(Del libro El
enigma del anticuario)
«¡Triple H!, ¡Triple H!,
¡Triple H!», gritaba enardecida la multitud en aquella arena deportiva del World
Wrestling Entertainment, no bien vio aparecer al campeón de lucha
libre peso completo abriéndose paso por entre la nube que depositaban los
fuegos artificiales, seguido por los potentes reflectores del foro. Su melena
rubia apelmazada por el sudor y su rostro enfurruñado señalando con el índice
la faja de campeón terciada sobre el hombro izquierdo contrastaban
convenientemente con aquella atmósfera festiva, excitante, acentuada por un
estridente rock and roll.
«¡Triple
H!», farfulló Cleo con su voz gangosa, destilando baba por la comisura de los
labios y estremeciéndose como un torturado en su silla de ruedas, tratando de
señalarme, con una mano retorcida, la presencia de su púgil favorito. «¡Sí,
Triple H!», le respondí para apaciguarlo, y Cleo, mirándome de soslayo, torció
la boca en un rictus de sonrisa.
Quieto
en la silla, el paralítico parecía un maniquí rescatado del fuego antes de
perder la apariencia humana.
«Ocho meses atrás, yo estaba detrás de esas cortinas
oficialmente muerto, sin saber si podía regresar al cuadrilátero a vencer al
mejor luchador». El tono de Triple H era agresivo, desafiante, una agresividad
transmitida al micrófono que apretaba con su enorme puño como si fuera a
desmenuzarlo como un terrón de azúcar. Escuché un tintineo de cubitos de hielo agitados
con una cuchara y poco después Pablo, el padre de Cleo, salió de la cocina con
dos vasos de whisky. Se sentó en el otro extremo del sofá desde el cual yo
miraba el televisor, agitó su vaso y bebió con la mirada extraviada que ponía
siempre que iba a hablar de alguna de sus desventuras, relatadas con una
sonrisa burlesca, con ese aire de suficiencia de quien ya se siente inmune a
los golpes del pasado. Su favorita, la vez que Judith, la madre de Cleo, lo
abandonó, dejándole al niño en la cuna con un letrerito que decía: "Me
dijiste que Dios nos da la carga que podemos llevar, pero conmigo se
equivocó". La mujer desapareció como una piedra arrojada al océano.
Pablo conservaba el letrerito y no
perdía ocasión de enseñármelo con viva sorna, riéndose a veces a carcajadas,
señalándolo con el índice como si señalara una alimaña fea y desmembrada ya
incapaz de amedrentarlo. Pero esta vez no habló de Judith, sino de un asunto
tan atroz e insospechado que me mantuvo por mucho rato el corazón en vilo. ¿De
dónde había nacido el aprecio que siento por este hombre de aspecto acobardado
y como abandonado a su suerte, cuyo hijo al principio me causaba repulsión? No
estoy seguro; quizás de esa mezcla de pena y conmiseración que se siente hacia
los desvalidos. Presente en mi memoria está el día en que, descompuesto el
ascensor del edificio de Manhattan en que residimos, llamó a mi puerta el
vecino de al lado, con quien a veces me tropezaba en el vestíbulo, y tras
abrirle me pidió que lo ayudara a bajar a su hijo por las escaleras. «Hace un
sol bellísimo y Cleo desea ir al parque», me dijo, con cierto nerviosismo. Lo
bajamos como a un faraón egipcio, sosteniendo la silla de ruedas por ambos
extremos con tanta dificultad que me ofrecí a darles otra mano tan pronto como los
vecinos terminaran el paseo. «Solo apriete el timbre de mi apartamento», le
dije, y de ahí en adelante la pareja se convirtió en mi sombra, en una época en
que mis hijos se habían ido de casa por ley natural del destino, mi esposa
había muerto y yo, jubilado y viejo, no hallaba qué hacer con mi vida.
«Prométame, vecino, que guardará el
secreto», me pidió esa noche Pablo. Le respondí que sí, concentrado más en la
pantalla que en él. Triple H seguía con su perorata acerca de su pasada lesión,
cuando de pronto se escuchó un clamoreo enorme; la cámara enfocó unos
cortinajes, dejó ascender la excitación por unos segundos, y de detrás de las
cortinas surgió Randy Orton, musculoso, batiendo sus poderosos pectorales,
bañado en sudor. Corrió hacia el cuadrilátero y flexible como un gato se
encaramó en él de un salto y tomó un micrófono. «En una ocasión estuve a punto
de matar a Cleo». Randy Orton le puso en la cara al campeón un puño trémulo y
húmedo como el hocico de un toro. «Por accidente, supongo», le dijo a Pablo, y
ante el silencio que guardó volví la mirada hacia él, en el instante en que
Randy Orton gritaba: «En tres semanas será el día del juicio final». Tropecé
con una mirada tan desesperada que por unos segundos no lo reconocí. Pablo se
puso en pie, tomó un pañuelo y luego de limpiarle la boca a su hijo, le dio un
beso profundo en la frente. El paralítico, torciendo el cuello con una expresión
dolorosa, miró a su padre con sus grandes ojos azules, que eran lo único normal
de toda su anatomía. Ojos de gladiador en un cuerpo en ruinas.
«Se lo voy a contar porque usted ha
demostrado querernos, vecino». Pablo se acabó de un trago el whisky que quedaba
en el vaso. «La diferencia entre tú y yo, es que cuando yo le decía a la gente
que era el mejor, les decía la verdad. ¡Ahora lárgate de mi cuadrilátero!»
Triple H le propinó a Randy Orton un potente codazo en la mandíbula, y el
fortachón salió volando del entarimado. «Olvídate del día del juicio final», le
gritó a su oponente. «Si eres un hombre, vamos a pelear ahora mismo». La
multitud llameó eufórica, el escenario estalló en fuegos artificiales y el
anunciador, gorro negro de ala ancha, boca pequeña y rostro mofletudo, pidió a
los televidentes que esperaran el desenlace después de los comerciales.
Entonces fue cuando le pude poner toda mi atención a Pablo, que ya se hallaba
con Cleo en Santo Domingo, instalado en un hotel. Porque el conato de homicidio
lo había perpetrado en la tierra que lo vio nacer. El plan era simple: comprar
en una farmacia de barrio un pote de somníferos, que allá se vendían sin
receta, preparar una pócima y dársela a beber a su hijo dentro de un auto
alquilado, el cual pensaba chocar contra un árbol en alguna carretera desolada,
con el objeto de falsear la causa de muerte. Cleo, en ese entonces, tenía doce
años, aún no hablaba y se pasaba el día mirando a su alrededor con sus ojos
hermosos.
Todo le salió a pedir de boca. El
vecino condujo el auto por una carretera en ruinas hasta hallar el lugar
adecuado, pulverizó la cantidad de pastillas suficientes para derribar a un
elefante, las vació en el jugo predilecto de Cleo, y antes de suministrárselo
le dijo, Muchacho, aquí nuestros caminos se separan. Pablo era joven todavía, y
antes que poner al niño a sufrir entregándoselo a las autoridades de la ciudad,
me confió que prefería "ponerlo a dormir" como a un gatito. Lo
abrazó, le dio un beso en la frente, y en el momento en que acercó la botella a
la boca del paralítico, este, como si intuyera su fin, por primera vez habló:
«¡Papá! —le dijo con la lengua trabada—. ¡Papá!»
Estupefacto, imaginando que aquellas
palabras las había traído el viento hacia aquel lugar desolado, Pablo miró a su
alrededor. La carretera hervía bajo la resolana y a lo lejos, me dijo, alcanzó
a ver un rancho en medio de un sembradío de tabaco. Pero no bien sus ojos se
cruzaron con la mirada suplicante de Cleo, supo que se encontraba delante de un
desconocido: su propio hijo, que lo observaba como desde el rincón oscuro y
tenebroso de una jaula.
«Me miré largamente en el retrovisor
—siguió contando Pablo—, y una idea, hasta aquel momento confusa, se me
esclareció de pronto; el espejo, ese espacio dentro del cual la mano derecha es
la izquierda y quien desea ir hacia el norte tiene que caminar hacia el sur, me
reveló que en otro mundo, en otra vida, yo sería el hijo paralítico y Cleo el
padre sano, y pensé que en ese mundo Cleo también cuidaría de mí».
La pelea por el campeonato de los
pesos completos no se celebró esa noche, sino, como ya se había anunciado, dos
semanas después, en el Wings Stadium
de la ciudad de Kalamazoo, en Michigan. Y ahí estuvimos los tres a las siete de
la noche, entre un hervidero de carteles y gritos ensordecedores, presenciando
en vivo a nuestro ídolo. Cleo llevaba puesta una camiseta que decía: I love you, Triple H.
Pasamos la noche en un hotel.
En
mi habitación, parado ante un espejo de cuerpo completo, comprobé amargamente
que Pablo se había equivocado; en el posible mundo en que Cleo fuera el padre
sano y Pablo el hijo paralítico, Cleo no habría cuidado de su hijo. Conforme a
ese mundo de destinos invertidos y en obediencia a sus leyes trastocadas, Cleo
no habría perdonado a su hijo Pablo, Cleo lo habría asesinado.
Pero
yo, a Pablo, nunca se lo diría.
**********
(Nota: Puede adquirir el libro de cuentos El
enigma del anticuario en Amazon, Barnes & Noble, Lulu y otras librerías
virtuales, tanto en formato de libro como ebook. O simplemente haga clic en la
portada que aparece en el lado derecho del blog)
No hay comentarios:
Publicar un comentario