre piensas con la cabeza, Rocka, le decía
de continuo Lebrón. Los faros delanteros del todoterreno iluminaron la salida
hacia Yonkers, ciudad donde darían el golpe. Al doblar a la derecha, Ricardo
Brea alcanzó a ver el ramaje profuso de la caoba y un costado del edificio del
asilo de ancianos escalado por una madreselva de hojas polvorientas. El resol
que reverberaba sobre la calle distorsionaba la visión como bajo los efectos de
una lupa. Estacionó el Toyota Cressida tipo sedán cerca del portón de entrada
y, al apearse, la emanación que ascendía del pavimento lo envolvió igual que un
manto mojado. Llamó golpeando una enorme aldaba de hierro en forma de argolla
prendida a la madera sin desbastar del portón, escuchó pasos y, poco después,
una de las monjas, pequeña y mofletuda, le abrió. Llevaba, como las demás, el
hábito azul de la orden religiosa de María Reina Inmaculada. Cuando empezaba a
explicar el motivo de su visita, la monja le informó que ya sor Theresa había
anunciado su llegada a la priora y pidió que la siguiera.
La entrada principal, una enorme puerta de madera labrada con motivos
pastoriles, estaba cerrada; poseía el aire imponente de las puertas de los
templos. Caminaron a lo largo de la galería, cuyas paredes irradiaban frescor,
y pasaron, por una entrada lateral, a un salón iluminado por amplios
ventanales, amueblado sin concierto con sillas y mecedoras acojinadas, que a
Ricardo Brea le pareció más pequeño y lóbrego que en su última visita. En el
aire se percibía un olor a brebaje, como a orines y remedio para el catarro. En
un rincón se apreciaba la figura endeble de un hombre negro de barba
blanquecina y ojos desencajados, tocado con una gorra tan estrujada que, encima
de la visera, de la palabra Marlboro solo se leía Malbro. En las piernas
sostenía con la mano izquierda una tambora y con la derecha, petrificada en el
aire, un palito. Su inmovilidad recordaba la estatua de un percusionista a
punto de tocar su instrumento. Y fue eso, precisamente, lo que ocurrió cuando
la monja mencionó su nombre. ¡Don Blas!, dijo, y como por arte de magia la vida
entró en el cuerpo del anciano, quien, con manos diestras, empezó a sacar del
cuero del tambor los acor- des de un merengue. Manejaba la baqueta con
maestría. Los demás residentes están durmiendo la siesta, dijo la monja y lo
invitó a tomar asiento. Le traeré a su madre en un momentico.
Ricardo
Brea vio a la religiosa perderse por un pasillo y, poco después, a la luz de
las farolas, vio acercarse a Maelo, chapoteando en la nieve con su cuerpo
menudo. Llamado también el Cerrajero por sus asombrosas habilidades en este
oficio, Maelo era de contextura tan esmirriada que de espalda se confundía con
un niño. De talante nervioso, se comía las uñas hasta sangrar, menos las del
meñique, que se dejaba crecer y utilizaba como espátulas para sacarse caspa y
mugre del cuero cabelludo. Su nerviosismo, sin embargo, desaparecía totalmente
cuando se hallaba delante de una cerradura. Alcanzaba, incluso, tal grado de
concentración que entraba en una especie de trance, acariciando las puertas y
musitándoles frases cariñosas como si fueran seres vivientes. Lebrón a veces le
decía, en tono de broma, que aunque se había ganado con creces el infierno,
podría llegar a abrir con su arte hasta la puerta del Cielo.
Ricardo
Brea bajó el cristal, el aire helado empañó el parabrisas, y Maelo apoyó sus
manitas enguantadas en la ventanilla. ¿Todo despejado?, preguntó Lebrón. Cocomo
un dedesierto, respondió el hombrecito con su voz aflautada, tartamudeando de
frío. Le castañeteaban los dientes y el vaho de su respiración, agitada por el
gran esfuerzo que significaba para él desplazarse en la nieve, le borraba el
rostro.
La
Carmañola se echó a un lado y el Cerrajero, tras sacudirse la nieve del abrigo
y del pasamontañas, abordó el todoterreno. Ricardo Brea preguntó por el
inquilino y el hombrecito contestó que no lo había sentido. Pero creí escuchar
música en algún lugar de la casa, acotó. Lebrón ajustó el retrovisor para verlo
y le sonrió. Buen trabajo, Maelo, le dijo y puso el vehículo en marcha.
La
tormenta arreciaba. La visibilidad era pobre; apenas permitía ver a unos pocos
metros de distancia. Las luces de los faros delanteros se detenían ante un muro
de neblina que arrojaba sobre el parabrisas un vapor destellante,
fantasmagórico. Las calles parecían de jabón. Estacionaron, casi sembrando el
todoterreno en la nieve, en un espacio que encontraron en la avenida Wells. Se
apearon y empezaron a caminar. Bonita noche para morir, murmuró la Carmañola al
sentir de lleno las violentas acometidas de la tempestad. El Apocalipsis debe
ser así de grandioso, agregó, pero nadie la escuchaba.
Las
ráfagas, arremolinándose entre los vehículos, parecían doblar como un alambre
las luces del alumbrado público. Para acelerar el paso, Lebrón tuvo que cargar
en la espalda al Cerrajero. Entraron en la calle Alexander y, poco después,
aguzando la vista, Lebrón señaló una casa edificada en un altozano como un
inmenso palomar. Aquí es, dijo. Se acomodó la pistola en el cinto y dio las
últimas instrucciones.
Se
acercaron con cautela. Un silencio raro, casi místico, invadió de golpe el
salón; el anciano había dejado de tocar el tambor y adoptaba, de nuevo, aquella
pose pétrea, de ídolo. La luz del porche estaba apagada. Del frontispicio, en
penumbra, solo brotaba luz de un ventanuco del ático, como de la torre de un
faro costero. Maelo, como le habían ordenado, había abierto el candado de la
verja del porche, liberado las cerraduras de la puerta principal y ajustado la
hoja al marco con un calce de cartón. Los cuerpos se tensaron a la espera de la
señal. Con los silbidos del viento se mezclaban las notas lejanas de un violín.
Lebrón levantó la mano; entraron en tromba. Ricardo Brea pronunció las palabras
mágicas: ¡Don Blas!, y el anciano resucitó. La estancia, por unos segundos, se
llenó de gritos, de maldiciones. Hallaron al propietario de la casa dormitando,
a oscuras, en la habitación del segundo piso, con un reproductor de cedés
sonando uno de los conciertos para violín de Tchaikovsky. Era delgado, bajo de
estatura, y tenía el rostro seco, largo y huesudo. Vestía un pijama de algodón
a cuadros. No les costó mucho reducirlo. Encendieron la bombilla. El dormitorio
―amueblado con una cama de dos plazas tendida con una frazada de color verde
claro, un tocador de caoba labrada de espejo cuadrado y un pequeño escritorio
donde descansaba una laptop― se veía tan minuciosamente ordenado como un
escaparate. Ricardo Brea y Maelo le cubrieron los ojos y la boca y le ataron
las manos a la espalda con cintas adhesivas. Megan, excitada, lo agarró por el
antebrazo y, con brusquedad, lo tiró de la cama al piso y lo obligó a ponerse
de pie. Pedazo de mierda, le decía. Nuestro querido doctor Martínez, dijo
Lebrón con un gesto de satisfacción que le suavizó un poco el salvajismo que le
imprimía a sus pesadas mandíbulas al apretarlas.
El
médico, al escuchar su nombre pronunciado por uno de sus captores, se
estremeció. Presa de pánico, intentó despegarse la cinta de los ojos
restregándose nerviosamente la cabeza en los hombros, mugiendo como un toro que
avista su final tras oler la sangre del matadero. Sin embargo, cuando Ricardo
Brea le expuso, en tono calmado, que si se quitaba la venda se verían en la
necesidad de liquidarlo, el facultativo se congeló de súbito y, sumiso, inclinó
la cabeza. Mejor así, dijo Lebrón. Se sentó en el sillón del pequeño escritorio
y esperó a que la respiración del médico se sosegara. Héctor Martínez, continuó
Lebrón, egresado de la facultad de Medicina de la Universidad de Connecticut,
con una especialidad en Pediatría. Propietario de la Martínez Pediatric Clinic,
en el vecindario de Fordham. Divorciado, con una niña de cinco años. Todo lo
cual nos lo informa el mismo médico en su página social. La respiración del
doctor Martínez se volvió corta y jadeante, como si le faltara oxígeno. Pero
hay algo que nuestro buen doctor no tuvo la delicadeza de anotar en su página, un
secretito que un pajarito nos sopló y a nosotros nos costó varias semanas
confirmar.
Lebrón
se quedó callado con la expresa intención de dejar crecer el suspenso. Dominada
la situación, gozaba con aquellas salidas cinematográficas. Se balanceó durante
un minuto en el sillón sin apartar la vista de su víctima, al cabo del cual
dijo: Que nuestro querido médico conserva la costumbre de nuestros antepasados
de guardar grandes sumas de dinero en casa.
Al
doctor Martínez se le desencajó el semblante. Con la boca sellada, comenzó a
gemir y a mover la mandíbula tratando de transmitir un mensaje que, por su
expresión, parecía írsele en ello la vida. El pobre hombre quería hablar.
Ricardo Brea intervino: Como habrá deducido, doctor, solo hemos venido por su
dinero y tan rápido nos lo entregue nos largaremos. Y aquí no ha pasado nada,
agregó Maelo, quien contemplaba la escena acuclillado en un rincón. Lebrón se
puso en pie, le explicó al médico que odiaba los lloros y el crujir de dientes
y que, por lo tanto, podía ahorrarse el uso de la palabra. Con que conteste
“sí” o “no” con un gesto de la cabeza me conformo. ¿Comprendido? El médico
asintió. Megan, que se había desabrochado el abrigo y recostado en la cama,
aplaudió.
¿Está
esperando visitas hoy domingo? El médico sacudió la cabeza. Me lo imaginaba,
dijo Lebrón, con esta tempestad ni nosotros debimos haber salido a la calle.
Además, iría en contra de sus hábitos, ¿verdad doctor? Después de la semana
laboral, los domingos usted se regala un poco de soledad. Ya le revelé que
llevamos un buen tiempo estudiando su modo de vida. ¿Sabe cómo le llamamos,
doctor? Proyecto MD.
Lebrón
se acercó a la ventana y descorrió la cortina; el cristal, empañado,
obstaculizaba la vista. Apenas se apreciaba, ondulando en las tinieblas, un
bostezo de blancura.
Ricardo
Brea empezó a impacientarse. El golpe tenía que ser rápido y más con aquellas
condiciones climatológicas; como poco, tomaría media hora sacar el vehículo de
la nieve. Se lo explicó por lo bajo a Lebrón; este estuvo de acuerdo y,
dirigiéndose al médico, le preguntó si tenía una caja fuerte en la casa. El
doctor Martínez contestó con un gesto ambiguo.
El
informante le había asegurado a la banda que en la casa había una caja fuerte.
Volveré a preguntarle más despacio, a ver si me entiende mejor. ¿Hay una
caja fuerte en la casa? Y cuando el médico, ya claramente, negó con la cabeza,
sucedió algo que le arrancó un escalofrío a Ricardo Brea. Algo que no era nuevo
para él y que incluso, en las ocasiones en que lo había presenciado, habiéndole
parecido gracioso, hasta lo había disfrutado, pero que ahora, por alguna
extraña razón que él no alcanzaba a dilucidar, le provocó una mezcla de
turbación y náuseas. Ocurrió que Maelo, ante la respuesta del médico, se
encolerizó; su pequeña anatomía pareció agrandarse. Su rostro diminuto y pálido
se llenó de sangre y sus pupilas llamearon. Abandonó el rincón, se quitó el
abrigo haciendo aspavientos de luchador, se sacó la correa y, dando saltitos,
empezó a azotar al dueño de la casa. ¡Llora, maldito, hijo de puta!, le decía.
El cinturón restallaba. El doctor Martínez, confundido ante aquel
incomprensible estallido de violencia, solo respondía encogiendo los músculos
de la parte flagelada, sin abandonar el círculo donde estaba parado. Qué he
hecho mal, parecía preguntarse. La Carmañola, erguida en la cama, gozaba el
espectáculo que le ofrecía el hombrecito. Lebrón también. Maelo parecía un niño
tratando de romper una piñata. Los correazos llovían. ¡Fuácata! ¡Fuácata!
¡Fuácata! Los golpes sobre el cuero sacaban las notas de un merengue. Don Blas
tocaba el tambor con habilidad. Ricardo Brea cerró los ojos buscando un poco de
serenidad; la música de Tchaikovsky continuaba; ahora se escuchaba la melodía
de El lago de los cisnes. ¡Llora, maldito, hijo de puta! La orquesta, el
tambor. Ricardo Brea abrió los ojos y vio a su madre venir por el corredor; la
monja la guiaba. Se paró de la silla y fue a su encuentro.
Doña
Lula era pequeña y enjuta y a Ricardo Brea le sorprendió descubrir lo poco que había
cambiado en los cinco años que llevaba sin verla. La mujer, a sus setenta y
cuatro años, había llegado a ese punto en que en algunas personas se detiene el
proceso de envejecimiento; el tiempo había completado su tarea: la había molido
y luego abandonado. Pese a su aparente fragilidad, acaso por su carácter severo
y no menos animoso, cuando el hijo la abrazó la sintió vigorosa, llena de vida.
Podrá
estar usted un poco deprimida, mamá, bromeó Ricardo Brea, pero, si la dejan,
todavía podría derribar un toro. La anciana lo separó un poco y posó sus manos
manchadas, de dedos duros y afilados, en la cara de su hijo. Ricardo Brea
sintió un cosquilleo de araña entre la barbilla y la frente. Podré aún derribar
un toro, muchacho, contestó doña Lula, pero no la melancolía.
La
monja se retiró.
Ricardo
Brea acomodó a su madre en una mecedora de cojines rotosos, trajo una silla
plegable y se sentó a su lado. Luego le tomó una mano y la sostuvo entre las
suyas. El vigor que percibió en el cuerpo de la anciana no lo vio en su rostro.
La llama de sus facciones se extinguía. Para la madre, el hijo era instructor
de educación física en una escuela elemental de El Bronx, así que conversaron
un rato sobre este tema, pasando luego a la vida en el hogar de ancianos.
¿Cocinan tan sabroso todavía? ¿Por qué ha abandonado la fabricación de
pellizas, mamá, con lo mucho que le gusta armarlas? Y mencionaron de paso a don
Blas, que seguía con su concierto en un rincón de la estancia. Cuando la
plática comenzaba a decaer, Ricardo Brea preguntó la razón por la cual ella se
veía tan apenada. ¿Ya no se siente a gusto en el asilo? ¿Quiere cambiar de
hogar? Doña Lula le confesó que por primera vez en su vida se sentía vieja,
acabada, que presentía su final en este mundo y que no quería irse sin visitar
por última vez su aldea natal. Quiero volver a verla antes de morir, Ricardito,
expresó con voz quebrada. ¿Verla, mamá? Pero si usted... Sí, yo sé que soy
ciega, repuso ella, no temas mencionarlo. Por eso te necesito, hijo mío, para
que vayas conmigo y seas mis ojos. Quiero volver a verla a través de ti.
Cuando
el sol empezaba a ablandarse en el patio y los viejos, poseídos por una suerte
de silencio algodonoso, invadían lentamente el salón, Ricardo Brea se despidió
de su madre pidiéndole que hiciera los arreglos de lugar para el permiso de
salida con las autoridades del asilo. Doña Lula sacó del bolsillo de la blusa
que llevaba puesta un papel doblado como un pañuelo. Aquí está anotado, le
dijo, además de una lista de artículos que debes comprar para el viaje, el
nombre del lugar adonde nos dirigiremos, para que vayas averiguando cómo
llegar. Han pasado tantos años que no dudo que el camino que conozco ya se lo
haya tragado el tiempo.
Regresó
a Santiago pensativo y un tanto desconcertado. Se hospedó en el hotel Matum
sumido tan profundamente en sus cavilaciones que el botones que le subió el
equipaje, apenas una mochila y una maleta de mano, le preguntó si le ocurría algo.
Es que acabo de descubrir que no conozco a mi madre, le confesó, que para mí
ella es una perfecta desconocida. El botones, delgado y de semblante marchito,
lo alentó asegurándole que a todos nos pasa lo mismo, señor. Mi madre a veces
me habla de su infancia, agregó, y a mí siempre me da la impresión de que en
ese tiempo ella vivió en otro planeta.
Pero
Ricardo Brea tenía motivos para sentirse así.
Aunque sus padres se habían casado cuando ambos superaban la treintena, no
fue sino pasada una década que el matrimonio, ya establecido en Nueva York, vio
nacer a quien sería su único vástago. El muy astuto quería ser gringo, no
dominicano, a veces bromeaba Alfonso Brea, el pa- dre. Doce años después
sobrevino la tragedia. La familia había ido de pasadía a un parque de
diversiones de Long Island, a dos horas de la ciudad, el padre al volante de un
Volkswagen del taller de mecánica automotriz donde laboraba. Cuando conducía de
regreso por la autopista, los frenos fallaron; Alfonso Brea perdió el control
del vehículo, se salió de su carril y se estrelló contra un muro de contención;
murió aplastado entre los fierros de la carrocería. La madre salió disparada
del auto y cayó de cabeza en el pavimento; tras una delicada operación pudieron
reconstruirle los huesos orbitales y salvarle los ojos, pero no la visión. El
hijo, que llevaba puesto el cinturón de seguridad, solo se fracturó tres
costillas y la clavícula derecha. Doña Lula, ciega y con pocos medios de
sustento, deseosa de que el menor continuara educándose en el idioma que más
dominaba, decidió dejarlo al cuidado de Cátalo Brea, su cuñado, y regresó a la
isla a vivir de la pensioncita del Seguro Social heredada del marido, en la
casa de su hermana mayor. Tras el accidente, la vida apacible que hasta aquel
momento fatal había llevado Ricardo Brea, repleta de pequeñas alegrías —fiestas
de cumpleaños, regalos de Navidad, paseos en el parque—, desapareció por completo;
doce años de convivencia con su madre, cuyas impresiones, vistas ahora como a
través de un cristal empañado, él trataba de preservar en la memoria igual que
un territorio luminoso, limpio, de donde, como a veces se decía con
resignación, lo habían expulsado.
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