Cuando llamé a la puerta
del monasterio de Santa Ana aquella mañana fría de octubre, apenas traía conmigo
un raído morral de lona con 54 piedras, dos manzanas y una muda de ropa. «Busco
silencio y recogimiento», le dije al fraile que me abrió, y le pasé una carta
escrita de puño y letra por el capellán de la Universidad de Murcia, el padre
Ernesto Sarmiento, en la que describía al portador como un hombre que
necesitaba un refugio tranquilo donde poner fin a sus largos años de
peregrinación, y lo recomendaba para iniciar el proceso de noviciado. «Será un
buen fraile», aseguraba el capellán.
Vestido con el hábito de
la orden franciscana, el fraile, quien se presentó como el hermano Juan,
guardián del convento, me dijo que ya esperaban mi llegada y me dio la bienvenida
con un cálido abrazo. Era un hombre bajito y calvo, de ojos curiosos y sonrisa
perpetua. Me condujo por unos corredores tan intrincados y parecidos que en
varias ocasiones pensé que pasábamos por el mismo lugar una y otra vez y que el
fraile había utilizado este subterfugio para ganar tiempo y terminar de
contarme la historia del monasterio. Yo lo seguía como su sombra. A mis oídos
llegaba su voz tranquila, que crecía en aquel profundo silencio como una raíz.
«…está situado en la sierra de Santa Ana, a cinco kilómetros de Jumilla. Fue
abierto al culto en el año 1573…» En el momento menos esperado se detuvo, se
volvió hacia mí y me mostró una puerta pintada de amarillo, que se abría con
una trampita de madera. «Esta será tu celda», me dijo y, ya adentro, me señaló el
atuendo que debía llevar en lo adelante.
—Es un hábito
franciscano, pero sin los nudos del cordón —explicó—. Los nudos simbolizan la
obediencia, la pobreza y la castidad, tres votos con el objeto de que nada
evite alcanzar a Cristo. Cuando finalices un año de formación, tomarás los
votos y entonces llevarás los nudos.
Me aconsejó que
descansara unas horas. Luego pasaría por mí para mostrarme el convento. Cuando
salió, paseé la mirada por el pequeño cuarto. Por todo adorno, en la pared
había un crucifijo de madera. Junto a la estrecha cama, una mesita y una silla.
Me tendí en la cama y, pese a su dureza, dormí hasta que el hermano Juan llamó
a la puerta con toques tímidos. Poco después caminábamos por los pasillos
laberínticos; grandes cuadros con mensajes estaban incrustados en las paredes.
Me detuve ante uno de ellos y leí: “Atajo para alcanzar la perfección: alcanzar
la virtud; huir del vicio…”. Bajando unas escaleras llegamos a un amplio salón
cargado de objetos y animales disecados.
—Este es nuestro museo
—dijo el hermano Juan—. Todo lo que hay aquí, lo traían los frailes tras
regresar de sus misiones. Ellos pasaban temporadas en el convento para reponer
energías, entregados a la meditación, la oración y el estudio.
Además de los animales
disecados, el más grande de los cuales era un cocodrilo, colgados de las
paredes o exhibidos en mesas de vetusta madera vi pergaminos antiguos, vasijas
y objetos de platería y joyas con diseños religiosos que se usaban, según mi
anfitrión, para expresar la devoción o por haber recibido alguna gracia divina.
—¿Qué te trajo aquí? —me
preguntó de súbito el guardián del convento, e imaginé que se refería a dejar
la vida ordinaria para llevar una vida contemplativa. Le respondí que, estando
en Sevilla, a la orilla del río Guadalquivir, un fraile me regaló un tebeo de san Francisco de Asís donde relataba a grandes trazos su vida y su obra.
—Y me dije: «Si hasta
ahora has seguido con fervor a una sombra, ¿por qué no seguir a Cristo?», y san
Francisco me convenció como al caballero Ángel Tancredi, a quien le dijo: “Hace
ya demasiado tiempo que llevas cinturón, espada y espuelas. Es necesario que
trueques el cinturón por la cuerda, la espada por la cruz, y las espuelas por
el polvo del camino. Ven y sígueme, pues te haré caballero de Cristo”.
El hermano Juan me
miró con su eterna sonrisa.
—Tienes un aura muy
positiva, hermano Nelson —me dijo.
En la iglesia
encontramos a los otros cuatro frailes que residían en el convento. Después de
las presentaciones, el hermano Juan me guio por la nave central hasta otra
lateral destinada a una pequeña capilla, donde parecía flotar en el aire un
Cristo tallado en madera de ciprés, el único que se sacaba del convento en
romería.
—La capilla es como
nuestro gimnasio —dijo el fraile—: en ella ejercitamos nuestro interior.
Tras sopesarlo un poco, le
pedí un favor: señalarme un espacio en el patio donde colocar mis piedras. Me
miró con extrañeza.
—¿Piedras? —preguntó.
—Es una larga historia
—contesté.
—A las ocho de la mañana
se rezan las laudes, la primera oración del día. Luego te llevo al
huerto para que dejes tus piedras y tu historia allí. Yo te ayudaré y te
escucharé con oído atento. Te pondré en mis oraciones.
Aunque me levanté
temprano, llegué un poco tarde a las laudes porque extravié el camino. Los
frailes, que ya rezaban, me dirigieron una mirada comprensiva. El hermano Juan
subió conmigo a mi celda y quiso llevar el morral con mis piedras. Por una
calzada empedrada, flanqueada por altos y puntiagudos cipreses, llegamos al
espacioso huerto y el fraile me señaló un lugar debajo de un naranjo. Sentados
en el césped, el fraile empezó a pasarme una a una las piedras, que no eran más
grandes que un puño. Poco después reparó en que cada una llevaba escrito, con
un rotulador blanco o negro, el nombre de un río. «Orinoco, Magdalena, Ganges,
Nilo, Hudson, Waikato…», leía. Cuando terminamos de acomodar las 54 piedras, me
miró con sus ojos curiosos y me dijo que tenía toda su atención. Le expliqué que
todo se debía a una muchacha negra que solía sentarse en el parque que quedaba
frente a la bodega de mi padre, en el condado de El Bronx, en Nueva York.
La conocí de niño.
Siempre iba a la bodega de la mano de su madre, compraban provisiones en las
que no faltaban leche ni pan, y se marchaban. Un día en que me hallaba en el
sótano dándoles de comer a los gatos del negocio, arma que empleaba mi padre
contra los ratones, ella se apareció de improviso, me sonrió mostrándome sus
dientes pequeños y brillantes, y me reveló que aquel día había estado sentada
frente al río Hudson. «Es turbio, pero con una serenidad que calma el corazón»,
me dijo. Ambos teníamos nueve años. Aunque íbamos a la misma escuela y
cursábamos igual grado, nunca coincidimos en la misma clase. Yo la veía crecer
de lejos, como vemos crecer los árboles del patio vecino.
Desde los trece años,
antes de regresar a su apartamento, se sentaba en un pequeño parque situado
frente a la bodega. Yo solía pararme en el vano de la puerta del negocio y me
quedaba viéndola, allá, sentada, bajo las ramas de un sicomoro. «Pobre muchacha
negra», me decía siempre, y las historias que contaba mi padre de continuo,
sobre niños negros que él había visto crecer en el vecindario y que había visto
fracasar, reforzaban en mí el sentimiento de lástima que ella me inspiraba. En
mi imaginación, la veía dejar la escuela, quedar embarazada de algún
delincuente, vender drogas, ir a la cárcel…, envejecer allí sentada en aquel
banco del parque.
Mi padre falleció de un
largo padecimiento cardíaco que lo llevó tres veces al quirófano y que hizo
colapsar su ya precaria economía. En la funeraria, donde muchos de sus clientes
y amigos del vecindario se presentaron para darle su último adiós, la muchacha
negra se me acercó, me miró con un gesto de sincera contrición y me dijo algo
que en aquel momento no logré comprender: «Al menos tú te paras en la puerta».
Se veía muy delgada, con la palidez del que sufre algún padecimiento, pero en
su rostro había paz, esa tranquilidad de corazón que suelen reflejar aquellos
que ya han dejado atrás los males del mundo.
En aquel entonces yo
tenía veintiún años. Cursaba el tercer año de Contabilidad en Lehman College,
pero las deudas de la bodega me obligaron a dejar la carrera y ponerme al
frente del negocio para intentar sacarlo a flote. Papá siempre afirmaba que las
bodegas únicamente dejaban beneficios cuando uno las vendía, y con el tiempo lo
confirmé. «Solo trabajamos para estar cansados», solía quejarse un mexicano llamado Pablo, encargado de ordenar las mercancías en las góndolas, y yo no
podía sino asentir.
Pero había personas en
peores condiciones que la mía, me decía, e invariablemente aparecía en mi mente
la alta y delgada figura de la muchacha negra y el futuro sombrío que mi
imaginación le había otorgado. Un día, recordando la frase que ella me había
dicho en el velatorio de mi padre: «Al menos tú te paras en la puerta»,
abandoné mi eterno puesto en la caja registradora, fui a la puerta de la bodega
y miré hacia el parque. Ella no estaba. Crucé la calle, me senté a la sombra
del sicomoro y traté de ver desde allí lo que ella veía. Ante mí se alzaron el
viejo letrero de colores desvaídos: “Nelson’s Grocery”, los grandes carteles
con anuncios de baratillos y la ancha puerta. En la entrada, me vi a mí mismo
parado, mirando hacia donde me hallaba en aquel momento, e imaginé que aquel
joven se compadecía de mí. «Pobre bodeguero Nelson».
Regresé a mi puesto y,
desde aquel día, empecé a zafarme de las fuertes tenazas de mis ocupaciones y
me regalaba unos minutos para pararme en el vano de la puerta. La muchacha
negra solía sentarse en el banco cerca de las tres de la tarde, leía un libro o
simplemente miraba hacia la bodega, pensativa. A veces desaparecía por largas
temporadas, durante las cuales pensaba que estaba en la cárcel o escondiéndose
de las autoridades. En el vecindario había muchos jóvenes de este jaez.
Desaparecían y reaparecían, y solo había que tirarles levemente de la lengua
para que te contaran en qué prisión los habían guardado y en qué negocio sucio
se habían metido. Y la muchacha negra, creía, era una postal más en aquel
álbum.
Un día, en medio de una
nevada, se presentó a la bodega la madre de la muchacha negra y preguntó por
mí. Yo estaba en el sótano, recibiendo un pedido de Goya que los trabajadores
bajaban por una correa transportadora. Subí a ver qué deseaba. Me informó que
hacía una semana que Anne, su hija, había fallecido, y, tendiéndome un papel
con la dirección, me rogó que, cuando dispusiera de algún tiempo, fuera a su
apartamento a verla. Le dije lo mucho que sentía su pérdida, y le prometí
visitarla. Me quedé intrigado. Me avergonzaba enterarme, después de tantos años
de verla en el vecindario, de que la muchacha negra tenía un nombre, y que ese
nombre era Anne. No bien concluí la tarea que me tenía en el sótano, me aseé un
poco en el lavabo y salí. Crucé la calle y entré en el edificio indicado. Llamé
a la puerta y la mujer me abrió. Más que triste, lucía resignada. En la sala de
estar, amueblada con buen gusto, me señaló el sofá y me senté. Ella me dejó
solo unos segundos y luego apareció cargando un morral y un enorme álbum de
fotos. Me pasó, primero, el álbum y me pidió que lo hojeara. Lo hice. Cada foto
tenía una nota al pie. “Anne frente al Danubio, luego de una larga jornada de
trabajo con las Misioneras de la Caridad”; “Anne bañándose en el río Congo”;
“Anne buscando una hermosa piedra en el Río de la Plata”.
Más confuso que
asombrado, pregunté a la madre de Anne si eran fotomontajes. Ella soslayó mi
impertinencia con una sonrisa indulgente y me contestó que no. «Desde que le
diagnosticaron una leucemia aguda y comprendió que moriría joven, decidió
cumplir su sueño de conocer los ríos más importantes del mundo». «¿Cómo cubría
sus gastos?», pregunté con vivo interés, y la madre me mostró la misma sonrisa.
«Ofreciéndose como voluntaria en organizaciones caritativas de las ciudades que
deseaba visitar».
Luego me contó que Anne
siempre le hablaba de mí. «Pobre muchacho —solía comentarle a su madre—, se le irá
la vida igual que a su padre encerrado en esa bodega. Pero al menos él se para
en la puerta». Luego me entregó el morral. Le pregunté qué contenía. «27
piedras. Anne le legó sus piedras. Ella me aseguró que usted sabría
qué hacer con ellas».
Salí abrumado de aquel
apartamento. Crucé la calle y me senté en el banco del parque sin importarme
que estuviera cubierto de nieve. Por aquella época trabajaba los siete días de
la semana, desde la mañana hasta tarde en la noche. En una ocasión, camino a mi
apartamento, presa de una irreprimible melancolía, hasta se me habían salido
las lágrimas. «Mi padre pasó de un ataúd a otro», comprendí mientras miraba el
letrero del negocio. Tomé el morral de piedras y caminé hasta mi apartamento;
lo vacié encima de la cama y vi que cada piedra llevaba una inscripción. Al mes
vendí la bodega y con el dinero empecé a seguirle los pasos a Anne, a la
muchacha negra que siempre se sentaba en el banco del parque.
4 comentarios:
Jose te felicito pues expone la idea principal del texto con mucha claridad, además que el tema y la estructura de la pieza llenan la intención comunicativa con buena efectividad.
Excelente José, retrataste con exactitud la vida de muchas personas en New York, encerrados entre cuatro paredes, atados a la rutina de trabajos mal remunerados y aburridos...Subsistiendo apenas y añorando otra vida pero sin poder dar un paso hacia ella.
Sin lugar a dudas, este relato es impresionante, sugerente, encantador, te seduce y llegas al final para desvelar misterios, primero, el Convento con sus interminables pasillos y la rutina de aquella celda "prisión", donde voluntariamente ingresa para ser un fraile franciscano, tiene que transcurrir un año para obtener el cordón de la vestimenta y demostrar sus votos de castidad, obediencia y pobreza; después porqué su equipaje consiste de 54 piedras, con indicaciones de ríos de distintos países del mundo que recorriera 'la Muchacha negra que se sentaba en un banco del parque' que quedaba frente a la bodega de su padre,legado que le dejara ella, para sorpresa de él, ella sentia compasión de él por estar encerrado en la bodega y ni siquiera se asomaba a la puerta; mientras ella tenia una mirada amplia de la vida, era libre y habia recorrido el mundo, no tenía prejuicios, él era prisionero de los prejuicios y condicionamientos sociales y culturales que la sociedad le impuso, finalmente, decide ser libre encerrándose en el convento... este cuento nos revela cuán poco conocemos unos de otros por aceptar como buenos y validos prejuicios y condicionamientos culturales y sociales.
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