viernes, 24 de octubre de 2025

La muchacha que sabía colgar las camisas

 




El taxista me dejó frente a una casita de arquitectura convencional: un porche de ladrillo y una puerta de caoba con dos intercomunicadores. Como se trataba de una cita galante, para no importunar a los vecinos, tomé el celular, llamé a la muchacha y le pregunté si debía apretar el botón de la residencia uno o dos.

―Ninguno ―contestó ella―. Yo vivo en el sótano.

En el extremo izquierdo del porche bajaba una corta escalera de cemento. Justo cuando iba a tocar la puerta, ella me abrió, evaluó durante un segundo mi atuendo, tomó la botella de vino que había llevado y me pidió que entrara. Era un estudio de soltero poco espacioso, decorado con buen gusto. El orden reinante era tan escrupuloso que me aturdió. ¡Me resultó prodigiosamente asombroso! Los tres candelabros encendidos encima de la mesa, la línea de pinturas de tamaño postal de Gustav Klimt que colgaba en la pared del pasillo que conducía al baño, los libros en un anaquel de dos metros de alzada, todo respondía a una organización que me pareció de un rigor matemático.

―Eres muy ordenada ―le dije. Mi afirmación, en lugar de complacerla, pareció perturbarla. Se recogió con una horquilla el pelo rizado que caía sobre sus hombros, me atrajo hacia ella y me besó con pasión de colegiala. Sus labios temblaron. Luego, me dio la espalda, buscó un sacacorchos en la alacena y me lo pasó. Mientras destapaba el vino, paseé la mirada por el interior de la alacena y quedé pasmado. Encima de los estantes descansaban frascos de especias, cajitas de té, pucheros de miel, sal y azúcar y una variedad de marmitas con granos y semillas en una disposición tan armoniosa que recordaba una instalación artística.

 

Se llamaba Andrea. Habíamos tomado una clase de Geometría juntos en la universidad. Durante todo el semestre ella me habló una sola vez. Simplemente se me acercó y me preguntó de sopetón cuánto medía de estatura.

―¿Para coserme la mortaja? ―recuerdo que bromeé. Ella palideció un poco y cuando le di el dato se alejó de mí y me ignoró hasta tres días atrás, cuando al salir del metro en la calle 145, envuelta en el mismo misterio de la primera ocasión, me dijo que había estado esperando por mí. Extrañado, me encogí de hombros y me dejé conducir por la avenida Amsterdam hasta un barcito acogedor, que por el micrófono instalado en una tarima diminuta y las cintas de colores que flotaban en el techo imaginé que durante las noches se llenaba de esos seres melancólicos que ya no esperan nada de la vida.

Nos sirvieron un té en unos vasos enormes. Ella abrió su cartera y sacó un papel amarillento y me lo tendió. En la imagen se podía apreciar la representación gráfica del logaritmo neperiano, y más abajo un cálculo matemático cuyo resultado terminaba en “X” más “Y”.

―Mujer y hombre ―expresé sin convicción. Andrea se alegró. Me pasó una tarjeta con su dirección y me pidió que fuera a su casa el sábado siguiente, a las cuatro de la tarde.

―Ve preparado ―me dijo, y me besó efusivamente y con tanto ardor que decidí que por nada del mundo faltaría a la cita. 

 

Andrea tomó dos copas, llenó una hasta la mitad y luego la otra a la misma altura. Pese a que ese afán de exactitud me pareció enfermizo, reconocí que la delicadeza con que ella escanciaba el vino le agregaba gracia y una rara pureza como de bosque secreto a su figura esbelta. Bebimos un trago mirándonos a los ojos. Tomé la iniciativa de llevarla de las manos hacia la salita, la acomodé en el sillón de la computadora y la besé.

―Delante del espejo no ―me rechazó. Reparé entonces en el espejo de la pared que recogía con dulces trazos una porción de la estancia. Andrea se volvió hacia la computadora, buscó su archivo de música y por la vivienda comenzó a flotar una singular mezcla de tambores y violines. Sentí como si un pájaro negro sobrevolara mi cabeza buscando la salida de aquella red de sonidos. Andrea se puso en pie y me pidió que la acompañara a la habitación. Entramos. La cama, enorme, estaba tendida con un manto en que se veía trazado un cuadrado enorme embutido en un círculo. “El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci”, reconocí de inmediato. Y me figuré que Andrea, antes que nada, deseaba que me tendiera encima para calcular si las proporciones de mi figura humana estaban a la altura de sus exigencias.

―La longitud de los brazos extendidos de un hombre es igual a su altura ―murmuró ella, adivinando mis pensamientos. Con expresión concentrada, empezó a quitarme la camisa. Cuando terminó con el último botón, hizo un movimiento tan extraordinario que me quedé sin aliento: tomando la camisa por el cuello, la lanzó al aire y según esta bajaba, moviendo los dedos con una agilidad impecable, acomodó en líneas rectas las mangas y los bordes de la tela y fue y la colgó en un clavo de la puerta del armario. En mi cabeza, en vez de una mujer colgando una camisa, se grabó la imagen de un domador de halcones contemplando a su ave posada en su brazo extendido.

Detrás del cabecero del lecho había una ventana cuya cortina de un rojo sangre cruzaba el cristal transversalmente, formando dos triángulos equiláteros, uno de luz y otro de sombra. Por el de luz se apreciaba un manzano, a la sombra del cual descansaba una pequeña canasta y delante de la canasta una banqueta.

Una vez desnudo, le advertí que la persona que se sentaba en la banqueta podía salir en cualquier momento y nos podía espiar.

―Por ahí solo ronda mi gato ―aseguró ella.

Me dejé tender en la cama. Por su expresión supe que había pasado la prueba. Andrea se salió del vestido y desplegó ante mis ojos su maravillosa habilidad de colgar las prendas de vestir. Los senos y el sexo parecían de una niña. Un hada madrina había agitado su varita mágica y ¡zas!, la niña de doce años que había en Andrea había crecido de golpe, pero la magia no había alcanzado sus intimidades. Aquella aparente desproporción, no obstante, acentuaba su sensualidad, no rompía la armonía de su figura. La Naturaleza se había equivocado a su favor.

La muchacha me besó y se posó suavemente sobre mi sexo. Sus movimientos se ajustaron de inmediato a la música que invadía la estancia, sacudiéndose unas veces a golpes de tambor, deslizándose otras bajo las notas serenas del violín.

Cerré los ojos. Por un instante me pareció que encima de mí una alfarera china tomaba el barro del placer que inundaba mi carne y modelaba con él unas jarras transparentes como el suspiro. Andrea se agitó de pronto, sentí la vibración de su sexo en mi sexo.

―Ahora caerá la manzana ―dijo, con ojos desorbitados. Se apeó de la cama, me apretó la mano con calidez y me pidió que mirara por la ventana. La manzana se desprendió de la rama como si la muchacha hubiera apretado un conmutador, y fue a parar exactamente dentro de la canasta.

Andrea dio un salto de alegría. Se metió rápidamente en el vestido y se alejó corriendo. Escuché el picaporte de la puerta y poco después la vi sentada en la banqueta del patio, examinando la manzana con una regla y un compás. ¿Había logrado ella encontrar la cuadratura del círculo?, me pregunté. En su rostro había deleite y algo indefinible, algo que se negaba a encajar en la razón. Me vestí y me paseé por la sala a mis anchas. Sentí que a mi alrededor las cosas, los elementos, pedían que los regresaran al caos, al fluir normal del tiempo. Era como si los libros, los cuadros, las copas... estuvieran prisioneros en unas jaulas invisibles que les impidieran moverse, desarmarse, recuperar su estado impuro, decadente, atroz. Esta perfección no es de este mundo, me dije. Por aquí ha pasado Dios.

Comprendí que Andrea había logrado crear un reino, terriblemente hermoso, cuyas fronteras bordeaban el delirio, y que ese reino no hubiera podido ser posible sin mí. Regresé a la alcoba, me desvestí y me eché en la cama a esperarla. Su nuevo prisionero era yo.


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miércoles, 27 de agosto de 2025

De bolos y coludos

 

Del libro El patio de los bramidos, Premio Anual de Cuento José Ramón López 2015

 

El jeep militar avanzaba con cierta cautela por la autopista Duarte. Era noche cerrada y la vía, barrida por los faros, parecía desierta. En algunos tramos se veían vehículos abandonados, cosidos a balazos. Poco antes de La Vega, el sargento Mendoza, quien conducía con las mandíbulas apretadas y los ojos aguzados, encontrando de improviso un camión de largo recorrido atravesado en plena vía, frenó de golpe, lanzó un ¡coño! y se estremeció. A su lado iba un teniente, apellidado Carrasco, con las insignias de coronel. Al socaire de la revolución, estallada dos meses atrás, muchos militares se habían hecho ascender a mismos jerárquicamente y Carrasco no había sido la excepción. En la base militar Las Carreras, en poder de los conservadores, el comandante en jefe había recibido órdenes de trasladar a la capital, en calidad de prisionero por su lealtad al bando constitucionalista, al coronel Santiago “Chago” Lajara para ser sometido a consejo de guerra junto con otros militares de alto rango.

Cuando a Carrasco le asignaron el traslado del reo, no pudo reprimir un gesto de satisfacción. Desde que en tres ocasiones el coronel Chago Lajara lo rellenara de insultos y penara con treinta días de cárcel por haberse presentado con signos de ebriedad a su despacho, Carrasco lo aborrecía y no habría vacilado en pegarle un tiro de haberse presentado la ocasión. Y el destino, esa noche, se la ofreció en bandeja de plata.

El sargento Mendoza, para sortear el camión, puso la reversa, retrocedió unos diez metros, dio media vuelta, cambió la marcha manipulando la palanca con semblante preocupado y penetró por una carreterita algo borrada por la hierba, empalmada a la autopista. Cruzó un estrecho puente de madera que crujió al paso del vehículo como si se estuviese resquebrajando, descendió por una hondonada cascajosa y más adelante se adentró en un macizo boscoso que a la luz de los faros se veía denso, impenetrable. “¡Deténgase aquí!, ordenó Carrasco con un vozarrón que más que denuedo evidenciaba nerviosidad. Mendoza dudó, miró con un gesto de inquietud a su superior y luego al prisionero que iba esposado en el asiento posterior y pisó los frenos. El jeep semejaba una caja mortuoria en medio de las tinieblas. En las luces de los faros empezaron a rebullir los insectos. Carrasco empuñó el fusil de asalto FAL, salió del jeep, abrió la puerta trasera y le ordenó al coronel que saliera. Chago Lajara lo obedeció sin rezongar. Era alto y corpulento y a sus cincuenta y seis años aún conservaba el aplomo y la valentía de que había hecho gala en sus primeros años de vida soldadesca. Conociendo la animosidad que le tenía Carrasco, desde que salieron de Santiago no dudó que en algún momento, a lo largo del camino, el teniente la emprendiera contra él. “El momento ha llegado, pensó, y se entregó mansamente a un destino que vislumbraba funesto. Carrasco, que era flaco y poco agraciado de estatura, al lado del coronel parecía un muchacho. ¡Camina, comunista de mierda!, gritó y, ante la lentitud del coronel, amartilló el FAL con un gesto amenazante. Chago Lajara emprendió la marcha a paso lento a través del bosque. Carrasco marcaba la ruta con la luz de una pequeña linterna. El sargento Mendoza, preocupado por aquella situación a todas luces comprometedora, los seguía de cerca, reconviniendo por lo bajo a su superior, en un intento de hacerle entrar en razón.

Carrasco condujo el cortejo hasta un calvero tapizado de hojas secas. El coronel, ante la orden de alto, quiso volverse para encarar a su enemigo, pero un golpe seco en pleno hombro derecho, tan brutal que le corrió como una descarga eléctrica a todo lo largo de la columna vertebral, lo dobló en dos. Con el tercer culatazo, el fusil se disparó, provocando un aleteo en la copa de los árboles. Carrasco, atemorizado, soltó el FAL y la emprendió a patadas contra el coronel hasta perder el aliento. Cuando se recompuso, se enjugó el sudor de la cara con la manga del uniforme y entre él y Mendoza ayudaron a poner en pie al coronel y lo trasladaron al jeep. ¿Satisfecho?, preguntó el sargento tras poner el veculo en marcha. Carrasco no respondió. Salieron del bosque y avanzaron a campo abierto. Poco después encontraron una carretera que corría en paralelo a la autopista, separada de esta por un canal de riego, y cuando medio kilómetro más adelante toparon con una especie de plataforma metálica que los retornó a la autopista, Carrasco lanzó un largo suspiro de alivio. “Creí que nos pasaríamos la noche desmoronando terrones, comentó con voz cansada. Las manos le temblaban. Abrió la guantera y sacó una botella de Brugal. El primer trago de ron le quemó la garganta, carraspeó sacudiendo la cabeza, apuró otro y pasó la botella al sargento. Mendoza bebió, miró a Chago Lajara por el retrovisor y le brindó un trago. Sin resentimientos, coronel, le dijo. El reo declinó el ofrecimiento con un gesto de la cabeza. Hinchó los pectorales, respiró hondo y por un segundo, ensimismado, sonrió, una sonrisa que destelló como una cerilla en el retrovisor y que Carrasco notó de inmediato. “¡Te hizo gracia la pela, hijo de la gran puta!, bramó, encolerizado. Para su sorpresa, el coronel asintió. “Sí, pero no por lo de hoy, sino por algo que le ocurrió a mi abuelo hace exactamente sesenta y tres años, comentó con aire divertido. El sargento Mendoza, nervioso, miró a Carrasco y al notar que este se había calmado y ahora mostraba una expresión de soberana indiferencia, con semblante jovial animó al coronel a que contara la historia. Chago Lajara no se hizo de rogar.

La historia de su abuelo se remontaba al año 1902. El general Horacio Vásquez, tras desconocer al gobierno constitucionalista de Juan Isidro Jimenes, se había alzado en armas para derrocarlo. El país se había dividido en dos fuerzas políticas antagónicas, los bolos, cuyo símbolo era un gallo sin cola, seguidores de Jimenes, y los coludos, cuyo símbolo era un gallo de cola abundante, partidarios de Vásquez. En el aspecto social, acotó el coronel, las guerras intestinas entre bolos y coludos, a principios del siglo XX, eran el pan nuestro de cada día, y la gente tenía que tomar partido por uno o por otro bando, pues el campo de batalla era todo el territorio nacional. Y mi abuelo era del bando de los bolos, reveló Chago Lajara, y el teniente Carrasco soltó una carcajada: El mal viene de familia, se burló. El coronel no le prestó atención y continuó. Se notaba que deseaba contar la historia a como diera lugar. Un auto reventado por una bomba, que aún humeaba, apareció a un costado del camino como un buey muerto y los tres ocupantes del jeep lo contemplaron con una mezcla de fogosidad e inquietud. El abuelo de Chago Lajara, llamado Quino, era alcalde pedáneo de Olmos, una aldea de montaña situada a cincuenta kilómetros de la ciudad de Santiago. Una mañana, un pelotón de a caballo del bando de los bolos se presentó en la casa de Quino, le entregó un revólver de los llamados cachafú y le ordenó conducir a la fortaleza San Luis a un coludo apodado Fuete, cabecilla de una banda de cuatreros que había estado asolando la zona, atrapado en los montes de Jánico. “Mi abuelo ensilló una mula, ató al guerrillero con una soga y lo azuzó delante de él por un camino real.

Cuando cruzaban el río Bao, un grupo de hombres harapientos, armados con machetes y puñales, los interpelaron. ¿Bolos o coludos?, preguntaron. “Y mi abuelo, de ingenuo, se apresuró a identificarse como bolo, y lo detuvieron. Le entregaron el cachafú a Fuete y le ordenaron llevar al bolo a un campamento de La Vega donde mantenían en prisión a los insurrectos. “No bien el cuatrero se vio solo con mi abuelo, hizo con él lo que usted hizo conmigo, teniente (coronel, aclaró Carrasco), pero con tanta sevicia que para cargar con él tuvo que montarlo como un fardo en la grupa de la mula.

Ahora entiendo la similitud, se rio el teniente. Todaa no he terminado, apuntó Chago Lajara. Y agregó que más adelante, por un paraje conocido como la Rigola, la pareja se tropezó con otra célula guerrillera, pero esta vez del grupo de su abuelo, de los bolos. “Desataron a mi abuelo, le preguntaron si en las condiciones en que se encontraba podía cumplir con la tarea de conducir al prisionero, y él aceptó.

“Imagino que cuando se vio solo con el tal Fuete, su abuelo se vengó de él y le propinó tremenda paliza, dijo Mendoza con una risita de complicidad. El coronel negó con la cabeza, mirando al sargento por el retrovisor. “No, él cumplió con la orden sin ponerle la mano encima al reo, dijo. ¡Se nota que su abuelo no tenía cojones de militar!, se burló Carrasco, aferrado al FAL con aire bélico.

Antes de Piedra Blanca empezó a llover a raudales y Mendoza tuvo que detenerse a un costado de la carretera a poner la capota. El limpiaparabrisas se balanceaba con un irritante chirrido. Avanzaban despacio; los faros, agujereando el aguacero, apenas podían abrir un difuso hueco en el muro de la noche. A la salida de Piedra Blanca encontraron, de improviso, en una curva cerrada, un retén militar. Ocho soldados, armados con ametralladoras, los rodearon. “¿Conservadores o constitucionalistas?, preguntó un mayor. Tal vez por el recuerdo del cuento del coronel, ni Mendoza ni Carrasco se atrevieron a contestar. Fue Chago Lajara quien se identificó como un prisionero de guerra, del bando constitucionalista. Alrededor del jeep se produjo una gran conmoción. Un soldado, bañado por la lluvia, plantado ante los faros del vehículo, soltó por encima del jeep una ráfaga de ametralladora. El tableteo resonó dentro del vehículo como una serpiente. Un olor a pólvora llenó el aire. El teniente Carrasco y el sargento Mendoza se rindieron, salieron del jeep con las manos en alto, y de inmediato fueron esposados y conducidos al puesto militar, una cabaña de madera levantada cerca de la autopista. “Nos informaron de su traslado a la capital, coronel, y nos dieron la orden de rescatarlo, reve el mayor, apellidado Logroño, un joven alto y fornido, de tupido bigote y mirada inquisitiva. Y agregó que había otro militar de alto rango que, según sus informantes, también iba camino a la capital. ¿Desea esperar con nosotros aq o quiere que lo enviemos a nuestra base junto con los detenidos?. Chago Lajara quiso partir de inmediato. Tomó el jeep, puso al volante a un cabo llamado Juan Ruiz, algo viejo para su rango, de ojos vivarachos y pesada mandíbula caballar. El mayor le había dado un mapa con una ruta alternativa, controlada por los constitucionalistas, y se pusieron en marcha. En el asiento posterior, esposados, iban Carrasco y Mendoza. Unos tres kilómetros más adelante, el sargento, a modo de broma, comentó: “Lo que es el destino. Hoy se ha repetido la historia de su abuelo, coronel. Chago Lajara se quedó callado. Cuando circulaban por una carretera cascajosa paralela a un monte, el coronel mandó detener el vehículo. Abrió la guantera, tomó la linterna, empuñó el FAL, abrió la puerta trasera y le ordenó al teniente que se bajara. Carrasco empalideció. “Como dijo el teniente, mi abuelo no tenía cojones de militar, dijo mirando a Mendoza. Llevó al detenido por delante y se perdió tras el follaje. Desde el jeep se veía la luz de la linterna despertando las ramas. Se escuchó un único disparo. Cuando Chago Lajara regresó al jeep, dijo: “No, mi abuelo no tenía cojones de militar, y, serio el semblante, agre: Yo sí.

Y dio la orden de partida.


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