jueves, 3 de marzo de 2022

Del otro lado del espejo


(Del libro El enigma del anticuario)


«¡Triple H!, ¡Triple H!, ¡Triple H!», gritaba enardecida la multitud en aquella arena deportiva del World Wrestling Entertainment, no bien vio aparecer al campeón de lucha libre peso completo abriéndose paso por entre la nube que depositaban los fuegos artificiales, seguido por los potentes reflectores del foro. Su melena rubia apelmazada por el sudor y su rostro enfurruñado señalando con el índice la faja de campeón terciada sobre el hombro izquierdo contrastaban convenientemente con aquella atmósfera festiva, excitante, acentuada por un estridente rock and roll.

«¡Triple H!», farfulló Cleo con su voz gangosa, destilando baba por la comisura de los labios y estremeciéndose como un torturado en su silla de ruedas, tratando de señalarme, con una mano retorcida, la presencia de su púgil favorito. «¡Sí, Triple H!», le respondí para apaciguarlo, y Cleo, mirándome de soslayo, torció la boca en un rictus de sonrisa.

Quieto en la silla, el paralítico parecía un maniquí rescatado del fuego antes de perder la apariencia humana.

«Ocho meses atrás, yo estaba detrás de esas cortinas oficialmente muerto, sin saber si podía regresar al cuadrilátero a vencer al mejor luchador». El tono de Triple H era agresivo, desafiante, una agresividad transmitida al micrófono que apretaba con su enorme puño como si fuera a desmenuzarlo como un terrón de azúcar. Escuché un tintineo de cubitos de hielo agitados con una cuchara y poco después Pablo, el padre de Cleo, salió de la cocina con dos vasos de whisky. Se sentó en el otro extremo del sofá desde el cual yo miraba el televisor, agitó su vaso y bebió con la mirada extraviada que ponía siempre que iba a hablar de alguna de sus desventuras, relatadas con una sonrisa burlesca, con ese aire de suficiencia de quien ya se siente inmune a los golpes del pasado. Su favorita, la vez que Judith, la madre de Cleo, lo abandonó, dejándole al niño en la cuna con un letrerito que decía: "Me dijiste que Dios nos da la carga que podemos llevar, pero conmigo se equivocó". La mujer desapareció como una piedra arrojada al océano.

            Pablo conservaba el letrerito y no perdía ocasión de enseñármelo con viva sorna, riéndose a veces a carcajadas, señalándolo con el índice como si señalara una alimaña fea y desmembrada ya incapaz de amedrentarlo. Pero esta vez no habló de Judith, sino de un asunto tan atroz e insospechado que me mantuvo por mucho rato el corazón en vilo. ¿De dónde había nacido el aprecio que siento por este hombre de aspecto acobardado y como abandonado a su suerte, cuyo hijo al principio me causaba repulsión? No estoy seguro; quizás de esa mezcla de pena y conmiseración que se siente hacia los desvalidos. Presente en mi memoria está el día en que, descompuesto el ascensor del edificio de Manhattan en que residimos, llamó a mi puerta el vecino de al lado, con quien a veces me tropezaba en el vestíbulo, y tras abrirle me pidió que lo ayudara a bajar a su hijo por las escaleras. «Hace un sol bellísimo y Cleo desea ir al parque», me dijo, con cierto nerviosismo. Lo bajamos como a un faraón egipcio, sosteniendo la silla de ruedas por ambos extremos con tanta dificultad que me ofrecí a darles otra mano tan pronto como los vecinos terminaran el paseo. «Solo apriete el timbre de mi apartamento», le dije, y de ahí en adelante la pareja se convirtió en mi sombra, en una época en que mis hijos se habían ido de casa por ley natural del destino, mi esposa había muerto y yo, jubilado y viejo, no hallaba qué hacer con mi vida.

            «Prométame, vecino, que guardará el secreto», me pidió esa noche Pablo. Le respondí que sí, concentrado más en la pantalla que en él. Triple H seguía con su perorata acerca de su pasada lesión, cuando de pronto se escuchó un clamoreo enorme; la cámara enfocó unos cortinajes, dejó ascender la excitación por unos segundos, y de detrás de las cortinas surgió Randy Orton, musculoso, batiendo sus poderosos pectorales, bañado en sudor. Corrió hacia el cuadrilátero y flexible como un gato se encaramó en él de un salto y tomó un micrófono. «En una ocasión estuve a punto de matar a Cleo». Randy Orton le puso en la cara al campeón un puño trémulo y húmedo como el hocico de un toro. «Por accidente, supongo», le dijo a Pablo, y ante el silencio que guardó volví la mirada hacia él, en el instante en que Randy Orton gritaba: «En tres semanas será el día del juicio final». Tropecé con una mirada tan desesperada que por unos segundos no lo reconocí. Pablo se puso en pie, tomó un pañuelo y luego de limpiarle la boca a su hijo, le dio un beso profundo en la frente. El paralítico, torciendo el cuello con una expresión dolorosa, miró a su padre con sus grandes ojos azules, que eran lo único normal de toda su anatomía. Ojos de gladiador en un cuerpo en ruinas.

            «Se lo voy a contar porque usted ha demostrado querernos, vecino». Pablo se acabó de un trago el whisky que quedaba en el vaso. «La diferencia entre tú y yo, es que cuando yo le decía a la gente que era el mejor, les decía la verdad. ¡Ahora lárgate de mi cuadrilátero!» Triple H le propinó a Randy Orton un potente codazo en la mandíbula, y el fortachón salió volando del entarimado. «Olvídate del día del juicio final», le gritó a su oponente. «Si eres un hombre, vamos a pelear ahora mismo». La multitud llameó eufórica, el escenario estalló en fuegos artificiales y el anunciador, gorro negro de ala ancha, boca pequeña y rostro mofletudo, pidió a los televidentes que esperaran el desenlace después de los comerciales. Entonces fue cuando le pude poner toda mi atención a Pablo, que ya se hallaba con Cleo en Santo Domingo, instalado en un hotel. Porque el conato de homicidio lo había perpetrado en la tierra que lo vio nacer. El plan era simple: comprar en una farmacia de barrio un pote de somníferos, que allá se vendían sin receta, preparar una pócima y dársela a beber a su hijo dentro de un auto alquilado, el cual pensaba chocar contra un árbol en alguna carretera desolada, con el objeto de falsear la causa de muerte. Cleo, en ese entonces, tenía doce años, aún no hablaba y se pasaba el día mirando a su alrededor con sus ojos hermosos.

            Todo le salió a pedir de boca. El vecino condujo el auto por una carretera en ruinas hasta hallar el lugar adecuado, pulverizó la cantidad de pastillas suficientes para derribar a un elefante, las vació en el jugo predilecto de Cleo, y antes de suministrárselo le dijo, Muchacho, aquí nuestros caminos se separan. Pablo era joven todavía, y antes que poner al niño a sufrir entregándoselo a las autoridades de la ciudad, me confió que prefería "ponerlo a dormir" como a un gatito. Lo abrazó, le dio un beso en la frente, y en el momento en que acercó la botella a la boca del paralítico, este, como si intuyera su fin, por primera vez habló: «¡Papá! —le dijo con la lengua trabada—. ¡Papá!»

            Estupefacto, imaginando que aquellas palabras las había traído el viento hacia aquel lugar desolado, Pablo miró a su alrededor. La carretera hervía bajo la resolana y a lo lejos, me dijo, alcanzó a ver un rancho en medio de un sembradío de tabaco. Pero no bien sus ojos se cruzaron con la mirada suplicante de Cleo, supo que se encontraba delante de un desconocido: su propio hijo, que lo observaba como desde el rincón oscuro y tenebroso de una jaula.

            «Me miré largamente en el retrovisor —siguió contando Pablo—, y una idea, hasta aquel momento confusa, se me esclareció de pronto; el espejo, ese espacio dentro del cual la mano derecha es la izquierda y quien desea ir hacia el norte tiene que caminar hacia el sur, me reveló que en otro mundo, en otra vida, yo sería el hijo paralítico y Cleo el padre sano, y pensé que en ese mundo Cleo también cuidaría de mí».

            La pelea por el campeonato de los pesos completos no se celebró esa noche, sino, como ya se había anunciado, dos semanas después, en el Wings Stadium de la ciudad de Kalamazoo, en Michigan. Y ahí estuvimos los tres a las siete de la noche, entre un hervidero de carteles y gritos ensordecedores, presenciando en vivo a nuestro ídolo. Cleo llevaba puesta una camiseta que decía: I love you, Triple H.

            Pasamos la noche en un hotel.

En mi habitación, parado ante un espejo de cuerpo completo, comprobé amargamente que Pablo se había equivocado; en el posible mundo en que Cleo fuera el padre sano y Pablo el hijo paralítico, Cleo no habría cuidado de su hijo. Conforme a ese mundo de destinos invertidos y en obediencia a sus leyes trastocadas, Cleo no habría perdonado a su hijo Pablo, Cleo lo habría asesinado.

Pero yo, a Pablo, nunca se lo diría.

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